/ domingo 19 de diciembre de 2021

El viejo Rico

Para los evangelistas fui, una vez, “el joven rico”, pero ya no soy joven. ¡Han pasado tantos años desde que…! Pero, ¿conoce usted mi historia, señor? Si yo se la contara a usted con mis palabras, no me creería: dirá, quizá, que exagero. Además, los recuerdos adquieren siempre en la memoria los rasgos de la idealidad, de manera que no hay que confiar mucho en lo que dicen los viejos. ¡Nunca cuentan la historia como la vivieron , sino como la recuerdan! Por eso, le contaré la mía de la manera más objetiva, aunque también más fría: con esto quiero decir que se la referiré a usted tal y como la dejó escrita San Marcos en el capítulo décimo de su libro.

“Jesús estaba a punto de partir cuando corrió uno a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó:

“-Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?

“Jesús le respondió:

“-¿Por qué me llamas bueno? Uno solo es bueno: Dios. Ya conoces los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.

Él contestó:

“-Maestro, todo esto lo he practicado desde muy joven.

“Jesús lo miró, sintió cariño por él y le dijo:

“-Sólo una cosa te falta: anda a vender todo lo que tienes, dáselo a los pobres y así tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sígueme.

“Al oír estas palabras, el otro frunció el ceño y se puso muy triste, pues tenía muchos bienes” (Marcos 10, 17-22).

Y esto es todo lo que el evangelista dice respecto a mi persona. ¿Cómo supo que me había puesto en verdad muy triste? ¿Se lo reveló mi semblante? En todo caso, sí: me fui muy triste. ¡Me fui! Por eso nunca supe, sino hasta muchos años después, lo que Jesús, al verme partir, dijo en aquel momento a sus discípulos:

“¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!... Hijitos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios” (Marcos 10, 24-25).

¡Y bien, amigo mío, yo soy ese individuo del que el evangelista ni siquiera dice el nombre! Yo no tuve nombre para él, con todo lo que esto significa para un judío. ¿Nota usted el desprecio con que se refiere a mi persona? “Corrió uno a su encuentro”. Uno. ¿Se ha fijado usted que el rico de la parábola de Lucas, ese mismo que banqueteaba espléndidamente cada día mientras a las puertas de su casa se moría de hambre un mendigo, tampoco tiene nombre? El pobre sí tiene uno: se llama Lázaro. Pero el rico… No tener nombre significa no existir. O peor aún que eso: no existir para Dios.

¡Quién dijera que han pasado sesenta años desde entonces! Ahora soy un muerto que camina… ¡Sí, señor, hay muertos vivos! Yo morí hace sesenta años, aquel día en que Él paso a mi lado y, mirándome con amor, me dijo: “¡Sígueme!”.

Es verdad que sigo siendo un hombre rico, pero pronto dejaré de serlo, porque la muerte se acerca y todo lo dejaré. Contra lo que suele decirse, amigo, no hay muerto rico. ¡Los muertos son más pobres aún que los mendigos! Son los más pobres entre los pobres.

El otro día, a través de una puerta mal cerrada, oí lo que discutían mis hijos. Disputaban acerca de cuánto debía tocarle a cada uno, y negociaban acaloradamente con el primogénito, quien, por ley, recibiría más que todos. Es más, creo que incluso sus hermanos han dejado de hablarle. Y yo, mientras tanto, desde mi asiento, me pongo de su parte, y le pido a Dios que todo acabe de una vez. ¿Para qué seguir en este mundo? ¿Únicamente para verlos reñir?

¡No dejarles nada! ¡Con qué gusto lo haría! ¡Ah, si me hubiese atrevido hace sesenta años…!

Soy lo que se dice un hombre importante. Importante a los ojos de los hombres. Ante los de Dios, ya ve usted, ni siquiera tengo un nombre.

También Lucas habla de mí; y también él me trata con desprecio, limitándose a decir: “Cierto hombre le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’” (18, 18). Y despacha la historia con estas secas palabras: “Cuando él oyó esta respuesta (la que ya conoce usted, amigo), se puso muy triste porque era riquísimo”. Yo no soy Ismael, soy sólo uno, uno entre muchos: cierto hombre…

Amigo mío, ¿me escucha usted? Recoja mi confesión con el mismo respeto con que se recoge una lágrima: me muero de nostalgia. ¡Mi vida podría haber estado llena! ¿Qué habría sido de mí si…, si me hubiese atrevido? Porque bien claro oí lo que Él me dijo: “Después, ven y sígueme”. No fue un sueño, no. Él me invitaba a andar en su compañía, a formar parte se su grupo.

Jesús: maestro itinerante al que nunca se veía dos veces. Siempre andaba por caminos nuevos. Él pasaba…

“Temo a Cristo que pasa”, dijo un día, tal vez pensando en mí, el gran San Agustín. Hay que temerlo, sí, porque si te encuentra y te invita a seguirlo, y tú le dices que no, él seguirá adelante y tú te quedarás con la pena de lo que pudo haber sido…

“Temo a Cristo que pasa”. No estuvo nunca en un lugar fijo. ¿Para no dejarse encontrar por los temerosos y vacilantes? Es posible. Es, incluso, muy posible…

Para los evangelistas fui, una vez, “el joven rico”, pero ya no soy joven. ¡Han pasado tantos años desde que…! Pero, ¿conoce usted mi historia, señor? Si yo se la contara a usted con mis palabras, no me creería: dirá, quizá, que exagero. Además, los recuerdos adquieren siempre en la memoria los rasgos de la idealidad, de manera que no hay que confiar mucho en lo que dicen los viejos. ¡Nunca cuentan la historia como la vivieron , sino como la recuerdan! Por eso, le contaré la mía de la manera más objetiva, aunque también más fría: con esto quiero decir que se la referiré a usted tal y como la dejó escrita San Marcos en el capítulo décimo de su libro.

“Jesús estaba a punto de partir cuando corrió uno a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó:

“-Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?

“Jesús le respondió:

“-¿Por qué me llamas bueno? Uno solo es bueno: Dios. Ya conoces los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.

Él contestó:

“-Maestro, todo esto lo he practicado desde muy joven.

“Jesús lo miró, sintió cariño por él y le dijo:

“-Sólo una cosa te falta: anda a vender todo lo que tienes, dáselo a los pobres y así tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sígueme.

“Al oír estas palabras, el otro frunció el ceño y se puso muy triste, pues tenía muchos bienes” (Marcos 10, 17-22).

Y esto es todo lo que el evangelista dice respecto a mi persona. ¿Cómo supo que me había puesto en verdad muy triste? ¿Se lo reveló mi semblante? En todo caso, sí: me fui muy triste. ¡Me fui! Por eso nunca supe, sino hasta muchos años después, lo que Jesús, al verme partir, dijo en aquel momento a sus discípulos:

“¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!... Hijitos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios” (Marcos 10, 24-25).

¡Y bien, amigo mío, yo soy ese individuo del que el evangelista ni siquiera dice el nombre! Yo no tuve nombre para él, con todo lo que esto significa para un judío. ¿Nota usted el desprecio con que se refiere a mi persona? “Corrió uno a su encuentro”. Uno. ¿Se ha fijado usted que el rico de la parábola de Lucas, ese mismo que banqueteaba espléndidamente cada día mientras a las puertas de su casa se moría de hambre un mendigo, tampoco tiene nombre? El pobre sí tiene uno: se llama Lázaro. Pero el rico… No tener nombre significa no existir. O peor aún que eso: no existir para Dios.

¡Quién dijera que han pasado sesenta años desde entonces! Ahora soy un muerto que camina… ¡Sí, señor, hay muertos vivos! Yo morí hace sesenta años, aquel día en que Él paso a mi lado y, mirándome con amor, me dijo: “¡Sígueme!”.

Es verdad que sigo siendo un hombre rico, pero pronto dejaré de serlo, porque la muerte se acerca y todo lo dejaré. Contra lo que suele decirse, amigo, no hay muerto rico. ¡Los muertos son más pobres aún que los mendigos! Son los más pobres entre los pobres.

El otro día, a través de una puerta mal cerrada, oí lo que discutían mis hijos. Disputaban acerca de cuánto debía tocarle a cada uno, y negociaban acaloradamente con el primogénito, quien, por ley, recibiría más que todos. Es más, creo que incluso sus hermanos han dejado de hablarle. Y yo, mientras tanto, desde mi asiento, me pongo de su parte, y le pido a Dios que todo acabe de una vez. ¿Para qué seguir en este mundo? ¿Únicamente para verlos reñir?

¡No dejarles nada! ¡Con qué gusto lo haría! ¡Ah, si me hubiese atrevido hace sesenta años…!

Soy lo que se dice un hombre importante. Importante a los ojos de los hombres. Ante los de Dios, ya ve usted, ni siquiera tengo un nombre.

También Lucas habla de mí; y también él me trata con desprecio, limitándose a decir: “Cierto hombre le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’” (18, 18). Y despacha la historia con estas secas palabras: “Cuando él oyó esta respuesta (la que ya conoce usted, amigo), se puso muy triste porque era riquísimo”. Yo no soy Ismael, soy sólo uno, uno entre muchos: cierto hombre…

Amigo mío, ¿me escucha usted? Recoja mi confesión con el mismo respeto con que se recoge una lágrima: me muero de nostalgia. ¡Mi vida podría haber estado llena! ¿Qué habría sido de mí si…, si me hubiese atrevido? Porque bien claro oí lo que Él me dijo: “Después, ven y sígueme”. No fue un sueño, no. Él me invitaba a andar en su compañía, a formar parte se su grupo.

Jesús: maestro itinerante al que nunca se veía dos veces. Siempre andaba por caminos nuevos. Él pasaba…

“Temo a Cristo que pasa”, dijo un día, tal vez pensando en mí, el gran San Agustín. Hay que temerlo, sí, porque si te encuentra y te invita a seguirlo, y tú le dices que no, él seguirá adelante y tú te quedarás con la pena de lo que pudo haber sido…

“Temo a Cristo que pasa”. No estuvo nunca en un lugar fijo. ¿Para no dejarse encontrar por los temerosos y vacilantes? Es posible. Es, incluso, muy posible…