/ domingo 21 de junio de 2020

El valor de lo absoluto

Mientras conduzco bajo la lluvia, oigo la voz chillona de un periodista que, a causa de una película escandalosa, se encuentra comentando algo referente al Mundo Islámico. Pronuncia varias veces la palabra fanatismo, como si quisiera con ello advertirnos algo a los radioyentes. Al final de su larguísima perorata hizo votos para que los musulmanes aprendan de Occidente –así lo dijo- el relativismo de todas las cosas y, sobre todo, la encomiable virtud de la tolerancia.

Estoy de acuerdo en que el Mundo Islámico tiene muchas cosas que aprender de los viejos países cristianos, y en esto aplaudo calurosamente al periodista; y, sin embargo, hay algo en su discurso que no acaba de convencerme. Está bien: los musulmanes tienen que ser más tolerantes. Pero, ¿no hay nada, absolutamente nada, que los viejos países cristianos debamos aprender del Islam?

Sonrío al hacerme esta pregunta, sorprendido de que nadie, hasta ahora, haya planteado la cuestión tal y como yo me la he planteado a mí mismo en esta noche demasiado húmeda en la que, además de pensar, me dedico a sortear baches en el suelo y rayos caídos del cielo.

Somos nosotros los que hemos de enseñarles la relatividad de todas las cosas, ha dicho categóricamente el periodista; pero son ellos, digo yo, los que han de enseñarnos el valor de lo Absoluto. Para nosotros, cristianos de vieja cepa, si alguien pinta al Papa en un periódico con cara de perro u hocico de gato, no hay problema, y, por lo tanto, no pasará nada: el director no recibirá una sola carta de protesta. Pero pinta a Mahoma, el profeta, con las orejas de un perro o la pelambre de un gato, y ya verás cómo te va: mucho me temo que tendrás que esconderte durante un tiempo bastante largo y además en un lugar bien secreto. Para decirlo ya, ellos han de enseñarnos que hay cosas en este mundo con los que no se debe bromear bajo ningún concepto. Nosotros, pues, les enseñaremos la libertad, en tanto que ellos nos indicarán los límites.

El periodista tildaba a los musulmanes de extremistas. Pero nosotros, ¿no hemos ido a dar, por decirlo así, al extremo opuesto? Para ser francos, también nosotros somos extremistas, sólo que en sentido contrario, aunque de esto nadie dice nada. ¿No hemos llevado la irreverencia a extremos que causan horror? ¡Hay entre nosotros editoriales que no permiten a sus autores que escriban la palabra Dios con mayúscula! Me viene ahora a la memoria una novela de Georges Simenon (1903-1989), el famoso escritor belga, titulada La mirada inocente en la que una mujer grita como si tal cosa: “¡Maldito Dios! ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Conmigo no te metas!”. Sí, también nosotros somos extremistas, y extremistas aún más peligrosos que aquéllos, si cabe decirlo así, porque nosotros hemos decidido matar a Dios, borrarlo del mapa, hacerlo desaparecer, escribir su nombre santo con minúscula para dar a entender que se trata de algo que en realidad no importa. Nuestro terrorismo es de mayores alcances –quiero decir, más ambicioso- que el terrorismo islámico. Éste quiere hacer desaparecer a algunos hombres, pero el nuestro quiere asesinar a Dios.

Poco se ha hablado, por ejemplo, del papel que jugó la religión islámica en la conversión de uno de los hombres más interesantes del siglo XX: Charles de Foucauld (1858-1916). Era él un joven sin demasiadas preocupaciones religiosas –diríamos: un católico como hay tantos entre nosotros- hasta que llegó a Argelia para cumplir su servicio militar. Allí su vida “despreocupada y escéptica” tomó otro cariz. Porque Argelia no era Francia, sino otro mundo: un mundo distinto de cuantos había visto hasta entonces. Escribe de él uno de sus biógrafos:

“Charles de Foucauld no cree todavía. Pero en el blindaje de su escepticismo se ha abierto una pequeña grita por la que se introduce esa fuerza que crea a los cristianos. Mientras se ofrece por Francia se aproxima a Dios, pues en el sacrificio de los hombres reconoce a su Hijo, y se conmueve ante su vista. Apagada la insurrección de de Bu-Amana (1881), se establece en Argelia para disponer un gran viaje de exploración por Marruecos. Durante este viaje le impresiona profundamente la continua invocación a Dios que se eleva en torno suyo. Ese llamamiento a la oración, esos hombres postrados hacia Oriente cinco veces al día, ese nombre de Alá repetido sin cesar en las conversaciones y en los escritos; todo el aparto religioso de la vida musulmana le induce a decirse: ‘Y yo, yo no tengo religión’ ”.

Estas palabras son las que dieron comienzo a una vida de soledad y santidad en medio del desierto. Con ellas empezó todo. Sí, me digo a mí mismo mientras el periodista se desgañita repitiendo la palabra intolerancia, también nosotros somos intolerantes, pero sólo con respecto a Dios, lo que es más grave. Si los países de Occidente enseñáramos a los países islámicos el amor al hombre, y éstos nos enseñaran el amor a Dios, no todo estaría perdido. Nosotros les diríamos que toda vida, por pecadora que sea o por infiel que parezca, vale infinitamente a los ojos de Dios. Y ellos nos enseñarían a postrarnos –cosa ésta que ya hemos olvidado- y a amar a Dios como Él merece y quiere ser amado.

Llego a mi casa. La lluvia ha cesado. Y yo corro a mi cuarto, enciendo la computadora y me pongo a esbozar esta meditación para que no se me olvide. Muchas veces me ha ocurrido que un pensamiento que la noche anterior me tenía agarrado por el cuello, a la mañana siguiente se presenta en mi espíritu con la nebulosidad de un fantasma... Bien ya está: ya he dicho lo que quería decir. Y ahora, a la cama… Pero no sin antes hacer lo que haría invariablemente un musulmán: extender mi cuerpo sobre el piso, para luego decir a lo cristiano: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Y luego todo lo que sigue.

Mientras conduzco bajo la lluvia, oigo la voz chillona de un periodista que, a causa de una película escandalosa, se encuentra comentando algo referente al Mundo Islámico. Pronuncia varias veces la palabra fanatismo, como si quisiera con ello advertirnos algo a los radioyentes. Al final de su larguísima perorata hizo votos para que los musulmanes aprendan de Occidente –así lo dijo- el relativismo de todas las cosas y, sobre todo, la encomiable virtud de la tolerancia.

Estoy de acuerdo en que el Mundo Islámico tiene muchas cosas que aprender de los viejos países cristianos, y en esto aplaudo calurosamente al periodista; y, sin embargo, hay algo en su discurso que no acaba de convencerme. Está bien: los musulmanes tienen que ser más tolerantes. Pero, ¿no hay nada, absolutamente nada, que los viejos países cristianos debamos aprender del Islam?

Sonrío al hacerme esta pregunta, sorprendido de que nadie, hasta ahora, haya planteado la cuestión tal y como yo me la he planteado a mí mismo en esta noche demasiado húmeda en la que, además de pensar, me dedico a sortear baches en el suelo y rayos caídos del cielo.

Somos nosotros los que hemos de enseñarles la relatividad de todas las cosas, ha dicho categóricamente el periodista; pero son ellos, digo yo, los que han de enseñarnos el valor de lo Absoluto. Para nosotros, cristianos de vieja cepa, si alguien pinta al Papa en un periódico con cara de perro u hocico de gato, no hay problema, y, por lo tanto, no pasará nada: el director no recibirá una sola carta de protesta. Pero pinta a Mahoma, el profeta, con las orejas de un perro o la pelambre de un gato, y ya verás cómo te va: mucho me temo que tendrás que esconderte durante un tiempo bastante largo y además en un lugar bien secreto. Para decirlo ya, ellos han de enseñarnos que hay cosas en este mundo con los que no se debe bromear bajo ningún concepto. Nosotros, pues, les enseñaremos la libertad, en tanto que ellos nos indicarán los límites.

El periodista tildaba a los musulmanes de extremistas. Pero nosotros, ¿no hemos ido a dar, por decirlo así, al extremo opuesto? Para ser francos, también nosotros somos extremistas, sólo que en sentido contrario, aunque de esto nadie dice nada. ¿No hemos llevado la irreverencia a extremos que causan horror? ¡Hay entre nosotros editoriales que no permiten a sus autores que escriban la palabra Dios con mayúscula! Me viene ahora a la memoria una novela de Georges Simenon (1903-1989), el famoso escritor belga, titulada La mirada inocente en la que una mujer grita como si tal cosa: “¡Maldito Dios! ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Conmigo no te metas!”. Sí, también nosotros somos extremistas, y extremistas aún más peligrosos que aquéllos, si cabe decirlo así, porque nosotros hemos decidido matar a Dios, borrarlo del mapa, hacerlo desaparecer, escribir su nombre santo con minúscula para dar a entender que se trata de algo que en realidad no importa. Nuestro terrorismo es de mayores alcances –quiero decir, más ambicioso- que el terrorismo islámico. Éste quiere hacer desaparecer a algunos hombres, pero el nuestro quiere asesinar a Dios.

Poco se ha hablado, por ejemplo, del papel que jugó la religión islámica en la conversión de uno de los hombres más interesantes del siglo XX: Charles de Foucauld (1858-1916). Era él un joven sin demasiadas preocupaciones religiosas –diríamos: un católico como hay tantos entre nosotros- hasta que llegó a Argelia para cumplir su servicio militar. Allí su vida “despreocupada y escéptica” tomó otro cariz. Porque Argelia no era Francia, sino otro mundo: un mundo distinto de cuantos había visto hasta entonces. Escribe de él uno de sus biógrafos:

“Charles de Foucauld no cree todavía. Pero en el blindaje de su escepticismo se ha abierto una pequeña grita por la que se introduce esa fuerza que crea a los cristianos. Mientras se ofrece por Francia se aproxima a Dios, pues en el sacrificio de los hombres reconoce a su Hijo, y se conmueve ante su vista. Apagada la insurrección de de Bu-Amana (1881), se establece en Argelia para disponer un gran viaje de exploración por Marruecos. Durante este viaje le impresiona profundamente la continua invocación a Dios que se eleva en torno suyo. Ese llamamiento a la oración, esos hombres postrados hacia Oriente cinco veces al día, ese nombre de Alá repetido sin cesar en las conversaciones y en los escritos; todo el aparto religioso de la vida musulmana le induce a decirse: ‘Y yo, yo no tengo religión’ ”.

Estas palabras son las que dieron comienzo a una vida de soledad y santidad en medio del desierto. Con ellas empezó todo. Sí, me digo a mí mismo mientras el periodista se desgañita repitiendo la palabra intolerancia, también nosotros somos intolerantes, pero sólo con respecto a Dios, lo que es más grave. Si los países de Occidente enseñáramos a los países islámicos el amor al hombre, y éstos nos enseñaran el amor a Dios, no todo estaría perdido. Nosotros les diríamos que toda vida, por pecadora que sea o por infiel que parezca, vale infinitamente a los ojos de Dios. Y ellos nos enseñarían a postrarnos –cosa ésta que ya hemos olvidado- y a amar a Dios como Él merece y quiere ser amado.

Llego a mi casa. La lluvia ha cesado. Y yo corro a mi cuarto, enciendo la computadora y me pongo a esbozar esta meditación para que no se me olvide. Muchas veces me ha ocurrido que un pensamiento que la noche anterior me tenía agarrado por el cuello, a la mañana siguiente se presenta en mi espíritu con la nebulosidad de un fantasma... Bien ya está: ya he dicho lo que quería decir. Y ahora, a la cama… Pero no sin antes hacer lo que haría invariablemente un musulmán: extender mi cuerpo sobre el piso, para luego decir a lo cristiano: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”. Y luego todo lo que sigue.