/ domingo 9 de febrero de 2020

El traje humeante

¿Quién no conoce el famosísimo Himno de la caridad de San Pablo? Un cristiano medio lo habrá leído o escuchado unas cien veces a lo largo de su vida; acaso haya incluso quienes se lo sepan de memoria. Pero, entre más lo escuchamos, más inagotable nos parece.

“Ya puedo yo –dice Pablo allí- hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles que, si no tengo amor, no paso de ser una campana ruidosa o unos platillos que aturden” (1 Corintios 13, 1). En otras palabras, si no tengo amor, lo que digo es ruido. ¿Para qué he recibido el don de la palabra –el don de las palabras- sino para decir lo único que vale la pena escuchar? Si no va cargada de amor, mi voz produce el mismo sonido que un fierro viejo cuando es golpeado con un yunque.

“Ya puedo hablar inspirado y penetrar todo secreto y todo saber; ya puedo tener toda la fe, hasta mover montañas, que, si no tengo amor, no soy nada” (1 Corintios 13, 2). Dicho de otra manera: la pared de mi estudio puede estar tapizada de reconocimientos académicos, títulos universitarios y diplomas honoríficos; puedo tener dos o tres doctorados, pero si no tengo amor ni soy capaz de amar, soy el hombre más ignorante y más analfabeto del planeta, pues la ciencia suprema se me escapa. Mis títulos universitarios hablan de las habilidades de mi cerebro, pero nada dicen de la inteligencia de mi corazón.

“Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo; ya, incluso, puedo dejarme quemar vivo, que, si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13, 3)…

¡Un momento! ¿Cómo es eso? Lo de la limosna lo comprendo: hay, como dice Jesús, quien distribuye billetes y cheques con el único fin de que lo vean. Y, por lo demás, no es necesario haber visto el Teletón para darse cuenta de que hay quien da millones a cambio de limpiar su nombre, promover una marca o hacerse publicidad. Pero, ¿dejarse quemar vivo? ¿No es ésta una exageración de Pablo? Pues bien, no, no exagera. Y para demostrarlo me valdré de la siguiente historia:

Hubo una vez en Francia, según cuenta Paul Bourget (1852-1935) en ese monumento literario que es su novela El demonio de mediodía, un hombre llamado Louis Savignan. Tenía veinte años de edad y era lo que podría llamarse un espejo de virtud. Desde pequeño había trabajado su alma como un artista trabaja una escultura. Tal vez no hubiese en todo el país un joven más correcto, ni más honesto, ni más guapo que él. Y, sin embargo…

Un día, hubo en una aldea cercana a Burdeos un incendio que aterrorizó a la población entera. Todos salían a las calles despavoridos, y una mujer, jalándose los cabellos, gritaba más que los otros. “¡Quiero a mi hijo!”, decía. “Tan agudos eran sus gritos, su rostro expresaba angustia tan apasionada y con tan espantoso frenesí se retorcía las manos, que acabó por constituir, entre la apiñada y curiosa muchedumbre, el centro de una agrupación. La ruda energía de sus rasgos atrajo hacia ella el interés de cuantos podían verla y oírla. El drama del enorme incendio quedó reducido al drama de aquel dolor maternal”.

“¡Mi hijo! ¡Mi hijo! Señor oficial, ¡mi hijo!”, seguía gritando la mujer. Y es que el hijo se había quedo en casa, en una habitación del segundo piso, y no tardaría nada en alcanzarlo el fuego.

“De pronto, y sin que nadie tratase de contener aquel arranque de abnegación insensata –arranque que todo aquel gentío se consideraba obligado a realizar-, un hombre se precipitó en el grupo de los oficiales y soldados, arrancó la llave de las manos de la madre, que proseguía gritando: ‘¡Mi hijo! ¡Mi hijo!’, y, velozmente, penetró en la casa”.

Se trataba, por supuesto, de Louis Savignan. “Al cabo de algunos minutos de angustiosa espera, reapareció con el rostro quemado, las manos quemadas, los cabellos quemados y el traje humeante, pero conduciendo ileso al niño que acababa de despertar. No es posible describir ni el delirio de la madre, ni las aclamaciones de la multitud, mientras se llevaban al salvador, que había perdido el conocimiento”…

Sí, Louis Savignan era todo un héroe. Y cuando se curó de las quemaduras, todos inclinaban la cabeza al verlo pasar. ¿Qué mujer no habría querido tener por marido a un hombre como éste? Y, sin embargo, nuestro joven modelo no se mostraba feliz. Un amigo suyo, más tarde, le preguntó por qué.

“-Louis –le dijo-, ¿qué te pasa? Deberías sentirte muy satisfecho y muy orgulloso; es una felicidad poder ofrecer a Dios, cuando se comparezca ante Él, acciones hermosas como la que realizaste tú.

“-Nada tendré que ofrecer a Dios –respondió el héroe-; no he realizado una buena acción. La verdad es que, cuando salvé al niño, lo que quería era morir. Soy demasiado creyente para matarme, pero un suicidio así me estaba permitido, y yo lo he intentado. Según parece, Dios quiere que yo viva; pues bien, viviré. ¡Pero qué duro es, amigo mío, qué duro es!”.

Louis amaba a una hermosa joven de su misma edad llamada Geniviève, y todo parecía indicar que era correspondido. Pero como ésta, sin decirle una palabra ni explicarle nada, se había ido a París y se había casado con otro, con un millonario, Louis, de improviso, decidió quitarse la vida echándose a las llamas. ¿Qué mejor ocasión que ésta para acabar con todo de una maldita vez? Pegarse un tiro en la sien… Lo había pensado, pero lo detenían sus escrúpulos religiosos. Mas cuando vio aquel incendio, no quiso perder la oportunidad. Era ahora o nunca…

¡Ah, qué fino psicólogo era San Pablo! Sí, en efecto, puedo dejarme quemar vivo, pero si no lo hago por amor, por amor auténtico, verdadero, de nada me sirve.

¿Quién no conoce el famosísimo Himno de la caridad de San Pablo? Un cristiano medio lo habrá leído o escuchado unas cien veces a lo largo de su vida; acaso haya incluso quienes se lo sepan de memoria. Pero, entre más lo escuchamos, más inagotable nos parece.

“Ya puedo yo –dice Pablo allí- hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles que, si no tengo amor, no paso de ser una campana ruidosa o unos platillos que aturden” (1 Corintios 13, 1). En otras palabras, si no tengo amor, lo que digo es ruido. ¿Para qué he recibido el don de la palabra –el don de las palabras- sino para decir lo único que vale la pena escuchar? Si no va cargada de amor, mi voz produce el mismo sonido que un fierro viejo cuando es golpeado con un yunque.

“Ya puedo hablar inspirado y penetrar todo secreto y todo saber; ya puedo tener toda la fe, hasta mover montañas, que, si no tengo amor, no soy nada” (1 Corintios 13, 2). Dicho de otra manera: la pared de mi estudio puede estar tapizada de reconocimientos académicos, títulos universitarios y diplomas honoríficos; puedo tener dos o tres doctorados, pero si no tengo amor ni soy capaz de amar, soy el hombre más ignorante y más analfabeto del planeta, pues la ciencia suprema se me escapa. Mis títulos universitarios hablan de las habilidades de mi cerebro, pero nada dicen de la inteligencia de mi corazón.

“Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo; ya, incluso, puedo dejarme quemar vivo, que, si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13, 3)…

¡Un momento! ¿Cómo es eso? Lo de la limosna lo comprendo: hay, como dice Jesús, quien distribuye billetes y cheques con el único fin de que lo vean. Y, por lo demás, no es necesario haber visto el Teletón para darse cuenta de que hay quien da millones a cambio de limpiar su nombre, promover una marca o hacerse publicidad. Pero, ¿dejarse quemar vivo? ¿No es ésta una exageración de Pablo? Pues bien, no, no exagera. Y para demostrarlo me valdré de la siguiente historia:

Hubo una vez en Francia, según cuenta Paul Bourget (1852-1935) en ese monumento literario que es su novela El demonio de mediodía, un hombre llamado Louis Savignan. Tenía veinte años de edad y era lo que podría llamarse un espejo de virtud. Desde pequeño había trabajado su alma como un artista trabaja una escultura. Tal vez no hubiese en todo el país un joven más correcto, ni más honesto, ni más guapo que él. Y, sin embargo…

Un día, hubo en una aldea cercana a Burdeos un incendio que aterrorizó a la población entera. Todos salían a las calles despavoridos, y una mujer, jalándose los cabellos, gritaba más que los otros. “¡Quiero a mi hijo!”, decía. “Tan agudos eran sus gritos, su rostro expresaba angustia tan apasionada y con tan espantoso frenesí se retorcía las manos, que acabó por constituir, entre la apiñada y curiosa muchedumbre, el centro de una agrupación. La ruda energía de sus rasgos atrajo hacia ella el interés de cuantos podían verla y oírla. El drama del enorme incendio quedó reducido al drama de aquel dolor maternal”.

“¡Mi hijo! ¡Mi hijo! Señor oficial, ¡mi hijo!”, seguía gritando la mujer. Y es que el hijo se había quedo en casa, en una habitación del segundo piso, y no tardaría nada en alcanzarlo el fuego.

“De pronto, y sin que nadie tratase de contener aquel arranque de abnegación insensata –arranque que todo aquel gentío se consideraba obligado a realizar-, un hombre se precipitó en el grupo de los oficiales y soldados, arrancó la llave de las manos de la madre, que proseguía gritando: ‘¡Mi hijo! ¡Mi hijo!’, y, velozmente, penetró en la casa”.

Se trataba, por supuesto, de Louis Savignan. “Al cabo de algunos minutos de angustiosa espera, reapareció con el rostro quemado, las manos quemadas, los cabellos quemados y el traje humeante, pero conduciendo ileso al niño que acababa de despertar. No es posible describir ni el delirio de la madre, ni las aclamaciones de la multitud, mientras se llevaban al salvador, que había perdido el conocimiento”…

Sí, Louis Savignan era todo un héroe. Y cuando se curó de las quemaduras, todos inclinaban la cabeza al verlo pasar. ¿Qué mujer no habría querido tener por marido a un hombre como éste? Y, sin embargo, nuestro joven modelo no se mostraba feliz. Un amigo suyo, más tarde, le preguntó por qué.

“-Louis –le dijo-, ¿qué te pasa? Deberías sentirte muy satisfecho y muy orgulloso; es una felicidad poder ofrecer a Dios, cuando se comparezca ante Él, acciones hermosas como la que realizaste tú.

“-Nada tendré que ofrecer a Dios –respondió el héroe-; no he realizado una buena acción. La verdad es que, cuando salvé al niño, lo que quería era morir. Soy demasiado creyente para matarme, pero un suicidio así me estaba permitido, y yo lo he intentado. Según parece, Dios quiere que yo viva; pues bien, viviré. ¡Pero qué duro es, amigo mío, qué duro es!”.

Louis amaba a una hermosa joven de su misma edad llamada Geniviève, y todo parecía indicar que era correspondido. Pero como ésta, sin decirle una palabra ni explicarle nada, se había ido a París y se había casado con otro, con un millonario, Louis, de improviso, decidió quitarse la vida echándose a las llamas. ¿Qué mejor ocasión que ésta para acabar con todo de una maldita vez? Pegarse un tiro en la sien… Lo había pensado, pero lo detenían sus escrúpulos religiosos. Mas cuando vio aquel incendio, no quiso perder la oportunidad. Era ahora o nunca…

¡Ah, qué fino psicólogo era San Pablo! Sí, en efecto, puedo dejarme quemar vivo, pero si no lo hago por amor, por amor auténtico, verdadero, de nada me sirve.