/ sábado 5 de octubre de 2019

El toro de falaris

He aquí, señores, lo que el 29 de marzo de 1893, Jules Renard escribió en su diario: “Los hombres felices no tienen talento”. ¿Qué piensan ustedes de esta frase lapidaria que a simple vista nos parece injusta? ¿Es, de veras, la felicidad enemiga del arte? O dicho de otra manera: ¿hay o no hay artistas felices? Para resolver esta cuestión nos hemos reunido esta tarde. Y como el azar ha querido que sea yo quien abra el debate, séame permitido exponer mis argumentos con la tranquilidad de quien sabe que no será interrumpido. Se trata, claro, está, de una tranquilidad relativa, pues entre el dar comienzo y el terminar no deberé exceder los diez minutos que nos impone el reglamento para cada intervención.

“Los hombres felices no tienen talento”. ¿Cómo es eso? En realidad es muy sencillo, y yo lo explicaría así: para escribir, para esculpir, para pintar, es necesario, ante todo, estar solos; no tener una invitación a cenar hoy por la noche, ni una ida al cine o al teatro con las personas que queremos. De manera que es verdad: las personas felices no tienen talento. O lo tienen corto, porque no se dan tiempo a sí mismos para ejercitarlo. ¡Oh, no es que no posean dotes excepcionales! Es que son felices, he ahí todo.

Tal vez recuerden ustedes, señores, lo que una vez se preguntó Aristóteles: “¿Por qué motivo todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta el punto de verse atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra?”.

Si ni el sutil Aristóteles halló respuesta para tal pregunta, ¿cómo podría yo, con mis modestos recursos, superar al maestro? No obstante, señores, quedémonos con esta observación, muy atinada, por lo demás: los artistas suelen ser, por lo general, gentes muy tristes.

Yo he visto llorar a muchos hombres y mujeres mientras escuchaban arrobados ElConcierto de Aranjuez. Pero, ¿habría compuesto Joaquín Rodrigo este concierto si su hijo, el hijo tan esperado, no hubiese muerto al nacer? Si la admiración es la madre de la filosofía, la de las obras de arte es casi siempre el dolor.

Y, por otro lado, ¿qué fue lo que escribió una vez ese gran filósofo ante el que todos, por lo menos en este recinto, nos quitamos el sombrero? Me refiero, claro está, a Sören Kierkegaard. ¿Me permitirán los señores que les lea por lo menos el prólogo de un libro suyo titulado Diapsálmata, donde dice estas palabras que, así lo espero, los harán estremecerse en sus sillones?

“¿Qué es un poeta? Es un hombre desgraciado que oculta profundas penas en su corazón, pero cuyos labios están hechos de tal manera que los gemidos y los gritos, al salir por ellos, suenan como una música bella. Al poeta le sucede lo que a los pobres infelices que eran quemados a fuego lento en el interior del toro de Falaris, esto es, que sus gritos llegaban al oído del tirano no causándole espanto, sino que le sonaban como la más suave música. Y, sin embargo, los hombres se arremolinan en torno al poeta y le ruegan: ‘¡Canta, canta otra vez!’. Que es como si le dijeran: ‘¡Que tu alma sea víctima de nuevos sufrimientos, pero que tus labios sigan siendo los de antes! Porque los gritos nos asustarían, pero la música es suave’. Y también los críticos entran a formar parte del corro y dicen: ‘Muy bien, puesto que así lo ordenan los cánones de la estética’. Claro que un crítico se parece mucho a un poeta, pero con la sola diferencia de que no tiene penas en el corazón ni música en los labios”…

¿Qué es, pues, un poeta? ¿Qué es un artista? Ya lo dijo nuestro filósofo: un hombre que oculta penas hondas en su corazón. La definición, señores, nos debería parecer satisfactoria; pero antes de validarla es preciso reconocer que no todos los hombres que guardan penas profundas en su corazón son poetas ni artistas. Lo cual quiere decir que mientras éstos, para consolarse, lloran, aquéllos, para aliviarse, crean: ora dan forma a una escultura, ora componen un concierto, ora escriben una novela o un poema. Sus lágrimas son de tinta, y sus gemidos canciones.

De este modo, queridos contertulios, hemos vuelto a nuestro punto de partida. No es que las personas felices no tengan talento, pero es que aman y son amados, y lo que les falta para crear obras bellas es, al menos, tiempo. El amor no deja tiempo para otra cosa que no sea el amor.

Y así os lo diré esta tarde: para cantar, como para escribir, es necesaria una cierta dosis (aunque sea mínima, lo reconozco) de infelicidad. Dijo RudyardKipling una vez que, “sin duda, el canto era un digno y bello ejercicio, pero que ningunos labios –y se podía estar seguro de ello- se abrirían para cantar si otros labios estuvieran besándolos”. Dígase lo mismo de la escritura: el que abraza, el que acaricia, por tener las manos ocupadas, está imposibilitado para escribir: es, en cierto sentido, como si las tuviese encadenadas.

Todo arte, señores, es melancólico y nace de una carencia. De manera que, si alguna vez lloran ustedes –y yo espero de todo corazón que alguna vez tengan ocasión de practicar este sano ejercicio espiritual-, elijan una de estas dos cosas: llorar lágrimas comunes y saladas, o convertir su dolor no en amargura, sino en una hermosa obra de arte.

La felicidad, como el cielo, no tiene historia; pero la desgracia tiene siempre una. Contadla, entonces, lo mejor que pudiereis. Y entonces cultivaréis ese talento del que, según Jules Renard, carecen las personas felices.

Veo, amigos míos, que nuestro moderador comienza a hacerme señas levantando discretamente su sombrero. Lo cual quiere decir que mi tiempo se ha agotado. Muchas gracias por su atención, y que tengan todos una excelente noche.


He aquí, señores, lo que el 29 de marzo de 1893, Jules Renard escribió en su diario: “Los hombres felices no tienen talento”. ¿Qué piensan ustedes de esta frase lapidaria que a simple vista nos parece injusta? ¿Es, de veras, la felicidad enemiga del arte? O dicho de otra manera: ¿hay o no hay artistas felices? Para resolver esta cuestión nos hemos reunido esta tarde. Y como el azar ha querido que sea yo quien abra el debate, séame permitido exponer mis argumentos con la tranquilidad de quien sabe que no será interrumpido. Se trata, claro, está, de una tranquilidad relativa, pues entre el dar comienzo y el terminar no deberé exceder los diez minutos que nos impone el reglamento para cada intervención.

“Los hombres felices no tienen talento”. ¿Cómo es eso? En realidad es muy sencillo, y yo lo explicaría así: para escribir, para esculpir, para pintar, es necesario, ante todo, estar solos; no tener una invitación a cenar hoy por la noche, ni una ida al cine o al teatro con las personas que queremos. De manera que es verdad: las personas felices no tienen talento. O lo tienen corto, porque no se dan tiempo a sí mismos para ejercitarlo. ¡Oh, no es que no posean dotes excepcionales! Es que son felices, he ahí todo.

Tal vez recuerden ustedes, señores, lo que una vez se preguntó Aristóteles: “¿Por qué motivo todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta el punto de verse atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra?”.

Si ni el sutil Aristóteles halló respuesta para tal pregunta, ¿cómo podría yo, con mis modestos recursos, superar al maestro? No obstante, señores, quedémonos con esta observación, muy atinada, por lo demás: los artistas suelen ser, por lo general, gentes muy tristes.

Yo he visto llorar a muchos hombres y mujeres mientras escuchaban arrobados ElConcierto de Aranjuez. Pero, ¿habría compuesto Joaquín Rodrigo este concierto si su hijo, el hijo tan esperado, no hubiese muerto al nacer? Si la admiración es la madre de la filosofía, la de las obras de arte es casi siempre el dolor.

Y, por otro lado, ¿qué fue lo que escribió una vez ese gran filósofo ante el que todos, por lo menos en este recinto, nos quitamos el sombrero? Me refiero, claro está, a Sören Kierkegaard. ¿Me permitirán los señores que les lea por lo menos el prólogo de un libro suyo titulado Diapsálmata, donde dice estas palabras que, así lo espero, los harán estremecerse en sus sillones?

“¿Qué es un poeta? Es un hombre desgraciado que oculta profundas penas en su corazón, pero cuyos labios están hechos de tal manera que los gemidos y los gritos, al salir por ellos, suenan como una música bella. Al poeta le sucede lo que a los pobres infelices que eran quemados a fuego lento en el interior del toro de Falaris, esto es, que sus gritos llegaban al oído del tirano no causándole espanto, sino que le sonaban como la más suave música. Y, sin embargo, los hombres se arremolinan en torno al poeta y le ruegan: ‘¡Canta, canta otra vez!’. Que es como si le dijeran: ‘¡Que tu alma sea víctima de nuevos sufrimientos, pero que tus labios sigan siendo los de antes! Porque los gritos nos asustarían, pero la música es suave’. Y también los críticos entran a formar parte del corro y dicen: ‘Muy bien, puesto que así lo ordenan los cánones de la estética’. Claro que un crítico se parece mucho a un poeta, pero con la sola diferencia de que no tiene penas en el corazón ni música en los labios”…

¿Qué es, pues, un poeta? ¿Qué es un artista? Ya lo dijo nuestro filósofo: un hombre que oculta penas hondas en su corazón. La definición, señores, nos debería parecer satisfactoria; pero antes de validarla es preciso reconocer que no todos los hombres que guardan penas profundas en su corazón son poetas ni artistas. Lo cual quiere decir que mientras éstos, para consolarse, lloran, aquéllos, para aliviarse, crean: ora dan forma a una escultura, ora componen un concierto, ora escriben una novela o un poema. Sus lágrimas son de tinta, y sus gemidos canciones.

De este modo, queridos contertulios, hemos vuelto a nuestro punto de partida. No es que las personas felices no tengan talento, pero es que aman y son amados, y lo que les falta para crear obras bellas es, al menos, tiempo. El amor no deja tiempo para otra cosa que no sea el amor.

Y así os lo diré esta tarde: para cantar, como para escribir, es necesaria una cierta dosis (aunque sea mínima, lo reconozco) de infelicidad. Dijo RudyardKipling una vez que, “sin duda, el canto era un digno y bello ejercicio, pero que ningunos labios –y se podía estar seguro de ello- se abrirían para cantar si otros labios estuvieran besándolos”. Dígase lo mismo de la escritura: el que abraza, el que acaricia, por tener las manos ocupadas, está imposibilitado para escribir: es, en cierto sentido, como si las tuviese encadenadas.

Todo arte, señores, es melancólico y nace de una carencia. De manera que, si alguna vez lloran ustedes –y yo espero de todo corazón que alguna vez tengan ocasión de practicar este sano ejercicio espiritual-, elijan una de estas dos cosas: llorar lágrimas comunes y saladas, o convertir su dolor no en amargura, sino en una hermosa obra de arte.

La felicidad, como el cielo, no tiene historia; pero la desgracia tiene siempre una. Contadla, entonces, lo mejor que pudiereis. Y entonces cultivaréis ese talento del que, según Jules Renard, carecen las personas felices.

Veo, amigos míos, que nuestro moderador comienza a hacerme señas levantando discretamente su sombrero. Lo cual quiere decir que mi tiempo se ha agotado. Muchas gracias por su atención, y que tengan todos una excelente noche.