/ domingo 17 de abril de 2022

El tintineo de las almas


Como mi coche se ha puesto en huelga y ha decidido que hoy no va a moverse de su sitio, a no ser que con grúa, en vez de perder tiempo rogándole que me lleve adonde voy, he decidido tomar el autobús. ¡Uno, claro, tiene su dignidad!

Pero el autobús no pasa y me pongo a leer el libro que me he traído conmigo. De pronto, una voz grave, como de ultratumba, interrumpe mi lectura.

-¿Hace mucho que espera, señor?

Era un anciano con bastón corto y ojos angustiados.

-Cinco minutos –digo-. Acaso seis.

-Seis minutos –dice el anciano-. Después de todo, si uno se fija bien, no es mucho tiempo. A veces es preciso esperarlo quince o veinte.

-¡Oh! –exclamo.

-Sin embargo, el día es espléndido, ¿no le parece?

-Me lo parece –digo yo-. ¡Ya lo creo que es espléndido!

-No hace calor ni tampoco frío.

-Es un día muy equilibrado.

-Sí –repite el anciano-, muy equilibrado. Ni frío ni calor. El calor me mata, pero el frío también.

-Todo nos mata cuando es extremo –digo yo, adoptando una pose pascaliana, es decir, filosfófica.

-Es que todos los extremos son malos. El frío congela y el calor derrite.

-Así es.

-Yo, por ejemplo, no podría vivir en Suecia, Dinamarca o Finlandia. Pero tampoco en el Sahara, amigo mío, ni en sus inmediaciones. Por eso he decidido vivir aquí, donde los días son templados o, como usted dice, equilibrados. ¡Debe reconocer que la nuestra es una bella ciudad, amigo mío!

-Lo reconozco. Y, por lo demás, yo tampoco podría vivir en Suecia, Dinamarca o Finlandia –digo en el tono de quien confía un secreto-. ¡Y menos aún en el Sahara!

-Je, je –dice el viejo-. No me lo diga: por eso ha decidido usted vivir aquí…

-La verdad es que no había yo pensado en eso, pero tiene usted razón, estimado señor. Por eso he decidido vivir aquí.

-También debo decirle que me gusta que llueva, siempre y cuando no me moje.

-¿Prefiere entonces ver llover?

-¡Así es! ¡Así es! Me ha leído usted el pensamiento. Me gusta espiar las gotas que caen, pero sólo a través de las ventanas.

-Se trata siempre de un bello espectáculo.

-De un espectáculo y de un concierto, todo al mismo tiempo –dice el venerable anciano-. Y a propósito de conciertos; quiero decir, de sonidos, ¿no oye usted el de un potente motor que se acerca?

-¡Qué oído tiene usted, estimado señor! En efecto, nuestro esperado autobús hace su aparición en la distancia. Ya desde aquí le veo sus colores azul y blanco.

Ayudé al anciano a subir, me acomodé en un asiento trasero –no sé por qué desde joven he preferido los asientos traseros de los autobuses- y abrí el libro que traía conmigo. Pero ya no pude leer, y no por el traqueteo del vehículo, sino porque me sentí culpable. Culpable de ese diálogo estúpido que había sostenido con aquel anciano que, en los asientos de adelante, fatigado, cabeceaba apoyándose en el mango de su bastón. Diálogo estúpido, sí, y absurdo como el teatro de Ionesco.

Vuelvo a abrir el libro. “¡No era difícil imaginarse las conversaciones pedantes en la calle de Turín, llenas de disputas, de principios inderogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos! Qué diferencia de nuestras charlas a la hora de la cena, llenas de ocurrencias y desvaríos, donde lo que importaba era oírnos conversar todos juntos y descubrir las manías y las inclinaciones secretas de cada uno, el tintineo de las almas” (Fabio Morábito, La lenta furia).

El tintineo de las almas. Me gusta esta expresión. Hay almas, en efecto, de las que escuchas únicamente el tintineo. Esta mañana, en la parada del autobús, el anciano del bastón y yo hemos sólo tintineado. Cuenta un autor francés en lo que él llama sus memorias diplomaticas que en Dinamarca, donde su padre era embajador, “cuando la corte iba al teatro, era menester que, en los entreactos, los príncipes y las princesas aparentasen sostener animadas conversaciones.

Para dar al público esta impresión, tenían la costumbre de contar hasta cien: 1,2,3,4,5,6, decía el príncipe heredero; 7,8,9,10,11, respondía la princesa real; 12,13,14, replicaba resueltamente la princesa Ingebord; 15,16,17,18,19,20,21,22, respondía, a su vez, la princesa Thura. ¡Oh, qué alegres estn la princesa Thura. “¡Oh, qué tan alegres están nuestros príncipes!”, decía el público, encantado” (Vladimir d’Ormesson, Enfances diplomatiques).

¡Qué traición a la palabra! ¡El don que hemos recibido para dar a otros lo mejor de nosotros mismos convertido en papaloteo insustancial! “En adelante, ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamaré amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí a mi padre” (Juan 15, 15), dijo un día Jesús a sus discípulos. Y Pedro, otro día, le confesó: “¡Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna!” (Juan 6, 68).

Hoy he pecado contra la palabra. Hoy, a la hora de completas, antes de dormirme, pediré a Dios perdón por haber escondido mi talento y dado hojalata cuando pude haber regalado oro. ¡Pobre anciano mío, qué te he dado! Pediré perdón por haber recibido una lámpara y haberla ocultado debajo de la cama.


Como mi coche se ha puesto en huelga y ha decidido que hoy no va a moverse de su sitio, a no ser que con grúa, en vez de perder tiempo rogándole que me lleve adonde voy, he decidido tomar el autobús. ¡Uno, claro, tiene su dignidad!

Pero el autobús no pasa y me pongo a leer el libro que me he traído conmigo. De pronto, una voz grave, como de ultratumba, interrumpe mi lectura.

-¿Hace mucho que espera, señor?

Era un anciano con bastón corto y ojos angustiados.

-Cinco minutos –digo-. Acaso seis.

-Seis minutos –dice el anciano-. Después de todo, si uno se fija bien, no es mucho tiempo. A veces es preciso esperarlo quince o veinte.

-¡Oh! –exclamo.

-Sin embargo, el día es espléndido, ¿no le parece?

-Me lo parece –digo yo-. ¡Ya lo creo que es espléndido!

-No hace calor ni tampoco frío.

-Es un día muy equilibrado.

-Sí –repite el anciano-, muy equilibrado. Ni frío ni calor. El calor me mata, pero el frío también.

-Todo nos mata cuando es extremo –digo yo, adoptando una pose pascaliana, es decir, filosfófica.

-Es que todos los extremos son malos. El frío congela y el calor derrite.

-Así es.

-Yo, por ejemplo, no podría vivir en Suecia, Dinamarca o Finlandia. Pero tampoco en el Sahara, amigo mío, ni en sus inmediaciones. Por eso he decidido vivir aquí, donde los días son templados o, como usted dice, equilibrados. ¡Debe reconocer que la nuestra es una bella ciudad, amigo mío!

-Lo reconozco. Y, por lo demás, yo tampoco podría vivir en Suecia, Dinamarca o Finlandia –digo en el tono de quien confía un secreto-. ¡Y menos aún en el Sahara!

-Je, je –dice el viejo-. No me lo diga: por eso ha decidido usted vivir aquí…

-La verdad es que no había yo pensado en eso, pero tiene usted razón, estimado señor. Por eso he decidido vivir aquí.

-También debo decirle que me gusta que llueva, siempre y cuando no me moje.

-¿Prefiere entonces ver llover?

-¡Así es! ¡Así es! Me ha leído usted el pensamiento. Me gusta espiar las gotas que caen, pero sólo a través de las ventanas.

-Se trata siempre de un bello espectáculo.

-De un espectáculo y de un concierto, todo al mismo tiempo –dice el venerable anciano-. Y a propósito de conciertos; quiero decir, de sonidos, ¿no oye usted el de un potente motor que se acerca?

-¡Qué oído tiene usted, estimado señor! En efecto, nuestro esperado autobús hace su aparición en la distancia. Ya desde aquí le veo sus colores azul y blanco.

Ayudé al anciano a subir, me acomodé en un asiento trasero –no sé por qué desde joven he preferido los asientos traseros de los autobuses- y abrí el libro que traía conmigo. Pero ya no pude leer, y no por el traqueteo del vehículo, sino porque me sentí culpable. Culpable de ese diálogo estúpido que había sostenido con aquel anciano que, en los asientos de adelante, fatigado, cabeceaba apoyándose en el mango de su bastón. Diálogo estúpido, sí, y absurdo como el teatro de Ionesco.

Vuelvo a abrir el libro. “¡No era difícil imaginarse las conversaciones pedantes en la calle de Turín, llenas de disputas, de principios inderogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos! Qué diferencia de nuestras charlas a la hora de la cena, llenas de ocurrencias y desvaríos, donde lo que importaba era oírnos conversar todos juntos y descubrir las manías y las inclinaciones secretas de cada uno, el tintineo de las almas” (Fabio Morábito, La lenta furia).

El tintineo de las almas. Me gusta esta expresión. Hay almas, en efecto, de las que escuchas únicamente el tintineo. Esta mañana, en la parada del autobús, el anciano del bastón y yo hemos sólo tintineado. Cuenta un autor francés en lo que él llama sus memorias diplomaticas que en Dinamarca, donde su padre era embajador, “cuando la corte iba al teatro, era menester que, en los entreactos, los príncipes y las princesas aparentasen sostener animadas conversaciones.

Para dar al público esta impresión, tenían la costumbre de contar hasta cien: 1,2,3,4,5,6, decía el príncipe heredero; 7,8,9,10,11, respondía la princesa real; 12,13,14, replicaba resueltamente la princesa Ingebord; 15,16,17,18,19,20,21,22, respondía, a su vez, la princesa Thura. ¡Oh, qué alegres estn la princesa Thura. “¡Oh, qué tan alegres están nuestros príncipes!”, decía el público, encantado” (Vladimir d’Ormesson, Enfances diplomatiques).

¡Qué traición a la palabra! ¡El don que hemos recibido para dar a otros lo mejor de nosotros mismos convertido en papaloteo insustancial! “En adelante, ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamaré amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí a mi padre” (Juan 15, 15), dijo un día Jesús a sus discípulos. Y Pedro, otro día, le confesó: “¡Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna!” (Juan 6, 68).

Hoy he pecado contra la palabra. Hoy, a la hora de completas, antes de dormirme, pediré a Dios perdón por haber escondido mi talento y dado hojalata cuando pude haber regalado oro. ¡Pobre anciano mío, qué te he dado! Pediré perdón por haber recibido una lámpara y haberla ocultado debajo de la cama.