/ miércoles 4 de abril de 2018

El primo de Jesús

Ayer caminé por calles que hace tiempo, mucho tiempo no lo hacía. Y los recuerdos llegaron de pronto, tal y como la noche, en el ocaso, en solo un instante sucede al día. Finalmente mis pasos llegaron al mismo templo.

Así de pronto, como el abrir de los ojos después de un largo sueño. Estaba ahí la iglesia de mis recuerdos y estaban también los mismos árboles, solo que al igual que yo mismo, mucho más viejos. Pero cierto estoy en que son los mismos, por que se bien que podré no acordarme del numero de mi teléfono, pero de ellos sí que recuerdo, y podría decir, hasta la distancia que los separa a uno de otro, desde aquellos tiempos, ahí en el jardín frente al templo.


Ahí me llevaba mi madre de pequeño, caminando de la mano a su lado por esas calles que no sabían conducir a ningún otro lado si no al templo, arroyos de adoquín, banquetas angostas, húmedas, altas las paredes y aquel silencio que dejaba escuchar el suspiro de mi joven madre, sentir el temblor de su mano, implícita invitación a pensar aún y sin conocerlo, en el verso que más que decir, reza. “Cuando allá dentro se encuentran el dolor con el sentido, suspiro es el estallido que resulta del encuentro”.


Bisagras en cada lado, ocho gordas bisagras en cada hoja de la tremenda puerta. Los grabados en la madera que no se podían contemplar por que todo era de prisa. Brincar el madero inferior a modo de travesaño. Gastado, muy tallado por el roce de tantas suelas, seguramente también por muchos tropezones, todo para traspasar el umbral aquel, y penetrar un sitio de profundidad, silencio y misterio. Caminando hasta allá, en las entrañas del templo de San Juan de Dios, para ir a postrarse ante San Martín de Porres, un santo ahora tal vez borrado de la lista de los buenos, no lo sé, solo sé que ahí mismo mi madre lloraba, pedía y hablaba con él, yo le ponía mucho cuidado a ver si el santo parpadeaba aún y que fuera uno solo de sus ojos, moviera una mano o por qué no, en algún momento de su pie, cayera la sandalia.


Pelo ensortijado, color serio. No necesitaba hacer mucho bulto para que la gente se le amontonara a puro pedir y colgar milagros... solo había dos reclinatorios pero nada importaba, porque con él, el asunto no era para ir a hincársele, el asunto con él era para pedirle, -pero desde saliendito de la casa-, rece que rece, llore que llore, pide que pide. Y para cuando llegaba el momento, ir a comprar su milagro de plata con los cincos y dieces y algunos tostones que se fueron juntando poquito a poco a un lado de la veladora siempre prendida frente a su imagen -ahí en la casa-.


En ese templo se vivía la sensación de estar a la vez en dos iglesias, cuando parado en el medio de los arcos se volteaba rápidamente al lado izquierdo y derecho. Las imágenes, bancas y dorados muros, de igual forma a un lado que al otro. Regalaban la bella idea de haber estado al mismo tiempo en dos templos.


Ahora en el nombre de la modernidad, el jardín de San Juan de Dios, Juan hijo de Isabel. El jardín del primo de Jesús, hijo de María. De pronto se llena de grotescas formas quienes comparten cristianamente el espacio con los arboles, hombres que se dicen artistas mesclan lo antiguo con lo incomprensiblemente moderno. ¿O será que por tener denominación de contemporáneo obligadamente es bello? -¡Muy diferente es la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco!-... ¿Por qué pues no dejar dentro del museo lo que al museo pertenece? Y en el jardín de San Juan, el primo de Jesús, lo que al jardín del primo de Jesús pertenece.



Ayer caminé por calles que hace tiempo, mucho tiempo no lo hacía. Y los recuerdos llegaron de pronto, tal y como la noche, en el ocaso, en solo un instante sucede al día. Finalmente mis pasos llegaron al mismo templo.

Así de pronto, como el abrir de los ojos después de un largo sueño. Estaba ahí la iglesia de mis recuerdos y estaban también los mismos árboles, solo que al igual que yo mismo, mucho más viejos. Pero cierto estoy en que son los mismos, por que se bien que podré no acordarme del numero de mi teléfono, pero de ellos sí que recuerdo, y podría decir, hasta la distancia que los separa a uno de otro, desde aquellos tiempos, ahí en el jardín frente al templo.


Ahí me llevaba mi madre de pequeño, caminando de la mano a su lado por esas calles que no sabían conducir a ningún otro lado si no al templo, arroyos de adoquín, banquetas angostas, húmedas, altas las paredes y aquel silencio que dejaba escuchar el suspiro de mi joven madre, sentir el temblor de su mano, implícita invitación a pensar aún y sin conocerlo, en el verso que más que decir, reza. “Cuando allá dentro se encuentran el dolor con el sentido, suspiro es el estallido que resulta del encuentro”.


Bisagras en cada lado, ocho gordas bisagras en cada hoja de la tremenda puerta. Los grabados en la madera que no se podían contemplar por que todo era de prisa. Brincar el madero inferior a modo de travesaño. Gastado, muy tallado por el roce de tantas suelas, seguramente también por muchos tropezones, todo para traspasar el umbral aquel, y penetrar un sitio de profundidad, silencio y misterio. Caminando hasta allá, en las entrañas del templo de San Juan de Dios, para ir a postrarse ante San Martín de Porres, un santo ahora tal vez borrado de la lista de los buenos, no lo sé, solo sé que ahí mismo mi madre lloraba, pedía y hablaba con él, yo le ponía mucho cuidado a ver si el santo parpadeaba aún y que fuera uno solo de sus ojos, moviera una mano o por qué no, en algún momento de su pie, cayera la sandalia.


Pelo ensortijado, color serio. No necesitaba hacer mucho bulto para que la gente se le amontonara a puro pedir y colgar milagros... solo había dos reclinatorios pero nada importaba, porque con él, el asunto no era para ir a hincársele, el asunto con él era para pedirle, -pero desde saliendito de la casa-, rece que rece, llore que llore, pide que pide. Y para cuando llegaba el momento, ir a comprar su milagro de plata con los cincos y dieces y algunos tostones que se fueron juntando poquito a poco a un lado de la veladora siempre prendida frente a su imagen -ahí en la casa-.


En ese templo se vivía la sensación de estar a la vez en dos iglesias, cuando parado en el medio de los arcos se volteaba rápidamente al lado izquierdo y derecho. Las imágenes, bancas y dorados muros, de igual forma a un lado que al otro. Regalaban la bella idea de haber estado al mismo tiempo en dos templos.


Ahora en el nombre de la modernidad, el jardín de San Juan de Dios, Juan hijo de Isabel. El jardín del primo de Jesús, hijo de María. De pronto se llena de grotescas formas quienes comparten cristianamente el espacio con los arboles, hombres que se dicen artistas mesclan lo antiguo con lo incomprensiblemente moderno. ¿O será que por tener denominación de contemporáneo obligadamente es bello? -¡Muy diferente es la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco!-... ¿Por qué pues no dejar dentro del museo lo que al museo pertenece? Y en el jardín de San Juan, el primo de Jesús, lo que al jardín del primo de Jesús pertenece.



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