/ domingo 14 de abril de 2019

El Perdón Infinito

No bromeaba ciertamente Arthur Schnitzler (1862-1931) cuando dijo de sí mismo que era un escritor para lectores que no sufren de vértigos. Yo no hice caso a la advertencia y lo leí, con el resultado de que mi cabeza hace ahora más ruido que un avispero.

La mujer del profesor. así se titula el breve relato del que ahora quiero hablar, y trata de un hombre que, en cierta ocasión, yendo a veranear a alguna parte, se encuentra allá con una hermosa mujer a la que no había visto desde hacía siete años y de la que se había despedido entonces en circunstancias bastante anómalas, por decirlo así. Pero, ¿qué hacía la mujer en este lugar? La acompañaba un niño de cuatro años de edad que, a lo que parecía, no podía ser más que su hijo. Lo cual quería decir, por tanto, que, a pesar de todo, su marido la había perdonado...

“-Verdaderamente es una sorpresa agradable volver a encontrarnos –insinuó ella-. Nunca habría pensado…

“-Sí es raro –respondió el hombre.

“-¿Por qué? –repuso ella, sonriente, mirándolo de frente a los ojos-. ¿No es verano? En el verano todo el mundo viaja…”.

¡Así que la vida volvía a reunirlos! El hombre hizo memoria. Recordó la tarde que vio por última vez a esta mujer que, por lo demás, seguía siendo hermosa. ¡Siete años habían pasado desde entonces! “Fue el día –recuerda- en que yo recibí mi diploma de bachiller. Como de ordinario, comí con el profesor y su mujer al mediodía, y como no quise aceptar que me acompañasen a la estación, al levantarme de la mesa me despedí de ellos. No sentí al pronto ninguna emoción. Sólo al llegar a mi cuarto y echarme en la cama, con el cofre cerrado a mis pies, mirando a través de la ventana, sobre el sutil follaje del jardín, las blancas nubes que, inmóviles, envolvían la montaña, prendió en mí, leve, aduladora casi, la melancolía de la despedida.

“De pronto se abrió la puerta y Federica entró. Yo me puse de pie instantáneamente. Ella se acercó a mí y, con sus manos tras de la cintura, se apoyó en los bordes de la mesa, mirándome fijamente. Muy queda me insinuó:

“-¿Hoy?

“Yo asentí, sintiendo por primera vez profundamente lo triste que era alejarse de aquella casa. Ella miró un momento al suelo y calló. Luego levantó la cabeza, dando unos pasos hacia mí. Con ternura puso las manos sobre mis cabellos, como de ordinario solía hacerlo; pero ahora presentía yo que aquello tenía otra significación. Después, lentamente, dejó caer sus manos sobre mis mejillas mientras sus ojos me miraban con la expresión de un amor infinito. Movió la cabeza en un gesto doloroso, como si no pudiese comprender algo que pugnaba en su cerebro.

“-¿Es preciso que partas hoy? –me preguntó quedamente.

“-Sí –le respondí.

“-¿Para siempre?... ¡Oh, sí! –dijo ella con un doloroso temblor de labios-, comprendo que es para siempre; aun cuando tú vengas a visitarnos alguna vez…, dentro de dos, dentro de tres años, de nuestro lado te vas ahora para siempre.

“Pronunció estas palabras con una pasión que nada tenía ya de maternal. Yo lo comprendí así. De pronto, acercándome su rostro, me besó. Al punto acerté sólo a pensar: ‘Esto no lo ha hecho ella nunca’. Pero cuando advertí que sus labios no se querían despegar de los míos, comprendí del todo lo que aquello significaba”.

En fin, pasó aquella vez lo que ya se imaginará el lector sin que yo tenga que decírselo. Y así permanecieron los dos, uno al lado del otro, hasta que se oyó un ruido extraño en las cercanías de la habitación. Federica, alarmada, se puso de pie y dijo con voz a un mismo tiempo suave y enérgica:

“-Vete, vete. ¡Pronto!...

Y él se fue de allí para no dejarse ver nunca más. Se sentía culpable. Y ahora que volvía a ver a Federica, siete años después de aquello, no podía ocultar su turbación interior. Una noche, estando hombro con hombro a la orilla del mar, recordaron juntos aquel día fatal:

“-Al principio –dijo ella, tomándolo de la mano- me decía yo a mí misma: ‘Él es un niño… Mi amor por él no es más que amor de madre’. Pero a medida que se aproximaba la hora de tu partida… Llegó, por fin esa hora. No quería despedirme de ti a solas; pero cuando subiste a tu habitación, un impulso más fuerte que tu voluntad me arrastró tras de ti. Y cuando estuve contigo, tampoco quería besarte, pero… Entonces te conminé para que te marcharas, pronto, sin dilación… En una palabra, la razón de haberte mandado que salieras de casa fue… porque sentí miedo, un miedo horrible… Creí que nos espiaban”.

El hombre callaba. ¡Pobre Federica! Nunca sabría la verdad que él conocía. ¿Qué verdad? Ésta: “Ella ignoraba, lo ignoraría siempre, que su marido la había visto a mis pies, infiel y rendida. Sí, él volvió a entornar la puerta, testimonio de aquella infidelidad culpable, y se marchó para volver… tarde, muy tarde, y no decir nada. Y vivió con ella un día y otro, años enteros, sin que sus palabras traicionaran jamás el secreto de aquella culpa. ¡La había perdonado, la había perdonado sin que ella siquiera lo supiese!”.

Estoy pálido. ¿Cómo leer un relato como éste sin perder piso. Jamás, jamás habló el marido traicionado de aquella infidelidad. La había perdonado como se debe siempre perdonar: guardando riguroso silencio sobre la culpa pasada. Así es como perdona Dios. Cuando pecamos, no caemos fulminados por el rayo, ni nos engulle un cráter. Pero Él lo ha visto todo y calla…

No bromeaba ciertamente Arthur Schnitzler (1862-1931) cuando dijo de sí mismo que era un escritor para lectores que no sufren de vértigos. Yo no hice caso a la advertencia y lo leí, con el resultado de que mi cabeza hace ahora más ruido que un avispero.

La mujer del profesor. así se titula el breve relato del que ahora quiero hablar, y trata de un hombre que, en cierta ocasión, yendo a veranear a alguna parte, se encuentra allá con una hermosa mujer a la que no había visto desde hacía siete años y de la que se había despedido entonces en circunstancias bastante anómalas, por decirlo así. Pero, ¿qué hacía la mujer en este lugar? La acompañaba un niño de cuatro años de edad que, a lo que parecía, no podía ser más que su hijo. Lo cual quería decir, por tanto, que, a pesar de todo, su marido la había perdonado...

“-Verdaderamente es una sorpresa agradable volver a encontrarnos –insinuó ella-. Nunca habría pensado…

“-Sí es raro –respondió el hombre.

“-¿Por qué? –repuso ella, sonriente, mirándolo de frente a los ojos-. ¿No es verano? En el verano todo el mundo viaja…”.

¡Así que la vida volvía a reunirlos! El hombre hizo memoria. Recordó la tarde que vio por última vez a esta mujer que, por lo demás, seguía siendo hermosa. ¡Siete años habían pasado desde entonces! “Fue el día –recuerda- en que yo recibí mi diploma de bachiller. Como de ordinario, comí con el profesor y su mujer al mediodía, y como no quise aceptar que me acompañasen a la estación, al levantarme de la mesa me despedí de ellos. No sentí al pronto ninguna emoción. Sólo al llegar a mi cuarto y echarme en la cama, con el cofre cerrado a mis pies, mirando a través de la ventana, sobre el sutil follaje del jardín, las blancas nubes que, inmóviles, envolvían la montaña, prendió en mí, leve, aduladora casi, la melancolía de la despedida.

“De pronto se abrió la puerta y Federica entró. Yo me puse de pie instantáneamente. Ella se acercó a mí y, con sus manos tras de la cintura, se apoyó en los bordes de la mesa, mirándome fijamente. Muy queda me insinuó:

“-¿Hoy?

“Yo asentí, sintiendo por primera vez profundamente lo triste que era alejarse de aquella casa. Ella miró un momento al suelo y calló. Luego levantó la cabeza, dando unos pasos hacia mí. Con ternura puso las manos sobre mis cabellos, como de ordinario solía hacerlo; pero ahora presentía yo que aquello tenía otra significación. Después, lentamente, dejó caer sus manos sobre mis mejillas mientras sus ojos me miraban con la expresión de un amor infinito. Movió la cabeza en un gesto doloroso, como si no pudiese comprender algo que pugnaba en su cerebro.

“-¿Es preciso que partas hoy? –me preguntó quedamente.

“-Sí –le respondí.

“-¿Para siempre?... ¡Oh, sí! –dijo ella con un doloroso temblor de labios-, comprendo que es para siempre; aun cuando tú vengas a visitarnos alguna vez…, dentro de dos, dentro de tres años, de nuestro lado te vas ahora para siempre.

“Pronunció estas palabras con una pasión que nada tenía ya de maternal. Yo lo comprendí así. De pronto, acercándome su rostro, me besó. Al punto acerté sólo a pensar: ‘Esto no lo ha hecho ella nunca’. Pero cuando advertí que sus labios no se querían despegar de los míos, comprendí del todo lo que aquello significaba”.

En fin, pasó aquella vez lo que ya se imaginará el lector sin que yo tenga que decírselo. Y así permanecieron los dos, uno al lado del otro, hasta que se oyó un ruido extraño en las cercanías de la habitación. Federica, alarmada, se puso de pie y dijo con voz a un mismo tiempo suave y enérgica:

“-Vete, vete. ¡Pronto!...

Y él se fue de allí para no dejarse ver nunca más. Se sentía culpable. Y ahora que volvía a ver a Federica, siete años después de aquello, no podía ocultar su turbación interior. Una noche, estando hombro con hombro a la orilla del mar, recordaron juntos aquel día fatal:

“-Al principio –dijo ella, tomándolo de la mano- me decía yo a mí misma: ‘Él es un niño… Mi amor por él no es más que amor de madre’. Pero a medida que se aproximaba la hora de tu partida… Llegó, por fin esa hora. No quería despedirme de ti a solas; pero cuando subiste a tu habitación, un impulso más fuerte que tu voluntad me arrastró tras de ti. Y cuando estuve contigo, tampoco quería besarte, pero… Entonces te conminé para que te marcharas, pronto, sin dilación… En una palabra, la razón de haberte mandado que salieras de casa fue… porque sentí miedo, un miedo horrible… Creí que nos espiaban”.

El hombre callaba. ¡Pobre Federica! Nunca sabría la verdad que él conocía. ¿Qué verdad? Ésta: “Ella ignoraba, lo ignoraría siempre, que su marido la había visto a mis pies, infiel y rendida. Sí, él volvió a entornar la puerta, testimonio de aquella infidelidad culpable, y se marchó para volver… tarde, muy tarde, y no decir nada. Y vivió con ella un día y otro, años enteros, sin que sus palabras traicionaran jamás el secreto de aquella culpa. ¡La había perdonado, la había perdonado sin que ella siquiera lo supiese!”.

Estoy pálido. ¿Cómo leer un relato como éste sin perder piso. Jamás, jamás habló el marido traicionado de aquella infidelidad. La había perdonado como se debe siempre perdonar: guardando riguroso silencio sobre la culpa pasada. Así es como perdona Dios. Cuando pecamos, no caemos fulminados por el rayo, ni nos engulle un cráter. Pero Él lo ha visto todo y calla…