/ domingo 13 de junio de 2021

El paralítico de la puerta hermosa



-Esta tarde, en nuestra conferencia, voy a tratar con ustedes el tema de la oración –dijo el predicador acomodándose las gafas, que saltaban como caballos sin freno a lo largo de su nariz-.

Quién no ha experimentado alguna vez la necesidad de orar? ¿Y quién no ha quedado muchas veces, después de haber orado, con la sensación de que sus palabras han caído en el vacío? Pedimos pan, y no es que recibamos en respuesta un escorpión: es que, en ocasiones, pareciera que no recibimos ni siquiera eso.

Tal es el motivo por el que muchos han dejado ya de orar. “¿Para qué seguir clamando –se preguntan- a un Dios que no nos oye?”. El cielo les parece vacío; y, el Señor, indiferente…

De ahí la necesidad, hermanos míos, de hablar de este tema que sé que interesa no sólo a ustedes, los que abarrotan este salón, sino a los miles de hombres y mujeres en el mundo que se formulan en el secreto de sus conciencias la misma pregunta que ustedes: “Orar, ¿sigue valiendo la pena?”.

Y, para comenzar, ¿les parece bien que leamos juntos un texto tomado del libro de los Hechos de los Apóstoles? Bien, helo aquí –el predicador volvió a acomodarse las gafas, que amenazaban con despeñarse desde la punta de su nariz, y leyó en voz alta-:

“Pedro y Juan subían al templo para la oración de media tarde. Un hombre lisiado de nacimiento solía ser transportado diariamente y colocado a la puerta del templo llamada ‘La Hermosa’, para que pidiese limosna a los que entraban en el templo. Al ver a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, acompañado de Juan, lo miró fijamente y le dijo:

“-Míranos.

“Él los observaba contando con recibir algo de ellos. Pero Pedro le dijo:

“-Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar.

“Lo tomó de la mano derecha y lo levantó. Al instante, pies y tobillos se le robustecieron, se irguió de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo, paseando, saltando y alabando a Dios. Toda la gente lo vio caminar y alabar a Dios; y, al reconocer que era el que pedía limosna sentado a la puerta Hermosa del templo, se llenaron de asombro y estupor ante lo acaecido. Mientras seguía agarrado a Pedro y a Juan, toda la gente corrió asombrada hacia ellos al pórtico de Salomón (3, 1-11).

Este texto podría hacer pensar a más de un lector atento que el limosnero en cuestión, además de lisiado, era un explotado. ¿Cómo habría que entenderse, si no, esa afirmación según la cual este hombre “solía ser transportado diariamente y colocado a la puerta del templo para que pidiese limosna”? ¡Es que acaso lo llevaban sus hijos o demás parientes para aprovecharse de él? ¡Ah bribones! Este enigma, de detenernos en él, daría no poca materia para nuestra reflexión, pero no nos detendremos en él, al menos por ahora. Uno teólogo llamado de la liberación no pasaría adelante sin haber hecho escala, por decirlo así, en este versículo, y acaso hasta lo considerase de primerísima importancia. ¡Claro, puede haber aquí un caso de auténtica explotación! Pero nosotros, que no somos teólogos, contemplaremos la liberación de este enfermo desde otra óptica. Pues, ¿de que serviría echar truenos contra los opresores si ya vemos a este oprimido “paseando, saltando y alabando a Dios”?

Todos los días, el paralítico de la puerta Hermosa era llevado al templo para que a la entrada, moviendo a compasión a la gente que por ella entraba o salía, le dieran un poco de dinero por amor de Dios. Pero esta vez lo que el enfermo recibe no es precisamente unas monedas, sino la salud.

¿Qué sentiría éste cuando Pedro le dijo: “Plata y oro no tengo”? ¡Ah! Seguramente se desanimó, ya que lo que él pedía era precisamente esto: oro, plata, o ya por lo menos cobre. “Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, echa a andar”.

Pues bien, queridos hermanos míos, esto mismo es lo que sucede cada vez que, extendiendo nuestras manos hacia el cielo, pedimos a Dios algún bien particular. Como el paralítico, solicitamos dinero o alguna otra cosa material o espiritual y, en cambio, lo que recibimos no es eso que creíamos necesitar tanto, sino aquello otro que, por conocernos Dios mucho mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos, nos hacía más falta de lo que en nuestra ingenuidad creíamos.

Tú pides, por ejemplo, trabajo, y él te da su protección porque estabas en peligro; le pides pan y él te da su Espíritu; le pides salud y él te da fuerza…

Igual sucede con nuestros padres terrenos: les pedimos una mochila, pero ellos saben que lo que más necesitamos en este momento no es una mochila, sino un pantalón, y entonces nos lo compran; pero como no era un pantalón lo que pedíamos, decimos, desanimados: “Mis papás no me quieren. ¡Nunca me compran nada!”.

Cuando pides, recibes. Pero Dios es un Padre bueno que dice: “¡Este pobre hijo mío! Levanta sus manos hacia mí pidiéndome unas cuantas monedas de poco valor. Él espera tener algo tintineante en sus bolsillos, curar con dinero su miedo al futuro. Pero, puesto que recurre a mí, le daré algo mucho mejor que eso: haré que se ponga de pie, deje a un lado su camilla y eche a correr. ¡Y si él cree que no lo he escuchado porque nada tintinea en sus bolsillos, peor para él!

El predicador sonrió a su auditorio y quedó en silencio durante algunos minutos. Y los que lo escuchábamos aquella noche también sonreíamos, como si, por fin, hubiéramos comprendido algo que nos angustiaba…



-Esta tarde, en nuestra conferencia, voy a tratar con ustedes el tema de la oración –dijo el predicador acomodándose las gafas, que saltaban como caballos sin freno a lo largo de su nariz-.

Quién no ha experimentado alguna vez la necesidad de orar? ¿Y quién no ha quedado muchas veces, después de haber orado, con la sensación de que sus palabras han caído en el vacío? Pedimos pan, y no es que recibamos en respuesta un escorpión: es que, en ocasiones, pareciera que no recibimos ni siquiera eso.

Tal es el motivo por el que muchos han dejado ya de orar. “¿Para qué seguir clamando –se preguntan- a un Dios que no nos oye?”. El cielo les parece vacío; y, el Señor, indiferente…

De ahí la necesidad, hermanos míos, de hablar de este tema que sé que interesa no sólo a ustedes, los que abarrotan este salón, sino a los miles de hombres y mujeres en el mundo que se formulan en el secreto de sus conciencias la misma pregunta que ustedes: “Orar, ¿sigue valiendo la pena?”.

Y, para comenzar, ¿les parece bien que leamos juntos un texto tomado del libro de los Hechos de los Apóstoles? Bien, helo aquí –el predicador volvió a acomodarse las gafas, que amenazaban con despeñarse desde la punta de su nariz, y leyó en voz alta-:

“Pedro y Juan subían al templo para la oración de media tarde. Un hombre lisiado de nacimiento solía ser transportado diariamente y colocado a la puerta del templo llamada ‘La Hermosa’, para que pidiese limosna a los que entraban en el templo. Al ver a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, acompañado de Juan, lo miró fijamente y le dijo:

“-Míranos.

“Él los observaba contando con recibir algo de ellos. Pero Pedro le dijo:

“-Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar.

“Lo tomó de la mano derecha y lo levantó. Al instante, pies y tobillos se le robustecieron, se irguió de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo, paseando, saltando y alabando a Dios. Toda la gente lo vio caminar y alabar a Dios; y, al reconocer que era el que pedía limosna sentado a la puerta Hermosa del templo, se llenaron de asombro y estupor ante lo acaecido. Mientras seguía agarrado a Pedro y a Juan, toda la gente corrió asombrada hacia ellos al pórtico de Salomón (3, 1-11).

Este texto podría hacer pensar a más de un lector atento que el limosnero en cuestión, además de lisiado, era un explotado. ¿Cómo habría que entenderse, si no, esa afirmación según la cual este hombre “solía ser transportado diariamente y colocado a la puerta del templo para que pidiese limosna”? ¡Es que acaso lo llevaban sus hijos o demás parientes para aprovecharse de él? ¡Ah bribones! Este enigma, de detenernos en él, daría no poca materia para nuestra reflexión, pero no nos detendremos en él, al menos por ahora. Uno teólogo llamado de la liberación no pasaría adelante sin haber hecho escala, por decirlo así, en este versículo, y acaso hasta lo considerase de primerísima importancia. ¡Claro, puede haber aquí un caso de auténtica explotación! Pero nosotros, que no somos teólogos, contemplaremos la liberación de este enfermo desde otra óptica. Pues, ¿de que serviría echar truenos contra los opresores si ya vemos a este oprimido “paseando, saltando y alabando a Dios”?

Todos los días, el paralítico de la puerta Hermosa era llevado al templo para que a la entrada, moviendo a compasión a la gente que por ella entraba o salía, le dieran un poco de dinero por amor de Dios. Pero esta vez lo que el enfermo recibe no es precisamente unas monedas, sino la salud.

¿Qué sentiría éste cuando Pedro le dijo: “Plata y oro no tengo”? ¡Ah! Seguramente se desanimó, ya que lo que él pedía era precisamente esto: oro, plata, o ya por lo menos cobre. “Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, echa a andar”.

Pues bien, queridos hermanos míos, esto mismo es lo que sucede cada vez que, extendiendo nuestras manos hacia el cielo, pedimos a Dios algún bien particular. Como el paralítico, solicitamos dinero o alguna otra cosa material o espiritual y, en cambio, lo que recibimos no es eso que creíamos necesitar tanto, sino aquello otro que, por conocernos Dios mucho mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos, nos hacía más falta de lo que en nuestra ingenuidad creíamos.

Tú pides, por ejemplo, trabajo, y él te da su protección porque estabas en peligro; le pides pan y él te da su Espíritu; le pides salud y él te da fuerza…

Igual sucede con nuestros padres terrenos: les pedimos una mochila, pero ellos saben que lo que más necesitamos en este momento no es una mochila, sino un pantalón, y entonces nos lo compran; pero como no era un pantalón lo que pedíamos, decimos, desanimados: “Mis papás no me quieren. ¡Nunca me compran nada!”.

Cuando pides, recibes. Pero Dios es un Padre bueno que dice: “¡Este pobre hijo mío! Levanta sus manos hacia mí pidiéndome unas cuantas monedas de poco valor. Él espera tener algo tintineante en sus bolsillos, curar con dinero su miedo al futuro. Pero, puesto que recurre a mí, le daré algo mucho mejor que eso: haré que se ponga de pie, deje a un lado su camilla y eche a correr. ¡Y si él cree que no lo he escuchado porque nada tintinea en sus bolsillos, peor para él!

El predicador sonrió a su auditorio y quedó en silencio durante algunos minutos. Y los que lo escuchábamos aquella noche también sonreíamos, como si, por fin, hubiéramos comprendido algo que nos angustiaba…