/ domingo 30 de septiembre de 2018

El Papel de los Hermanos

Yo decía en voz alta, posando mi mano derecha sobre la cabeza del bebé vestido de blanco: “Dios todopoderoso y eterno, que enviaste tu Hijo al mundo para que nos librara del dominio de Satanás, el espíritu del mal, y una vez arrancados de las tinieblas nos llevara al reino admirable de tu luz, te pedimos que en este niño, libre ya del pecado original, habite el Espíritu Santo, y sea así templo de tu majestad. Por Cristo nuestro Señor”.

Todos los asistentes, que no eran pocos, respondieron a estas palabras con un fuerte amén, y yo entonces me puse a explicarles que ésta era una oración de exorcismo, que todos los cristianos habíamos sido ya exorcizados y que nadie debería tener miedo de esta palabra, pues era mucho mejor que nos exorcizaran de pequeños a que tuvieran que exorcizarnos de grandes, etcétera. Y mientras explicaba todas estas cosas y ungía con el óleo santo el pecho del niño, otro crío, acaso tres años mayor que aquél, nos miraba con rencor desde cierta distancia y apretaba con fuerza los puños. Estaba visiblemente contrariado, pero nadie, por el momento, le hacía el menor caso y el rito prosiguió con normalidad.

Pero cuando dije: “Queridos papás y padrinos: en el sacramento del bautismo Dios va a infundir, por el agua y el Espíritu Santo, la nueva vida a este niño que ustedes han presentado a la Iglesia”, etcétera, el mayor dio un salto y se puso a berrear como un poseso. Lloraba, gemía, pataleaba y hacía todo tipo de cabriolas con el único y evidente fin de llamar la atención de los presentes. La mamá, angustiada, se me quedó viendo fijamente como pidiéndome disculpas y dijo con voz enérgica mirando hacia abajo:

-René, por favor, ¿te puedes estar en paz?

Pero René no se estaba en paz, y ahora lloraba más que nunca. Eran unos chillidos en verdad molestos y más de uno de entre los que allí estaban se llevó la mano a los oídos para utilizarla de tapón.

-René –le dijo el papá-, ya vamos a acabar. ¿Te puedes estar quieto un momento, por el amor de Dios?

Mientras esto sucedía, yo proseguí de la siguiente manera: “A ustedes, papás y padrinos, se les confía el cuidado de esta luz, a fin de que este niño, que ha sido iluminado por Cristo, camine siempre como hijo de la luz y pueda salir al encuentro del Señor, con todos los santos, al final de los tiempos”.

Y René venga otra vez a llorar, pero ahora con más fuerza que nunca, cual si se tratara de un animal herido. Fue entonces cuando me le quedé mirando a la madre como preguntándole: “¿Qué le pasa?”. Y ella, leyéndome el pensamiento, me respondió así:

-Es que está celoso, padre.

¡Claro! René era hermano del niño recién bautizado, y como veía que su hermanito era en esa hora el eje alrededor del cual todos giraban, se sentía ofendido y muy ultrajado en su amor propio. ¿Por qué todos miraban, acariciaban, sonreían y cargaban a ese horrible nene con chupón, en tanto que a él nadie le hacía caso?

Antes René era el ombligo del universo –de ese pequeño universo que era su hogar, que era su casa-, pero ahora que le había nacido un hermanito todos los mimos eran para él. ¡Qué injusticia! ¡Y, sobre todo, qué trauma! ¿Por qué no se conformaron sus papás con tener un solo niño: él, René? ¿Por qué diablos se les ocurrió la malhadada idea de encargar otro? ¿Es que no estaban bien con uno solo?

Los adultos, en cierto sentido, hemos superado ya este terror, pero para René era un terror nuevo. ¿Cómo es que antes estaba en el centro y ahora lo desplazaban a la periferia? ¿Con qué derecho le hacían eso? ¡Ah, canallas! ¿Por qué nadie le advirtió que a partir del nacimiento de Julián, su hermano, ya nada sería igual que antes? Julián: así se llamaba el intruso, el ladrón de sus besos y de sus caricias.

Mientras doy la bendición y despido a los asistentes, me digo a mí mismo que es bueno –que, en realidad, es muy bueno- que haya hermanos que nos jueguen de cuando en cuando estas malas pasadas, pues conviene saber desde muy pequeños, desde el principio, por decirlo así, que el mundo no ha sido hecho para plegarse a nuestros deseos soberanos, pues de lo contrario, nos llevaremos, en el futuro, más de un traumatizante chasco. La función de los hermanos, o por lo menos una de sus funciones, consiste en relativizar nuestra importancia y disminuir y poner límites a las dimensiones –que nosotros quisiéramos inconmensurables- de nuestro importante yo.

Escribió una vez el filósofo francés Jean Lacroix (1900-1986): “La familia, al relativizar el yo del niño, al no hacer de él una especie de absoluto cerrado en sí mismo, sino en relación con otros, a través de la disciplina, lo crea en su ser de hombre… La familia combate este exceso de subjetividad en el que consiste la locura”.

Camino hacia la sacristía; me quito lentamente la estola y el alba, y mientras ejecuto esta sencilla operación pienso en René y en sus lágrimas. Son unas lágrimas buenas, después de todo. Es un llanto saludable. En el futuro, cuando sea mayor, le va a servir haber sido curado el día de hoy de este exceso de subjetividad con el que nacemos todos. Cuando sea médico, licenciado o ingeniero descubrirá que no está solo en el mundo y que es muy probable que su jefe, o la chica de sus sueños, prefieran o otros. Entonces será fuerte, gracias a las lágrimas que hoy ha derramado al pie de la pila bautismal.

¡Los hermanos, qué bendición! Al ponernos en nuestro sitio, sin saberlo y sin quererlo –por la fuerza misma de su existencia-, nos enseñan a vivir.



Yo decía en voz alta, posando mi mano derecha sobre la cabeza del bebé vestido de blanco: “Dios todopoderoso y eterno, que enviaste tu Hijo al mundo para que nos librara del dominio de Satanás, el espíritu del mal, y una vez arrancados de las tinieblas nos llevara al reino admirable de tu luz, te pedimos que en este niño, libre ya del pecado original, habite el Espíritu Santo, y sea así templo de tu majestad. Por Cristo nuestro Señor”.

Todos los asistentes, que no eran pocos, respondieron a estas palabras con un fuerte amén, y yo entonces me puse a explicarles que ésta era una oración de exorcismo, que todos los cristianos habíamos sido ya exorcizados y que nadie debería tener miedo de esta palabra, pues era mucho mejor que nos exorcizaran de pequeños a que tuvieran que exorcizarnos de grandes, etcétera. Y mientras explicaba todas estas cosas y ungía con el óleo santo el pecho del niño, otro crío, acaso tres años mayor que aquél, nos miraba con rencor desde cierta distancia y apretaba con fuerza los puños. Estaba visiblemente contrariado, pero nadie, por el momento, le hacía el menor caso y el rito prosiguió con normalidad.

Pero cuando dije: “Queridos papás y padrinos: en el sacramento del bautismo Dios va a infundir, por el agua y el Espíritu Santo, la nueva vida a este niño que ustedes han presentado a la Iglesia”, etcétera, el mayor dio un salto y se puso a berrear como un poseso. Lloraba, gemía, pataleaba y hacía todo tipo de cabriolas con el único y evidente fin de llamar la atención de los presentes. La mamá, angustiada, se me quedó viendo fijamente como pidiéndome disculpas y dijo con voz enérgica mirando hacia abajo:

-René, por favor, ¿te puedes estar en paz?

Pero René no se estaba en paz, y ahora lloraba más que nunca. Eran unos chillidos en verdad molestos y más de uno de entre los que allí estaban se llevó la mano a los oídos para utilizarla de tapón.

-René –le dijo el papá-, ya vamos a acabar. ¿Te puedes estar quieto un momento, por el amor de Dios?

Mientras esto sucedía, yo proseguí de la siguiente manera: “A ustedes, papás y padrinos, se les confía el cuidado de esta luz, a fin de que este niño, que ha sido iluminado por Cristo, camine siempre como hijo de la luz y pueda salir al encuentro del Señor, con todos los santos, al final de los tiempos”.

Y René venga otra vez a llorar, pero ahora con más fuerza que nunca, cual si se tratara de un animal herido. Fue entonces cuando me le quedé mirando a la madre como preguntándole: “¿Qué le pasa?”. Y ella, leyéndome el pensamiento, me respondió así:

-Es que está celoso, padre.

¡Claro! René era hermano del niño recién bautizado, y como veía que su hermanito era en esa hora el eje alrededor del cual todos giraban, se sentía ofendido y muy ultrajado en su amor propio. ¿Por qué todos miraban, acariciaban, sonreían y cargaban a ese horrible nene con chupón, en tanto que a él nadie le hacía caso?

Antes René era el ombligo del universo –de ese pequeño universo que era su hogar, que era su casa-, pero ahora que le había nacido un hermanito todos los mimos eran para él. ¡Qué injusticia! ¡Y, sobre todo, qué trauma! ¿Por qué no se conformaron sus papás con tener un solo niño: él, René? ¿Por qué diablos se les ocurrió la malhadada idea de encargar otro? ¿Es que no estaban bien con uno solo?

Los adultos, en cierto sentido, hemos superado ya este terror, pero para René era un terror nuevo. ¿Cómo es que antes estaba en el centro y ahora lo desplazaban a la periferia? ¿Con qué derecho le hacían eso? ¡Ah, canallas! ¿Por qué nadie le advirtió que a partir del nacimiento de Julián, su hermano, ya nada sería igual que antes? Julián: así se llamaba el intruso, el ladrón de sus besos y de sus caricias.

Mientras doy la bendición y despido a los asistentes, me digo a mí mismo que es bueno –que, en realidad, es muy bueno- que haya hermanos que nos jueguen de cuando en cuando estas malas pasadas, pues conviene saber desde muy pequeños, desde el principio, por decirlo así, que el mundo no ha sido hecho para plegarse a nuestros deseos soberanos, pues de lo contrario, nos llevaremos, en el futuro, más de un traumatizante chasco. La función de los hermanos, o por lo menos una de sus funciones, consiste en relativizar nuestra importancia y disminuir y poner límites a las dimensiones –que nosotros quisiéramos inconmensurables- de nuestro importante yo.

Escribió una vez el filósofo francés Jean Lacroix (1900-1986): “La familia, al relativizar el yo del niño, al no hacer de él una especie de absoluto cerrado en sí mismo, sino en relación con otros, a través de la disciplina, lo crea en su ser de hombre… La familia combate este exceso de subjetividad en el que consiste la locura”.

Camino hacia la sacristía; me quito lentamente la estola y el alba, y mientras ejecuto esta sencilla operación pienso en René y en sus lágrimas. Son unas lágrimas buenas, después de todo. Es un llanto saludable. En el futuro, cuando sea mayor, le va a servir haber sido curado el día de hoy de este exceso de subjetividad con el que nacemos todos. Cuando sea médico, licenciado o ingeniero descubrirá que no está solo en el mundo y que es muy probable que su jefe, o la chica de sus sueños, prefieran o otros. Entonces será fuerte, gracias a las lágrimas que hoy ha derramado al pie de la pila bautismal.

¡Los hermanos, qué bendición! Al ponernos en nuestro sitio, sin saberlo y sin quererlo –por la fuerza misma de su existencia-, nos enseñan a vivir.