/ domingo 27 de enero de 2019

El niño y el gigante

Señor mío, permítame decírselo una vez más: usted se equivoca. Sí, entiendo lo que hay detrás de sus palabras: una profunda insatisfacción. Pero eso no es motivo para que se venga abajo, mi querido amigo. ¡Hay que ser fuertes! Sobre todo, es preciso resignarse. Las cosas de este mundo se rigen, como muy bien dijo mi querida Simone Weil, no según el orden de la gracia, sino de acuerdo a las leyes de la gravedad. ¡Oh, no me pida que le diga quién fue Simone Weil, al menos por ahora, pues no acabaríamos nunca y lo que yo quiero es contarle una historia!

¿Ha entregado usted su vida a la organización cuyo nombre acaba de decirme y ya he olvidado, y nadie, hasta ahora, ha reparado en sus méritos? ¡Oh, amigo mío! Ojalá pueda yo consolarlo, aunque mucho me temo que no podré. Nadie ha valorado su talento ni sus valiosas aportaciones, me dice. ¿Y quiere usted que yo me extrañe? Si permite que me exprese de esta manera, lo extraño me parecería más bien lo contrario. ¡Perdóneme la franqueza!

Por lo demás, seguramente habrá escuchado usted la historia de David. ¿O me equivoco, estimado señor? David era un jovencito muy agraciado que luchó una vez con un gigante llamado Goliat, que era filisteo. Pero no pienso detenerme detallarme en los particulares de esta lucha desigual, pues los resultados de ellas no pueden serle desconocidos. Pues bien, sí, David abatió a Goliat valiéndose únicamente de una honda y un guijarro. ¿Recuerda usted las palabras que pronunció este jovencito todavía imberbe ante aquel gigante acorazado que lo veía con desprecio y estupor? “Tú vienes hacia mí –le dijo- armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor de los ejércitos, Dios de las huestes de Israel, a las que tú has despreciado. Hoy te entregará el Señor en mis manos, te venceré, te arrancaré la cabeza de los hombros y echaré tu cadáver a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y todo mundo reconocerá que hay un Dios en Israel, y todos los aquí reunidos reconocerán que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas y lanzas, porque ésta es una guerra del Señor” (1 Samuel 17, 45-47).

Valientes palabras, ¿no cree usted? Tú –dice David a Goliat- vienes a mí con todas las armas que es capaz de fabricar un ser humano; yo voy a ti sin ellas, pero llevo conmigo la fuerza de mi Dios; no es pues conmigo con quien habrás de vértelas dentro de un instante, sino con Él. ¡Ya veremos lo que pueden tus recursos contra las saetas del Todopoderoso!

Ahora bien, “cuando el filisteo se puso en marcha y se acercaba en Dirección de David, éste salió de la formación y corrió velozmente en dirección al filisteo; metió mano en el morral, sacó de él una piedra, disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente: la piedra se le clavó en la frente, y cayó de bruces en la tierra. Así venció David al filisteo, con la honda y una piedra; lo mató de un golpe, sin empuñar la espada” (1 Samuel 17, 48-50).

Todos, en el bando de los israelitas, estaban que no se lo creían y entonaban loas a su nuevo héroe nacional. Y aquí es donde las cosas se complican infinitamente, estimado señor, pues al oír aquellas canciones compuestas en su honor, Josué, el rey, empezó a sentir envidia de David. Pero no se trataba de una envidia cualquiera, sino de un sentimiento que pronto adquirió los rasgos de un odio feroz.

Uno esperaría que el rey se alegrara con él, puesto que acababa de prestar a su pueblo un noble servicio. Pues bien, las cosas no sucedieron así. Josué no sólo no se alegró, sino que además, a partir de entonces, se puso a buscar la manera de acabar con David.

Veo que se pone usted pálido, amigo mío. Apuesto que se todo lo que sabía usted de David se reducía a los escuetos datos que posemos acerca de su lucha con el gigante y de lo que él dicen, por ejemplo, Las mañanitas. ¡Pues bien, no! A partir de ese triunfo, amigo mío, la joven existencia de David se complicó enormemente, pues quien lo odiaba de ese modo era nada menos que el rey. Escuche lo que a este respecto dicen las Sagradas Escrituras:

“A Saúl le entró miedo de David, porque el Señor estaba con él… Entonces alejó a David nombrándolo comandante…, pues pensó: ‘Es mejor que lo maten los filisteos y no yo’ ” (1 Samuel 18, 13-17).

¡Sí, señor, quería acabar con él a como diera lugar! En otra ocasión, “estaba Saúl en el palacio con la lanza en la mano, mientras David tocaba el arpa. Un mal espíritu se apoderó entonces de Saúl, el cual intentó clavar a David en la pared con la lanza, pero David la esquivó. Saúl clavó la lanza en la pared y David se salvó huyendo” (1 Samuel 9, 9-10).

¡Amigo mío! Ante estos hechos indignantes, ¿qué quiere que le diga a usted? Parafraseando a la samaritana, permítame que le pregunte: “¿Es que es usted más grande que nuestro padre David?”. Dicho con otras palabras, consuélese usted con esta historia que le acabo de referir. ¡Y no se trata, por cierto, de un cuento chino!

Me decía usted que nadie, hasta ahora, ha reparado en sus méritos, y que, por el contrario, las doradas mediocridades, como las llama, no hacen más que ascender y cosechar día a día estruendosas salvas de aplausos por parte de sus compañeros, amigos y superiores. ¿Qué quiere usted que le diga? Entre más grande sea el gigante que usted haya abatido, más grande será el rencor que suscitará a su alrededor; entre mejores sean los servicios que usted ha prodigado, mayor será también la envidia que le tendrán.

¿Qué más quiere que le diga? Y ahora, estimado amigo, permítame que me despida. ¿No ve qué tarde se ha hecho ya? Tal vez algún día, si la vida vuelve a reunirnos, podremos proseguir con esta historia fascinante. ¡Hasta la vista!

Señor mío, permítame decírselo una vez más: usted se equivoca. Sí, entiendo lo que hay detrás de sus palabras: una profunda insatisfacción. Pero eso no es motivo para que se venga abajo, mi querido amigo. ¡Hay que ser fuertes! Sobre todo, es preciso resignarse. Las cosas de este mundo se rigen, como muy bien dijo mi querida Simone Weil, no según el orden de la gracia, sino de acuerdo a las leyes de la gravedad. ¡Oh, no me pida que le diga quién fue Simone Weil, al menos por ahora, pues no acabaríamos nunca y lo que yo quiero es contarle una historia!

¿Ha entregado usted su vida a la organización cuyo nombre acaba de decirme y ya he olvidado, y nadie, hasta ahora, ha reparado en sus méritos? ¡Oh, amigo mío! Ojalá pueda yo consolarlo, aunque mucho me temo que no podré. Nadie ha valorado su talento ni sus valiosas aportaciones, me dice. ¿Y quiere usted que yo me extrañe? Si permite que me exprese de esta manera, lo extraño me parecería más bien lo contrario. ¡Perdóneme la franqueza!

Por lo demás, seguramente habrá escuchado usted la historia de David. ¿O me equivoco, estimado señor? David era un jovencito muy agraciado que luchó una vez con un gigante llamado Goliat, que era filisteo. Pero no pienso detenerme detallarme en los particulares de esta lucha desigual, pues los resultados de ellas no pueden serle desconocidos. Pues bien, sí, David abatió a Goliat valiéndose únicamente de una honda y un guijarro. ¿Recuerda usted las palabras que pronunció este jovencito todavía imberbe ante aquel gigante acorazado que lo veía con desprecio y estupor? “Tú vienes hacia mí –le dijo- armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor de los ejércitos, Dios de las huestes de Israel, a las que tú has despreciado. Hoy te entregará el Señor en mis manos, te venceré, te arrancaré la cabeza de los hombros y echaré tu cadáver a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y todo mundo reconocerá que hay un Dios en Israel, y todos los aquí reunidos reconocerán que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas y lanzas, porque ésta es una guerra del Señor” (1 Samuel 17, 45-47).

Valientes palabras, ¿no cree usted? Tú –dice David a Goliat- vienes a mí con todas las armas que es capaz de fabricar un ser humano; yo voy a ti sin ellas, pero llevo conmigo la fuerza de mi Dios; no es pues conmigo con quien habrás de vértelas dentro de un instante, sino con Él. ¡Ya veremos lo que pueden tus recursos contra las saetas del Todopoderoso!

Ahora bien, “cuando el filisteo se puso en marcha y se acercaba en Dirección de David, éste salió de la formación y corrió velozmente en dirección al filisteo; metió mano en el morral, sacó de él una piedra, disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente: la piedra se le clavó en la frente, y cayó de bruces en la tierra. Así venció David al filisteo, con la honda y una piedra; lo mató de un golpe, sin empuñar la espada” (1 Samuel 17, 48-50).

Todos, en el bando de los israelitas, estaban que no se lo creían y entonaban loas a su nuevo héroe nacional. Y aquí es donde las cosas se complican infinitamente, estimado señor, pues al oír aquellas canciones compuestas en su honor, Josué, el rey, empezó a sentir envidia de David. Pero no se trataba de una envidia cualquiera, sino de un sentimiento que pronto adquirió los rasgos de un odio feroz.

Uno esperaría que el rey se alegrara con él, puesto que acababa de prestar a su pueblo un noble servicio. Pues bien, las cosas no sucedieron así. Josué no sólo no se alegró, sino que además, a partir de entonces, se puso a buscar la manera de acabar con David.

Veo que se pone usted pálido, amigo mío. Apuesto que se todo lo que sabía usted de David se reducía a los escuetos datos que posemos acerca de su lucha con el gigante y de lo que él dicen, por ejemplo, Las mañanitas. ¡Pues bien, no! A partir de ese triunfo, amigo mío, la joven existencia de David se complicó enormemente, pues quien lo odiaba de ese modo era nada menos que el rey. Escuche lo que a este respecto dicen las Sagradas Escrituras:

“A Saúl le entró miedo de David, porque el Señor estaba con él… Entonces alejó a David nombrándolo comandante…, pues pensó: ‘Es mejor que lo maten los filisteos y no yo’ ” (1 Samuel 18, 13-17).

¡Sí, señor, quería acabar con él a como diera lugar! En otra ocasión, “estaba Saúl en el palacio con la lanza en la mano, mientras David tocaba el arpa. Un mal espíritu se apoderó entonces de Saúl, el cual intentó clavar a David en la pared con la lanza, pero David la esquivó. Saúl clavó la lanza en la pared y David se salvó huyendo” (1 Samuel 9, 9-10).

¡Amigo mío! Ante estos hechos indignantes, ¿qué quiere que le diga a usted? Parafraseando a la samaritana, permítame que le pregunte: “¿Es que es usted más grande que nuestro padre David?”. Dicho con otras palabras, consuélese usted con esta historia que le acabo de referir. ¡Y no se trata, por cierto, de un cuento chino!

Me decía usted que nadie, hasta ahora, ha reparado en sus méritos, y que, por el contrario, las doradas mediocridades, como las llama, no hacen más que ascender y cosechar día a día estruendosas salvas de aplausos por parte de sus compañeros, amigos y superiores. ¿Qué quiere usted que le diga? Entre más grande sea el gigante que usted haya abatido, más grande será el rencor que suscitará a su alrededor; entre mejores sean los servicios que usted ha prodigado, mayor será también la envidia que le tendrán.

¿Qué más quiere que le diga? Y ahora, estimado amigo, permítame que me despida. ¿No ve qué tarde se ha hecho ya? Tal vez algún día, si la vida vuelve a reunirnos, podremos proseguir con esta historia fascinante. ¡Hasta la vista!