/ domingo 14 de noviembre de 2021

El motor de la vida


¡Qué ingenuo eras, José! ¿Cómo creías que tus sueños iban a conmover a los demás? En realidad, los temían, y a ti te odiaban por soñarlos y luego contárselos. ¿Por qué no te los guardaste para ti? Pero, en cambio, ibas con tus once hermanos y con tu voz clara como el día les decías: “Oíd el sueño que he tenido”. Y ellos tensaban la oreja y se dirigían unos a otros miradas socarronas. A decir verdad, tus hermanos ya te odiaban antes de que te convirtieras en el soñador de la familia, porque tu padre, como dice el libro santo, te amaba más que a todos sus otros hijos y te había dado lo que a ellos nunca les dio: una túnica de amplias mangas…

“Oíd el sueño que he tenido. Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas le hacían rueda y se inclinaban hacia la mía”.

¡Hijo mío! ¿Cómo querían que tus hermanos festejaran tus sueños? ¿Por qué fuiste tan imprudente, José? ¡Esos sueños no se cuentan! Y, por supuesto, tus hermanos, rabiando como perros, te dijeron con destemplada voz: “¿Será que vais a reinar sobre nosotros o que vas a tenernos dominados?”. Aquello les parecía el colmo. “Y –sigue diciendo el texto- acumularon todavía más odio contra él a causa de sus sueños y de sus palabras” (Génesis 37, 8).

Pero tú no te dabas cuenta –en el fondo, eras un niño- del furor que causaban tus visiones, pues volviste a tener otro sueño e igualmente lo contaste a padre, madre y hermanos: “He tenido otro sueño. Resulta que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí”.

Esta vez Jacob, tu padre, tuvo que tomar cartas en el asunto, como se dice. ¡Claro, ya era demasiado! Se mesó la barba y, sumamente preocupado, te llamó al orden: “¿Es que yo, tu madre y tus hermanos vamos a venir a inclinarnos ante ti hasta el suelo?” (Génesis 37, 10).

¿Qué pensaba tu madre de todo esto? Nunca lo sabremos; pero, lo que es tu padre, estaba enojadísimo, a pesar del gran amor que te tenía.

¡Qué triste historia la tuya, José! Y todo a causa de tus sueños. Un día fuiste a buscar a tus hermanos, que se encontraban lejos de casa, en el campo, y ellos, al ver que te acercabas, fraguaron planes siniestros: “Ellos le vieron de lejos, y antes de que se les acercara, conspiraron contra él para matarle, y se decían unos a otros: ‘¡Ahí viene el soñador! Ahora, pues, venid, matémosle y echémosle en un pozo cualquiera, y diremos que algún animal feroz lo devoró. ¡Ya veremos en qué paran sus sueños!’ ” (Génesis 37, 18-20).

¿Sabías, José, hasta qué punto eras odiado? No, no lo sabías. ¡Y por tus hermanos, además! Los que debían amarte no querían sino matarte.

“Rubén –uno de los once- los oyó y lo libró de sus manos. Dijo: ‘No atentemos contra su vida. No derraméis su sangre. Echadle a ese pozo que hay en el páramo, pero no pongáis la manos sobre él’. Su intención era de salvarle de sus hermanos para devolverlo a su padre. Y ocurrió que cuando llegó José donde sus hermanos, éstos despojaron a José de tu túnica (como a Jesús de la suya los soldados: esto lo digo yo), aquella túnica de amplias mangas que llevaba puesta, y echándole mano lo arrojaron al pozo. Aquel pozo estaba vacío, sin agua. Luego se sentaron a comer” (Génesis 37, 21-25).

¡A comer! Ya lo ves: tu suerte triste no les quitó el hambre, ni mucho menos. Y, si hubieses muerto en ese mismo instante a causa de la caída, ellos igualmente habrían seguido comiendo.

¡Cómo se hace, José, para soportar un odio así de grande y no sufrir vértigos? ¡Por odios más nimios he visto gente llevarse un revolver a la sien! Tú, en cambio, te mantuviste en pie.

“Y levantando los ojos divisaron una caravana de ismaelitas que venían de Galaad, con camellos cargados de almáciga, sandáraca y láudano, que iban bajando hacia Egipto. Entonces Judá dijo a sus hermanos: ‘¿Qué aprovecha que asesinemos a nuestro hermano y luego tapemos su sangre?’ ”. “Para evitar que la sangre de la víctima clamara al cielo –Génesis 4, 10, comenta la Biblia de Jerusalén- el homicida la tapaba con tierra”.

Siguió diciendo Judá: “Venid, vamos a venderle a los ismaelitas, pero no pongamos la mano en él, porque es nuestro hermano”. Y sus hermanos aceptaron la propuesta. “Vendieron a José a los ismaelitas por veinte piezas de plata, y éstos se llevaron a José a Egipto” (Génesis 37, 25-28).

Pero no proseguiré relatando, amigo mío, una historia que todos conocen: la tuya, que es triste, pero con final feliz. ¿Qué niño hay que la ignore? ¿Qué joven no se la sabe? Pero hay algo en ella en la que no todos se detienen y que me interesa subrayar mucho más que otra cosa, al menos por ahora. ¿Quieres saber cuál es? Ésta: el mundo soporta mal a los soñadores.

Platón, el filósofo griego, desterró de su República ideal a los poetas; tus hermanos hicieron lo mismo, pero con los soñadores: con el único soñador que había entre ellos.

La lección no me pasa inadvertida. Antes que los poetas, fueron los soñadores. Porque los soñadores no sirven para las cosas prácticas de la vida, serán siempre odiados por sus hermanos, y siempre desterrados.

¡El mundo no quiere soñadores, José! Los detesta a causa de sus sueños. Lo que el mundo quiere es gente habilidosa, pragmática y eficiente. Personas no que sueñen, sino que den resultados… ¡Adiós, José! Llegado el momento –porque yo también soy, a mi manera, un soñador-, me acordaré de ti. Y le pediré a Dios que me quite todo, si quiere, menos los sueños, que son el verdadero motor de la vida.


¡Qué ingenuo eras, José! ¿Cómo creías que tus sueños iban a conmover a los demás? En realidad, los temían, y a ti te odiaban por soñarlos y luego contárselos. ¿Por qué no te los guardaste para ti? Pero, en cambio, ibas con tus once hermanos y con tu voz clara como el día les decías: “Oíd el sueño que he tenido”. Y ellos tensaban la oreja y se dirigían unos a otros miradas socarronas. A decir verdad, tus hermanos ya te odiaban antes de que te convirtieras en el soñador de la familia, porque tu padre, como dice el libro santo, te amaba más que a todos sus otros hijos y te había dado lo que a ellos nunca les dio: una túnica de amplias mangas…

“Oíd el sueño que he tenido. Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas le hacían rueda y se inclinaban hacia la mía”.

¡Hijo mío! ¿Cómo querían que tus hermanos festejaran tus sueños? ¿Por qué fuiste tan imprudente, José? ¡Esos sueños no se cuentan! Y, por supuesto, tus hermanos, rabiando como perros, te dijeron con destemplada voz: “¿Será que vais a reinar sobre nosotros o que vas a tenernos dominados?”. Aquello les parecía el colmo. “Y –sigue diciendo el texto- acumularon todavía más odio contra él a causa de sus sueños y de sus palabras” (Génesis 37, 8).

Pero tú no te dabas cuenta –en el fondo, eras un niño- del furor que causaban tus visiones, pues volviste a tener otro sueño e igualmente lo contaste a padre, madre y hermanos: “He tenido otro sueño. Resulta que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí”.

Esta vez Jacob, tu padre, tuvo que tomar cartas en el asunto, como se dice. ¡Claro, ya era demasiado! Se mesó la barba y, sumamente preocupado, te llamó al orden: “¿Es que yo, tu madre y tus hermanos vamos a venir a inclinarnos ante ti hasta el suelo?” (Génesis 37, 10).

¿Qué pensaba tu madre de todo esto? Nunca lo sabremos; pero, lo que es tu padre, estaba enojadísimo, a pesar del gran amor que te tenía.

¡Qué triste historia la tuya, José! Y todo a causa de tus sueños. Un día fuiste a buscar a tus hermanos, que se encontraban lejos de casa, en el campo, y ellos, al ver que te acercabas, fraguaron planes siniestros: “Ellos le vieron de lejos, y antes de que se les acercara, conspiraron contra él para matarle, y se decían unos a otros: ‘¡Ahí viene el soñador! Ahora, pues, venid, matémosle y echémosle en un pozo cualquiera, y diremos que algún animal feroz lo devoró. ¡Ya veremos en qué paran sus sueños!’ ” (Génesis 37, 18-20).

¿Sabías, José, hasta qué punto eras odiado? No, no lo sabías. ¡Y por tus hermanos, además! Los que debían amarte no querían sino matarte.

“Rubén –uno de los once- los oyó y lo libró de sus manos. Dijo: ‘No atentemos contra su vida. No derraméis su sangre. Echadle a ese pozo que hay en el páramo, pero no pongáis la manos sobre él’. Su intención era de salvarle de sus hermanos para devolverlo a su padre. Y ocurrió que cuando llegó José donde sus hermanos, éstos despojaron a José de tu túnica (como a Jesús de la suya los soldados: esto lo digo yo), aquella túnica de amplias mangas que llevaba puesta, y echándole mano lo arrojaron al pozo. Aquel pozo estaba vacío, sin agua. Luego se sentaron a comer” (Génesis 37, 21-25).

¡A comer! Ya lo ves: tu suerte triste no les quitó el hambre, ni mucho menos. Y, si hubieses muerto en ese mismo instante a causa de la caída, ellos igualmente habrían seguido comiendo.

¡Cómo se hace, José, para soportar un odio así de grande y no sufrir vértigos? ¡Por odios más nimios he visto gente llevarse un revolver a la sien! Tú, en cambio, te mantuviste en pie.

“Y levantando los ojos divisaron una caravana de ismaelitas que venían de Galaad, con camellos cargados de almáciga, sandáraca y láudano, que iban bajando hacia Egipto. Entonces Judá dijo a sus hermanos: ‘¿Qué aprovecha que asesinemos a nuestro hermano y luego tapemos su sangre?’ ”. “Para evitar que la sangre de la víctima clamara al cielo –Génesis 4, 10, comenta la Biblia de Jerusalén- el homicida la tapaba con tierra”.

Siguió diciendo Judá: “Venid, vamos a venderle a los ismaelitas, pero no pongamos la mano en él, porque es nuestro hermano”. Y sus hermanos aceptaron la propuesta. “Vendieron a José a los ismaelitas por veinte piezas de plata, y éstos se llevaron a José a Egipto” (Génesis 37, 25-28).

Pero no proseguiré relatando, amigo mío, una historia que todos conocen: la tuya, que es triste, pero con final feliz. ¿Qué niño hay que la ignore? ¿Qué joven no se la sabe? Pero hay algo en ella en la que no todos se detienen y que me interesa subrayar mucho más que otra cosa, al menos por ahora. ¿Quieres saber cuál es? Ésta: el mundo soporta mal a los soñadores.

Platón, el filósofo griego, desterró de su República ideal a los poetas; tus hermanos hicieron lo mismo, pero con los soñadores: con el único soñador que había entre ellos.

La lección no me pasa inadvertida. Antes que los poetas, fueron los soñadores. Porque los soñadores no sirven para las cosas prácticas de la vida, serán siempre odiados por sus hermanos, y siempre desterrados.

¡El mundo no quiere soñadores, José! Los detesta a causa de sus sueños. Lo que el mundo quiere es gente habilidosa, pragmática y eficiente. Personas no que sueñen, sino que den resultados… ¡Adiós, José! Llegado el momento –porque yo también soy, a mi manera, un soñador-, me acordaré de ti. Y le pediré a Dios que me quite todo, si quiere, menos los sueños, que son el verdadero motor de la vida.