/ domingo 13 de octubre de 2019

El mal de quejarse

-Hijo, no te quejes. Nada causa tan mala impresión a los hombres como los lamentos constantes. El hombre o la mujer que se quejan siempre, se vuelven antipáticos y la gente huye de ellos como de un incendio. Los quejumbrosos, hijo, son los seres más solitarios que conozco. ¿Qué es lo que buscan con sus lamentos? Compasión. ¿Y qué reciben a cambio? Desprecio. Desprecio sí, hijo, porque siempre hay y habrá en este pobre mundo quien sufra más que nosotros, y también quien más aguante.

Hay, como lo sabes, gente así: que se enoja con el sol, que riñe con la lluvia, que se enfada con las estrellas, que todo lo encuentran mal, y hasta muy mal. Seguramente habrás escuchado la historia de aquel hombre que andaba siempre enfadado y que un día, al ver llover a través de la ventana, dijo así a su mujer:

-¡Esta maldita lluvia!

-¿Y a ti que te importa que llueva o no llueva? –le preguntó la esposa.

-A mí, la verdad, que llueva o no llueva me importa un rábano –contestó el hombre-. Pero pienso en los labradores y en lo mal que se lo deberán estar pasando.

Si la esposa hubiera dicho a este energúmeno que quizá los labradores no se lo estuvieran pasando tan mal, éste se habría mostrado más que sorprendido. Sí, hijo, hay quienes quieren ablandar el corazón de los otros con lamentos y gemidos, pero querer ablandar el corazón de los otros con lamentos y gemidos es como querer comer sopa valiéndonos de un tenedor. ¡Una pulmonía, hijo, no se cura con aspirinas! Tampoco se curan las penas contándoselas al primero que pasa.

¿Has leído una novela de Camilo José Cela (1916-2002) titulada Mrs. Caldwell habla con su hijo? Seguramente no, pues los jóvenes andan siempre con el celular en la mano; además, como me dijiste hace unos días, lo que hoy se lleva son las historias de vampiros. Sin embargo, harías bien en leer esta novela, aunque no sea nueva, sino de 1953: en ella encontrarás un breve capítulo dedicado a las almas quejumbrosas. ¿Soportarás que lo transcriba aquí, en esta carta, que me había jurado a mí mismo que no rebasaría la longitud de una nota o quizá de un comunicado urgente? Se trata del capítulo número 25 de este libro inolvidable, capítulo en el que Mrs. Caldwell, hablando por escrito con su idolatrado hijo Eliacim, muerto en las procelosas aguas del mar Egeo, dice lo siguiente a propósito de una maestra que todo en la vida lo encuentra mal. Escucha con atención:

“Es una vieja maestra de la que yo, hijo mío, guardo muy mal recuerdo. Te ruego que lo compartas conmigo. No huele bien, sino mal, y no admite que nadie haga nada bien hecho, ni a derechas.

“Si se habla del tiempo, dice que el tiempo es malo. ¿Malo del todo? Bien, cuando menos malo para la salud o malo para la agricultura.

“Si se habla del hermoso sol que luce en el cielo, dice que el hermoso sol que luce en el cielo es malo. ¿Malo del todo? Sí, sin duda, es un sol precursor de la tormenta. ¡Ay, santo Dios, las chispas eléctricas, que matan a los pastorcillos del monte!

“Si se habla de Natalia, que tiene unos hondos y negros ojos bellísimos, dice que Natalia es indecente y viciosa, que se le ve en sus hondos y negros ojos bellísimos, aparentemente bellísimos. ¿Por qué?, ¿qué ha hecho? ¡Ah! Hay que ver más allá de lo que se hace o de lo que no se hace! ¿Para qué nos ha dado Dios la capacidad de deducción?

“Si se habla del alcalde, dice que el alcalde es ladrón, ladrón en potencia, que son los peores…

“Yo, ya te digo, le desearía la muerte entre espantosos y lentos tormentos chinos”.

¿Lo ves, hijo? Ésta es la reacción que produce el talante quejumbroso: que todo mundo le desee la muerte entre espantosos y lentos tormentos chinos para que ahora sí se queje de veras.

He aquí, hijo, una máxima salvadora: no exagerar, no exagerar por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia. “Uno –dice Baltasar Gracián (1601-1658) en su Oráculo manual- debe ser tan dueño de sí que, ni en la mayor prosperidad ni en la mayor calamidad, pueda nadie criticarlo por haber perdido la compostura; así, quien posea esta virtud será admirado como superior”.

¡Qué grandes nos parecen aquellos que, habiendo sufrido los más penosos reveses, apenas osan abrir la boca para pedir lástima o ya por lo menos un poco de compasión! En cambio, qué impresión de pequeñez suscitan en nosotros esos otros que de un pinchazo de alfiler montan un drama de tamaño universal. Por eso, hijo, no te quejes. Además, aquellos a quienes referimos nuestras cuitas están tan ocupados tratando de aliviar las suyas propias que apenas reparan en las nuestras. Los otros, hijo mío, siempre ven las penas ajenas como con un lente reductor, de modo que nada les parece más insignificante que nuestras desgracias. ¡Para desgracias –piensan éstos-, las de ellos! ¡Así que a callar, hijo mío! A nadie enternecerás con la larga lista de tus desventuras. Y, para acabar de una vez por todas con esta carta que ya me va pareciendo larga a mí también, permíteme dejar caer en ella, a modo de despedida, un pensamiento de Noel Clarasó (1899-1985) que te pido no olvides jamás: “Hemos visto a tanta gente desgraciada y digna de compasión, que nuestros corazones están agotados y sólo en casos extremos pueden compadecer. A uno cualquiera que se queje, no. Y este que se queja sólo conseguirá fastidiarnos y darnos una pobre idea de sí mismo. ¡Oh ese señor grotesco que se lamenta de haber perdido una mañana en oficinas del Estado, o de sus contratiempos financieros, o de la animosidad de un vecino agresivo! ¿Cómo no advierte que nada le solucionaremos y que no le podemos imaginar sentado impaciente en un pasillo, arruinado o víctima del vecino, sin soltar el trapo de la risa?”.


-Hijo, no te quejes. Nada causa tan mala impresión a los hombres como los lamentos constantes. El hombre o la mujer que se quejan siempre, se vuelven antipáticos y la gente huye de ellos como de un incendio. Los quejumbrosos, hijo, son los seres más solitarios que conozco. ¿Qué es lo que buscan con sus lamentos? Compasión. ¿Y qué reciben a cambio? Desprecio. Desprecio sí, hijo, porque siempre hay y habrá en este pobre mundo quien sufra más que nosotros, y también quien más aguante.

Hay, como lo sabes, gente así: que se enoja con el sol, que riñe con la lluvia, que se enfada con las estrellas, que todo lo encuentran mal, y hasta muy mal. Seguramente habrás escuchado la historia de aquel hombre que andaba siempre enfadado y que un día, al ver llover a través de la ventana, dijo así a su mujer:

-¡Esta maldita lluvia!

-¿Y a ti que te importa que llueva o no llueva? –le preguntó la esposa.

-A mí, la verdad, que llueva o no llueva me importa un rábano –contestó el hombre-. Pero pienso en los labradores y en lo mal que se lo deberán estar pasando.

Si la esposa hubiera dicho a este energúmeno que quizá los labradores no se lo estuvieran pasando tan mal, éste se habría mostrado más que sorprendido. Sí, hijo, hay quienes quieren ablandar el corazón de los otros con lamentos y gemidos, pero querer ablandar el corazón de los otros con lamentos y gemidos es como querer comer sopa valiéndonos de un tenedor. ¡Una pulmonía, hijo, no se cura con aspirinas! Tampoco se curan las penas contándoselas al primero que pasa.

¿Has leído una novela de Camilo José Cela (1916-2002) titulada Mrs. Caldwell habla con su hijo? Seguramente no, pues los jóvenes andan siempre con el celular en la mano; además, como me dijiste hace unos días, lo que hoy se lleva son las historias de vampiros. Sin embargo, harías bien en leer esta novela, aunque no sea nueva, sino de 1953: en ella encontrarás un breve capítulo dedicado a las almas quejumbrosas. ¿Soportarás que lo transcriba aquí, en esta carta, que me había jurado a mí mismo que no rebasaría la longitud de una nota o quizá de un comunicado urgente? Se trata del capítulo número 25 de este libro inolvidable, capítulo en el que Mrs. Caldwell, hablando por escrito con su idolatrado hijo Eliacim, muerto en las procelosas aguas del mar Egeo, dice lo siguiente a propósito de una maestra que todo en la vida lo encuentra mal. Escucha con atención:

“Es una vieja maestra de la que yo, hijo mío, guardo muy mal recuerdo. Te ruego que lo compartas conmigo. No huele bien, sino mal, y no admite que nadie haga nada bien hecho, ni a derechas.

“Si se habla del tiempo, dice que el tiempo es malo. ¿Malo del todo? Bien, cuando menos malo para la salud o malo para la agricultura.

“Si se habla del hermoso sol que luce en el cielo, dice que el hermoso sol que luce en el cielo es malo. ¿Malo del todo? Sí, sin duda, es un sol precursor de la tormenta. ¡Ay, santo Dios, las chispas eléctricas, que matan a los pastorcillos del monte!

“Si se habla de Natalia, que tiene unos hondos y negros ojos bellísimos, dice que Natalia es indecente y viciosa, que se le ve en sus hondos y negros ojos bellísimos, aparentemente bellísimos. ¿Por qué?, ¿qué ha hecho? ¡Ah! Hay que ver más allá de lo que se hace o de lo que no se hace! ¿Para qué nos ha dado Dios la capacidad de deducción?

“Si se habla del alcalde, dice que el alcalde es ladrón, ladrón en potencia, que son los peores…

“Yo, ya te digo, le desearía la muerte entre espantosos y lentos tormentos chinos”.

¿Lo ves, hijo? Ésta es la reacción que produce el talante quejumbroso: que todo mundo le desee la muerte entre espantosos y lentos tormentos chinos para que ahora sí se queje de veras.

He aquí, hijo, una máxima salvadora: no exagerar, no exagerar por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia. “Uno –dice Baltasar Gracián (1601-1658) en su Oráculo manual- debe ser tan dueño de sí que, ni en la mayor prosperidad ni en la mayor calamidad, pueda nadie criticarlo por haber perdido la compostura; así, quien posea esta virtud será admirado como superior”.

¡Qué grandes nos parecen aquellos que, habiendo sufrido los más penosos reveses, apenas osan abrir la boca para pedir lástima o ya por lo menos un poco de compasión! En cambio, qué impresión de pequeñez suscitan en nosotros esos otros que de un pinchazo de alfiler montan un drama de tamaño universal. Por eso, hijo, no te quejes. Además, aquellos a quienes referimos nuestras cuitas están tan ocupados tratando de aliviar las suyas propias que apenas reparan en las nuestras. Los otros, hijo mío, siempre ven las penas ajenas como con un lente reductor, de modo que nada les parece más insignificante que nuestras desgracias. ¡Para desgracias –piensan éstos-, las de ellos! ¡Así que a callar, hijo mío! A nadie enternecerás con la larga lista de tus desventuras. Y, para acabar de una vez por todas con esta carta que ya me va pareciendo larga a mí también, permíteme dejar caer en ella, a modo de despedida, un pensamiento de Noel Clarasó (1899-1985) que te pido no olvides jamás: “Hemos visto a tanta gente desgraciada y digna de compasión, que nuestros corazones están agotados y sólo en casos extremos pueden compadecer. A uno cualquiera que se queje, no. Y este que se queja sólo conseguirá fastidiarnos y darnos una pobre idea de sí mismo. ¡Oh ese señor grotesco que se lamenta de haber perdido una mañana en oficinas del Estado, o de sus contratiempos financieros, o de la animosidad de un vecino agresivo! ¿Cómo no advierte que nada le solucionaremos y que no le podemos imaginar sentado impaciente en un pasillo, arruinado o víctima del vecino, sin soltar el trapo de la risa?”.