/ domingo 10 de febrero de 2019

El Ladrón de Órganos

En 1956, Wenceslao Fernández Flores, el famosísimo escritor español, publicó un extraño relato titulado El ladrón de glándulas. ¿El ladrón de glándulas? Hoy sería, sin duda, mucho más sensacional titularlo El ladrón de órganos. ¡No importa! La historia es tan interesante que sería un pecado no contarla aquí.

Una vez, un millonario argentino que tenía miedo a hacerse viejo, se puso a recorrer el mundo en busca de un individuo atlético, joven y vigoroso que le vendiera sus glándulas –no sabemos cuáles: Wenceslao Fernández Flores no nos lo dice- para que éstas le fueran trasplantadas por una eminencia médica a la que él conocía y dela que era amigo desde hacía tiempo. Ésta le había dicho: “Si encuentras a un hombre así y asá y logras hacerte con sus glándulas, yo te las trasplanto en un dos por tres y volverás a ser joven otra vez”.

¡Ah, qué oferta tan tentadora! Entonces, ¿era posible volver a vivir la dorada juventud? “¡Pero claro que es posible!”, le había asegurado el médico. Y así fue como el ávido millonario se puso a recorrer el mundo en busca del sujeto que reuniera, por decirlo así, todos los requisitos. Tras muchas vueltas alrededor del globo, finalmente lo encontró en la persona de Jaime Escobar, un futbolista que fue a veranear a Biarritz y cometió la tontería de ponérsele enfrente al argentino.

“¡Éste! ¡Éste es el elegido!”, exclamó el millonario cuando vio al futbolista dorándose la espalda al sol. Se acercó a él, le invitó una copa y le ofreció millón y medio de pesetas por sus glándulas, suma que ignoro a cuántos dólares equivaldría en 1956. A Jaime Escobar se le pusieron los ojos como platos. ¡Un millón y medio de pesetas! Pero no. No vendería sus glándulas por esa suma ni por una aún más elevada. ¿Cómo iba a venderle sus glándulas? El millonario argentino trató de persuadirlo con todos los argumentos posibles, pero como aquél no se rendía a ninguno, tuvo al final que secuestrarlo valiéndose de unos matones a sueldo que trabajaban para él.

No contaremos aquí la historia entera, sino sólo el diálogo que tiene lugar entre el millonario y el futbolista poco antes de que éste fuera sedado y puesto a disposición del cirujano:

“-Oiga, Escobar –dice el primero, encendiendo un cigarrillo y echándole el humo en la cara-, si continúa así, el marinero que está detrás de usted le llevará al camarote. ¿Con qué derecho me hace usted esto?, pregunta. Voy a decírselo con toda crudeza; con el derecho que me otorga mi superioridad. Tengo mucha más cultura, mecho más talento, mucha más utilidad social, un cerebro más rico que el suyo. La humanidad no es una simple cuestión morfológica; que su aspecto se parezca al mío no tiene ninguna importancia: hay algunos perros que están más próximos a mí que algunos hombres. Pero usted posee una ventaja secundaria: la pujanza de su organismo; pero un rinoceronte tiene más, y yo no lo estimo por eso. Para mí, usted es un ser inferior, un hombre vulgar, una unidad de la muchedumbre de rezagados. Si yo desaparezco o declino, la humanidad pierde un factor de progreso. Si usted desaparece o declina, la humanidad no pierde nada; usted se dedica a fortalecer sus músculos, a pegar patadas a una pelota; también a copiar unas cartas en una oficina. Bien. Suprimido Jaime Escobar, millones de piernas golpearían, en un empeño igualmente imbécil, esa pelota, y millones de manos copiarían esas cartas. Lo que usted hace lo puede hacer una máquina. Usted es un hombre de bazar, de serie. A individuos como usted, la Sociedad los gasta en los ejércitos, en las oficinas, en la abogacía y en las porterías de las casas; son uniformemente grises, inútiles y subalternos. Inferiores hasta con relación a esas máquinas que les sustituyen con grandes ventajas y contra las que protestan, porque se advierten vergonzosamente vencidos por ellas, por la misma vil materia inerte, mecánicamente organizada. Yo soy más que usted; yo he dicho algo nuevo a los hombres; les he enseñado más de una verdad que no sabían, y aún puedo iluminarles con otras. Soy más que usted, valgo más que usted, que no cuenta con otro bien que el bien animal de su juventud, y hasta ese es de tal categoría que se le puede robar, trasplantar; y usted no puede trasplantarse mi talento”…

Jaime Escobar, el futbolista, escucha aterrorizado estas palabras, como ya podrá imaginarse el lector; y es tan grande su confusión que únicamente se limita a decir:

“-Yo no seré un hombre genial, pero tengo derecho a la vida”.

Objeción a la que el millonario argentino respondió así:

“-No se la quito a usted; me apodero de lo que me hace falta, sin el menor escrúpulo. Y lo que yo hago ahora será acaso normal en otras edades todavía lejanas, cuando las ciencias médicas hayan aumentado el caudal de su sabiduría. Yo no creo que se encuentre la fórmula química que regenere nuestro organismo gastado por la senectud, pero vislumbro la remota posibilidad de sustituir los miembros envejecidos por injertos de otros más jóvenes. Si esto llegase a ocurrir, los hombres como usted alcanzarían la representación que tienen las piezas de recambio guardadas en un almacén. Se fortalecerían en los deportes, en espera de que una voz sonase: ‘¡A ver un estómago sano, que lo necesita un artista!’, o ‘¡Venga un corazón robusto, que desfallece el de un sabio!’, o ‘¡Un brazo! ¡Un ojo! ¡Un litro de sangre! ¡Un trozo de piel!’. Porque el artista y el sabio precisan una vida larga para el perfecto desarrollo de su obra”…

¡Dios mío! ¡Pensar que estas palabras fueron escritas en 1956 y que hoy se están cumpliendo casi al pie de la letra!

Y lo que yo hago ahora será acaso normal en otras edades todavía lejanas… ¡Miserable! Y, sin embargo, estamos vislumbrando ya el cumplimiento de tan trágica profecía.


En 1956, Wenceslao Fernández Flores, el famosísimo escritor español, publicó un extraño relato titulado El ladrón de glándulas. ¿El ladrón de glándulas? Hoy sería, sin duda, mucho más sensacional titularlo El ladrón de órganos. ¡No importa! La historia es tan interesante que sería un pecado no contarla aquí.

Una vez, un millonario argentino que tenía miedo a hacerse viejo, se puso a recorrer el mundo en busca de un individuo atlético, joven y vigoroso que le vendiera sus glándulas –no sabemos cuáles: Wenceslao Fernández Flores no nos lo dice- para que éstas le fueran trasplantadas por una eminencia médica a la que él conocía y dela que era amigo desde hacía tiempo. Ésta le había dicho: “Si encuentras a un hombre así y asá y logras hacerte con sus glándulas, yo te las trasplanto en un dos por tres y volverás a ser joven otra vez”.

¡Ah, qué oferta tan tentadora! Entonces, ¿era posible volver a vivir la dorada juventud? “¡Pero claro que es posible!”, le había asegurado el médico. Y así fue como el ávido millonario se puso a recorrer el mundo en busca del sujeto que reuniera, por decirlo así, todos los requisitos. Tras muchas vueltas alrededor del globo, finalmente lo encontró en la persona de Jaime Escobar, un futbolista que fue a veranear a Biarritz y cometió la tontería de ponérsele enfrente al argentino.

“¡Éste! ¡Éste es el elegido!”, exclamó el millonario cuando vio al futbolista dorándose la espalda al sol. Se acercó a él, le invitó una copa y le ofreció millón y medio de pesetas por sus glándulas, suma que ignoro a cuántos dólares equivaldría en 1956. A Jaime Escobar se le pusieron los ojos como platos. ¡Un millón y medio de pesetas! Pero no. No vendería sus glándulas por esa suma ni por una aún más elevada. ¿Cómo iba a venderle sus glándulas? El millonario argentino trató de persuadirlo con todos los argumentos posibles, pero como aquél no se rendía a ninguno, tuvo al final que secuestrarlo valiéndose de unos matones a sueldo que trabajaban para él.

No contaremos aquí la historia entera, sino sólo el diálogo que tiene lugar entre el millonario y el futbolista poco antes de que éste fuera sedado y puesto a disposición del cirujano:

“-Oiga, Escobar –dice el primero, encendiendo un cigarrillo y echándole el humo en la cara-, si continúa así, el marinero que está detrás de usted le llevará al camarote. ¿Con qué derecho me hace usted esto?, pregunta. Voy a decírselo con toda crudeza; con el derecho que me otorga mi superioridad. Tengo mucha más cultura, mecho más talento, mucha más utilidad social, un cerebro más rico que el suyo. La humanidad no es una simple cuestión morfológica; que su aspecto se parezca al mío no tiene ninguna importancia: hay algunos perros que están más próximos a mí que algunos hombres. Pero usted posee una ventaja secundaria: la pujanza de su organismo; pero un rinoceronte tiene más, y yo no lo estimo por eso. Para mí, usted es un ser inferior, un hombre vulgar, una unidad de la muchedumbre de rezagados. Si yo desaparezco o declino, la humanidad pierde un factor de progreso. Si usted desaparece o declina, la humanidad no pierde nada; usted se dedica a fortalecer sus músculos, a pegar patadas a una pelota; también a copiar unas cartas en una oficina. Bien. Suprimido Jaime Escobar, millones de piernas golpearían, en un empeño igualmente imbécil, esa pelota, y millones de manos copiarían esas cartas. Lo que usted hace lo puede hacer una máquina. Usted es un hombre de bazar, de serie. A individuos como usted, la Sociedad los gasta en los ejércitos, en las oficinas, en la abogacía y en las porterías de las casas; son uniformemente grises, inútiles y subalternos. Inferiores hasta con relación a esas máquinas que les sustituyen con grandes ventajas y contra las que protestan, porque se advierten vergonzosamente vencidos por ellas, por la misma vil materia inerte, mecánicamente organizada. Yo soy más que usted; yo he dicho algo nuevo a los hombres; les he enseñado más de una verdad que no sabían, y aún puedo iluminarles con otras. Soy más que usted, valgo más que usted, que no cuenta con otro bien que el bien animal de su juventud, y hasta ese es de tal categoría que se le puede robar, trasplantar; y usted no puede trasplantarse mi talento”…

Jaime Escobar, el futbolista, escucha aterrorizado estas palabras, como ya podrá imaginarse el lector; y es tan grande su confusión que únicamente se limita a decir:

“-Yo no seré un hombre genial, pero tengo derecho a la vida”.

Objeción a la que el millonario argentino respondió así:

“-No se la quito a usted; me apodero de lo que me hace falta, sin el menor escrúpulo. Y lo que yo hago ahora será acaso normal en otras edades todavía lejanas, cuando las ciencias médicas hayan aumentado el caudal de su sabiduría. Yo no creo que se encuentre la fórmula química que regenere nuestro organismo gastado por la senectud, pero vislumbro la remota posibilidad de sustituir los miembros envejecidos por injertos de otros más jóvenes. Si esto llegase a ocurrir, los hombres como usted alcanzarían la representación que tienen las piezas de recambio guardadas en un almacén. Se fortalecerían en los deportes, en espera de que una voz sonase: ‘¡A ver un estómago sano, que lo necesita un artista!’, o ‘¡Venga un corazón robusto, que desfallece el de un sabio!’, o ‘¡Un brazo! ¡Un ojo! ¡Un litro de sangre! ¡Un trozo de piel!’. Porque el artista y el sabio precisan una vida larga para el perfecto desarrollo de su obra”…

¡Dios mío! ¡Pensar que estas palabras fueron escritas en 1956 y que hoy se están cumpliendo casi al pie de la letra!

Y lo que yo hago ahora será acaso normal en otras edades todavía lejanas… ¡Miserable! Y, sin embargo, estamos vislumbrando ya el cumplimiento de tan trágica profecía.