/ miércoles 18 de abril de 2018

El flaco

En el barrio le conocíamos como el “Flaco”, era su estampa de evidente constitución cadavérica, etérea ―carne seca―. Cuando el flaco sonreía, la piel del rostro se restiraba acentuando los pómulos. Seguramente a sabiendas de lo anterior se tapaba la cara con la mano. A este hombre le tocó la flacura que se muestra esquelética, no la desnutrición de panzas infladas por lombrices que abultan el vientre; hambre de barrio, de ejido, de lumpen.

De la infancia recordaba el té de canela y su mitad de bolillo, no del grande ―porque en aquellos tiempos había de dos tamaños―, mitad de bolillo chico. Ese era el nutriente desayuno y, por su dureza, el bolillo también servía para amacizar los dientes… Desayunando-almorzando, ahí en la cocina con toda la familia en plena asamblea, sabroso, calientita la canela y calientes los comentarios. Todos hablando lo suyo y la doña abuela siempre presidiendo el almuerzo.

Comida y cena de la semana eran la mesma mesmedad: frijolitos, sopa aguada en sus decenas de variedades, por ahí y cada 4 meses la cebollita picada en caldo de cabeza y pescuezo de pollo, huevo en salsa y arroz eran el regalo del mes ―en fin la pura nutrición en ausencia―. Eso sí, las tortillas blancas, porque el maíz amarillo, en aquellos tiempos, era solo para los puercos… La tortilla reclama que se mencione el que no solo servía como cuchara, no; era plato, taco y tenedor. Además, solo con ella, restregándola por el molcajete, se podía enchilar en aquel manjar de chile serrano, sal en grano y algunos cominos.

El flaco, carne seca o suspiro, influenciado por el gemelo que no tenía, encamino sus pasos con rumbo al “gabacho” buscando por donde colársele a la vida. Cala hondo el no aportar nada a la casa. Se atraganta la tortilla…

Temprano las mujeres inician a barrer y trapear. “Levanta los pies”, te dicen. “Pásate para la otra silla”, continúan un momento después… Ahí te das cuenta de que eres un estorbo. El remedio es salirte a la calle, buscar a tus iguales.

―De aquí para adelante silencitos ―señaló don coyote ya estando en tierra americana―. Y como dijo el Cochiloco: “Aquí mero es el infierno”.

Aquello por las noches era una hielera y en el día como si caminaras sobre de un comal. Las hormigas te invaden y ahí vas como alma en pena rascándote… Al llegar la noche no sientes alivio de frescura. De pronto, en una sola parpadeada, el frío como vaho de refrigerador grita: ¡Presente!, y lueguito te acuerdas de la cobija que botaste al segundo día, por pesada y caliente.

Y ahí vas en tus alucines para de pronto ver una construcción guarnecida por malla y perfil tubular, pegadito cada perfil uno de otro. La parte superior con alambrada erizada de púas… Rodeamos la cerca viendo los abrevaderos secos, ciertamente, pero con la certeza de que ahí había agua... Sorpresivamente, como un fantasma, el flaco ya se paseaba por dentro de aquella construcción ―por flaco y poco cabezón― donde nadie cabía. Él solo llegó y se metió. Pero la válvula estaba resguardada dentro de la caseta, la puerta era galvanizada y tenía dos candados. No había mucho que hacer.

En esos casos el silencio no es sepulcral. Es un silencio con verdadero peso específico de rabia y desilusión… Y así fue. Cuando todos estábamos colgados de la malla, como changos en cautiverio, en un bebedero que los gringos hacen para su ganado, vimos como el flaco, después de patear la puerta, vio un bote de plástico sobre una saliente de la caseta. Sin decir nada, cansadamente, destapo la garrafa y se tomó, sin despegar la botella de su boca, casi la mitad del líquido… Dijeron que era desinfectante. Él allá se quedó. Todo se filmo, había cámaras, ¿sueño americano?- ¡despojo, racismo y muerte-!

En el barrio le conocíamos como el “Flaco”, era su estampa de evidente constitución cadavérica, etérea ―carne seca―. Cuando el flaco sonreía, la piel del rostro se restiraba acentuando los pómulos. Seguramente a sabiendas de lo anterior se tapaba la cara con la mano. A este hombre le tocó la flacura que se muestra esquelética, no la desnutrición de panzas infladas por lombrices que abultan el vientre; hambre de barrio, de ejido, de lumpen.

De la infancia recordaba el té de canela y su mitad de bolillo, no del grande ―porque en aquellos tiempos había de dos tamaños―, mitad de bolillo chico. Ese era el nutriente desayuno y, por su dureza, el bolillo también servía para amacizar los dientes… Desayunando-almorzando, ahí en la cocina con toda la familia en plena asamblea, sabroso, calientita la canela y calientes los comentarios. Todos hablando lo suyo y la doña abuela siempre presidiendo el almuerzo.

Comida y cena de la semana eran la mesma mesmedad: frijolitos, sopa aguada en sus decenas de variedades, por ahí y cada 4 meses la cebollita picada en caldo de cabeza y pescuezo de pollo, huevo en salsa y arroz eran el regalo del mes ―en fin la pura nutrición en ausencia―. Eso sí, las tortillas blancas, porque el maíz amarillo, en aquellos tiempos, era solo para los puercos… La tortilla reclama que se mencione el que no solo servía como cuchara, no; era plato, taco y tenedor. Además, solo con ella, restregándola por el molcajete, se podía enchilar en aquel manjar de chile serrano, sal en grano y algunos cominos.

El flaco, carne seca o suspiro, influenciado por el gemelo que no tenía, encamino sus pasos con rumbo al “gabacho” buscando por donde colársele a la vida. Cala hondo el no aportar nada a la casa. Se atraganta la tortilla…

Temprano las mujeres inician a barrer y trapear. “Levanta los pies”, te dicen. “Pásate para la otra silla”, continúan un momento después… Ahí te das cuenta de que eres un estorbo. El remedio es salirte a la calle, buscar a tus iguales.

―De aquí para adelante silencitos ―señaló don coyote ya estando en tierra americana―. Y como dijo el Cochiloco: “Aquí mero es el infierno”.

Aquello por las noches era una hielera y en el día como si caminaras sobre de un comal. Las hormigas te invaden y ahí vas como alma en pena rascándote… Al llegar la noche no sientes alivio de frescura. De pronto, en una sola parpadeada, el frío como vaho de refrigerador grita: ¡Presente!, y lueguito te acuerdas de la cobija que botaste al segundo día, por pesada y caliente.

Y ahí vas en tus alucines para de pronto ver una construcción guarnecida por malla y perfil tubular, pegadito cada perfil uno de otro. La parte superior con alambrada erizada de púas… Rodeamos la cerca viendo los abrevaderos secos, ciertamente, pero con la certeza de que ahí había agua... Sorpresivamente, como un fantasma, el flaco ya se paseaba por dentro de aquella construcción ―por flaco y poco cabezón― donde nadie cabía. Él solo llegó y se metió. Pero la válvula estaba resguardada dentro de la caseta, la puerta era galvanizada y tenía dos candados. No había mucho que hacer.

En esos casos el silencio no es sepulcral. Es un silencio con verdadero peso específico de rabia y desilusión… Y así fue. Cuando todos estábamos colgados de la malla, como changos en cautiverio, en un bebedero que los gringos hacen para su ganado, vimos como el flaco, después de patear la puerta, vio un bote de plástico sobre una saliente de la caseta. Sin decir nada, cansadamente, destapo la garrafa y se tomó, sin despegar la botella de su boca, casi la mitad del líquido… Dijeron que era desinfectante. Él allá se quedó. Todo se filmo, había cámaras, ¿sueño americano?- ¡despojo, racismo y muerte-!

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