/ domingo 27 de septiembre de 2020

El Escondite

Si tuvo tiempo para ello (quiero decir, si sus múltiples ocupaciones se lo permitieron) y leyó usted, amigo, mi artículo de la semana pasada, recordará, sin duda, a aquel antipático personaje llamado Eugenio Bar que, por amar la vida libre mucho más que a su mujer y a sus hijos, lindamente se fue de casa, abandonándolos a su suerte.

También recordará, entonces, que nos referimos a un secreto inconfensable. Pues bien, hoy dejará de serlo y hablaremos de él tan desenvueltamente como lo hizo Hermann Kesten (1900-1996) en José busca la libertad, una de sus primeras novelas. ¿Se acuerda que aquella familia de la que hablamos estaba compuesta por un padre asuente (Eugenio Bar), de una madre que hacía lo que podía (Constantina Ross) y de tres hijos: Thinka, Luisa y José? Lo que no dijimos entonces –omisión imperdonable- es que toda la historia transcurre durante el día en que éste cumple trece años de edad. ¡Ah, pero en tan pocas horas suceden tantas cosas!...

A esta familia un tanto disfuncional (y en muchos sentidos lo era) se había agregado un miembro más: Stefan Ross, hombre de treinta y seis años, hermano de Constantina, aventurero y calavera como había pocos. El tío Ross, como se le llamaba en casa, fracasó en todo, de manera que al cabo de los años, con una mano atrás y otra adelante, había regresado, tras darle varias vueltas al mundo, a pedir alojamiento a los únicos familiares que le quedaban. ¡Ah, el famoso tío Ross! Era un desvergonzado, un desobligado y un pillo. José lo quería porque era su tío, pero un día… Bueno, un día, queriendo comprobar cómo funcionaban las cosas sin él, se escondió en un rincón de la casa para espiar a sus moradores. ¡No lo hubiera hecho! Sus descubrimientos lo dejaron mortalmente herido. “Su propósito –apunta Kesten- era ocultarse tras el colchón, entre trajes viejos y ropa blanca, y espiar desde allí a su familia. De este modo se enteraría de todos los secreros. Ya lo había intentado en otras ocasiones, pero una vez se había dormido, otra había sentido hambre y no había visto ni oído nada que le recompensase de su voluntaria prisión. Sin embargo, esto no lo disuadió de su propósito. Hoy se propuso volver a su escondite… El que escucha, su mal oye, recordó; pero se tranquilizó con la idea de que los proverbios mienten por aquello de que generalizan demasiado”.

En fin, aquel día José se enteró de muchas cosas, todas ellas desagradables y ni una sola placentera. Descubrió, por ejemplo, que el tío Ross hablaba con Thinka, la mayor de sus hermanas, no como habla un tío con su sobrina, sino como un novio con su novia; y, peor aún que eso, que la tocaba como un esposo toca a su esposa. ¿Qué misterio esa éste? Y, por lo demás, ¿no hubiese sido necesario que Thinka se alejase de allí y huyera? Pero no, Thinka no huía: simplemente lo dejaba hacer. Y por si esto fuera poco, también ella besaba; besaba al tío, pero no con los besos que le daba su madre a él, por ejemplo, sino más largos, más apasionados y por si fuera poco en la boca. José hubiera querido salir de su escondite y poner los puntos sobre las íes, pero le venció el miedo, sintió eso que se llama “la vergüenza ajena” y se quedó en su escondrijo como petrificado. De pronto Thinka dijo que estaba embarazada y que no sabía qué hacer porque de seguro en su trabajo la despedirían. El tío Ross guardó silencio, como no comprendiendo lo que acababa de escuchar. Y, no obstante eso, sí: el hijo que Thinka esperaba era suyo, es decir, del tío Ross, pues, según aclaró inmediatamente, no había tenido relaciones con nadie más.

¿Relaciones? ¿Qué era eso de tener relaciones?, se preguntó José. Pero ya no tuvo tiempo para buscar una respuesta, pues el tío, rompiendo el silencio, dijo que lo sentía mucho, pero que en su vida había otras mujeres y que no estaba dispuesto a… Thinka echó a llorar, y a correr, y José permaneció allí, en su puesto, sin saber cómo acabría esa hiostoria que, con sólo escucharla, lo había convertido en un hombre. Un hombre amargado y viejo que, si puediera, haría volar el mundo en pedazos. “José, en su escondrijo, pensaba que la vida oculta horrendos abismos”. “Soy un niño –se decía a sí mismo-, y mi niñez me agobia como este nicho donde estoy.

Necesito ser libre. Los debo matar a todos. No en la realidad, pero sí en el pensamiento, en mi vida. Para mí, es como si hubiesen muerto”. La tarde de aquel mismo día, además de en el pensamiento y en el sentimiento, Thinka murió también en la realidad. Ante la idea de tener un hijo de su propio tío, se arrojó en las aguas de un canal. Por la noche, su cuerpo reposaba ya en la plancha de un sucio hospital para personas sin dinero. “Thinka no podía sonreír. Lo más que podía hacer era oler a muerto. Y eso era, en efecto, lo que hacía concienzudamente”.

Ah, pero no es para contar esta historia truculenta por lo que me he puesto a escribir estas líneas, sino por lo que apunta el novelista a propósito de esta pobre mujer, Thinka, muerta a los diecisiete años: “Thinka desfallecía en su esperanza. La culpa de todo la tenía aquella horrible vergüenza de sí. Thinka había sido demasiado orgullosa, demasiado pagada de sí misma, demasiado llena de vanidad. Ni sabía avergonzarse con sencillez y modestia ni sabía ser cínica. Buscaba una salida. Pero no la encontró en sí misma.

Como no era creyente, tampoco la encontró en Dios. El doctor Bar había prescindido de Dios en la educación de sus hijos. Entonces Thinka buscó un hombre en quien hallar apoyo. Topó con el tío Ross. Le amó. Ante él no sentía la menor vergüenza. El amor la extingue. El tío tuvo la culpa. El tío la embarazó. El tío la sedujo.

El tío encendió la llama de su deseo”.Y aquí acaba la historia. Y me quedo con esta frase, que tiene todo el cariz de una advertencia: el que no tiene a Dios para apoyarse, se apoyará en el primero que pase, con todos los riesgos y sinsabores que esto podría comportar. Como sucedió con Thinka. Como sucede casi siempre.

Si tuvo tiempo para ello (quiero decir, si sus múltiples ocupaciones se lo permitieron) y leyó usted, amigo, mi artículo de la semana pasada, recordará, sin duda, a aquel antipático personaje llamado Eugenio Bar que, por amar la vida libre mucho más que a su mujer y a sus hijos, lindamente se fue de casa, abandonándolos a su suerte.

También recordará, entonces, que nos referimos a un secreto inconfensable. Pues bien, hoy dejará de serlo y hablaremos de él tan desenvueltamente como lo hizo Hermann Kesten (1900-1996) en José busca la libertad, una de sus primeras novelas. ¿Se acuerda que aquella familia de la que hablamos estaba compuesta por un padre asuente (Eugenio Bar), de una madre que hacía lo que podía (Constantina Ross) y de tres hijos: Thinka, Luisa y José? Lo que no dijimos entonces –omisión imperdonable- es que toda la historia transcurre durante el día en que éste cumple trece años de edad. ¡Ah, pero en tan pocas horas suceden tantas cosas!...

A esta familia un tanto disfuncional (y en muchos sentidos lo era) se había agregado un miembro más: Stefan Ross, hombre de treinta y seis años, hermano de Constantina, aventurero y calavera como había pocos. El tío Ross, como se le llamaba en casa, fracasó en todo, de manera que al cabo de los años, con una mano atrás y otra adelante, había regresado, tras darle varias vueltas al mundo, a pedir alojamiento a los únicos familiares que le quedaban. ¡Ah, el famoso tío Ross! Era un desvergonzado, un desobligado y un pillo. José lo quería porque era su tío, pero un día… Bueno, un día, queriendo comprobar cómo funcionaban las cosas sin él, se escondió en un rincón de la casa para espiar a sus moradores. ¡No lo hubiera hecho! Sus descubrimientos lo dejaron mortalmente herido. “Su propósito –apunta Kesten- era ocultarse tras el colchón, entre trajes viejos y ropa blanca, y espiar desde allí a su familia. De este modo se enteraría de todos los secreros. Ya lo había intentado en otras ocasiones, pero una vez se había dormido, otra había sentido hambre y no había visto ni oído nada que le recompensase de su voluntaria prisión. Sin embargo, esto no lo disuadió de su propósito. Hoy se propuso volver a su escondite… El que escucha, su mal oye, recordó; pero se tranquilizó con la idea de que los proverbios mienten por aquello de que generalizan demasiado”.

En fin, aquel día José se enteró de muchas cosas, todas ellas desagradables y ni una sola placentera. Descubrió, por ejemplo, que el tío Ross hablaba con Thinka, la mayor de sus hermanas, no como habla un tío con su sobrina, sino como un novio con su novia; y, peor aún que eso, que la tocaba como un esposo toca a su esposa. ¿Qué misterio esa éste? Y, por lo demás, ¿no hubiese sido necesario que Thinka se alejase de allí y huyera? Pero no, Thinka no huía: simplemente lo dejaba hacer. Y por si esto fuera poco, también ella besaba; besaba al tío, pero no con los besos que le daba su madre a él, por ejemplo, sino más largos, más apasionados y por si fuera poco en la boca. José hubiera querido salir de su escondite y poner los puntos sobre las íes, pero le venció el miedo, sintió eso que se llama “la vergüenza ajena” y se quedó en su escondrijo como petrificado. De pronto Thinka dijo que estaba embarazada y que no sabía qué hacer porque de seguro en su trabajo la despedirían. El tío Ross guardó silencio, como no comprendiendo lo que acababa de escuchar. Y, no obstante eso, sí: el hijo que Thinka esperaba era suyo, es decir, del tío Ross, pues, según aclaró inmediatamente, no había tenido relaciones con nadie más.

¿Relaciones? ¿Qué era eso de tener relaciones?, se preguntó José. Pero ya no tuvo tiempo para buscar una respuesta, pues el tío, rompiendo el silencio, dijo que lo sentía mucho, pero que en su vida había otras mujeres y que no estaba dispuesto a… Thinka echó a llorar, y a correr, y José permaneció allí, en su puesto, sin saber cómo acabría esa hiostoria que, con sólo escucharla, lo había convertido en un hombre. Un hombre amargado y viejo que, si puediera, haría volar el mundo en pedazos. “José, en su escondrijo, pensaba que la vida oculta horrendos abismos”. “Soy un niño –se decía a sí mismo-, y mi niñez me agobia como este nicho donde estoy.

Necesito ser libre. Los debo matar a todos. No en la realidad, pero sí en el pensamiento, en mi vida. Para mí, es como si hubiesen muerto”. La tarde de aquel mismo día, además de en el pensamiento y en el sentimiento, Thinka murió también en la realidad. Ante la idea de tener un hijo de su propio tío, se arrojó en las aguas de un canal. Por la noche, su cuerpo reposaba ya en la plancha de un sucio hospital para personas sin dinero. “Thinka no podía sonreír. Lo más que podía hacer era oler a muerto. Y eso era, en efecto, lo que hacía concienzudamente”.

Ah, pero no es para contar esta historia truculenta por lo que me he puesto a escribir estas líneas, sino por lo que apunta el novelista a propósito de esta pobre mujer, Thinka, muerta a los diecisiete años: “Thinka desfallecía en su esperanza. La culpa de todo la tenía aquella horrible vergüenza de sí. Thinka había sido demasiado orgullosa, demasiado pagada de sí misma, demasiado llena de vanidad. Ni sabía avergonzarse con sencillez y modestia ni sabía ser cínica. Buscaba una salida. Pero no la encontró en sí misma.

Como no era creyente, tampoco la encontró en Dios. El doctor Bar había prescindido de Dios en la educación de sus hijos. Entonces Thinka buscó un hombre en quien hallar apoyo. Topó con el tío Ross. Le amó. Ante él no sentía la menor vergüenza. El amor la extingue. El tío tuvo la culpa. El tío la embarazó. El tío la sedujo.

El tío encendió la llama de su deseo”.Y aquí acaba la historia. Y me quedo con esta frase, que tiene todo el cariz de una advertencia: el que no tiene a Dios para apoyarse, se apoyará en el primero que pase, con todos los riesgos y sinsabores que esto podría comportar. Como sucedió con Thinka. Como sucede casi siempre.