/ domingo 21 de marzo de 2021

El envidioso


Al envidioso no le gusta –o, mejor dicho, le disgusta- que tengas lo que tienes: según él, no te lo mereces. ¿Por qué has de merecerlo si él tiene más méritos que tú?

En la mirada del envidioso hay siempre cierto rencor difícil de disimular. Sus ojos le brillan, sus pupilas se le dilatan, las manos le tiemblan. ¿Por qué tú y no él? Y, sobre todo, ¿por qué ha de ser la vida tan generosa con unos –tú entre ellos- y tan canalla con otros?

“El corazón apacible es vida del cuerpo –dice el libro de los Proverbios-, y la envidia es la caries de los huesos” (14, 30). Sí, al envidioso le duele la vida como a otros le duelen las muelas: él está siempre enojado y descontento. Sólo que, ¡ay!, contra esta caries del alma no hay analgésico que cure ni comprimido que alivie.

Y ya San Agustín, en el siglo V de nuestra era, decía también: “¿Qué es la envidia sino la tristeza del bien ajeno? La maldad se alegra del mal ajeno, pero la envidia se entristece del bien… No confunda nadie la emulación con la envidia. Se parecen, y por eso muchas veces se las confunde. La emulación es un dolor del ánimo existente cuando vemos que alguien obtiene una cosa que apetecíamos dos o más y que no podía ser conseguida más que por uno solo. La envidia, en cambio, es asimismo un dolor del alma, pero que ocurre cuando vemos que alguien a quien consideramos indigno alcanza un bien, aun cuando nosotros no lo procurásemos. Su remedio es la mansedumbre, por la que cada uno se comete al juicio de Dios, sin oponerse a sus designios” (Comentario sobre la carta a los gálatas).

Nunca le pasó por la cabeza al envidioso ser consejero titular, pero como tú lo eres, él ahora quiere serlo. ¿Por qué tú y no él? Y el nombramiento le duele, pero no porque lo ambicionara, sino simple y sencillamente porque sí.

En todas las culturas del mundo el envidioso suscita repulsión y se aconseja no tratarlo. ¿Para qué? El envidioso nunca podrá ser tu amigo, puesto que en el fondo te odia. ¡Jamás se alegrará por tu causa! Y, si se alegra, si por ventura llega a alegrarse, es porque te ha ocurrido una desgracia.

En uno de sus libros (Por tierras lejanas), el escritor y diplomático guatemalteco Ernesto Gómez Carrillo -1873-1927- cuenta, traduciéndolo, un hermoso relato fantástico que no me resisto a transcribir aquí; es en cuento japonés que los padres suelen relatar a sus hijos sobre todo por las noches y al amor de la lumbre, cuando los ánimos infantiles son más susceptibles e impresionables y los cuerpos se ovillan en signo de callada atención:

Una noche, el leñador Saito fue sorprendido por la lluvia en medio de la montaña, y para no mojar su sombrero nuevo se metió en el tronco hueco de un árbol inmenso.

Un minuto llevaba apenas en su refugio cuando un espectáculo extraordinario lo llenó de admiración y de estupor. En el fondo del árbol, entre musgos brillantes cual esmeraldas, legiones infinitas de duendes bailaban y reían. El leñador se escondió lo mejor que pudo y permaneció silencioso toda la noche, pero de pronto, ya cerca del amanecer, fue descubierto y festejado. Al despedirse, los duendecillos le dijeron:

-Prometednos que volveréis a vernos pronto.

-Os lo prometo –respondió Saito.

-Los hombres sois olvidadizos –replicó un viejo duende lleno de experiencia.

Otro exclamó:

-Dadnos algo en prenda, que nos garantice vuestro regreso.

-¿Una prenda? ¡Pero si nada poseo! Quiero decir, nada que sea digno de vuestras señorías.

El duende viejo observó sobre la frente del leñador un grueso lobanillo, y dijo:

-¡Oh! ¿Qué apéndice es éste que no poseen los demás hombres?... Aquí tenemos justamente la prenda que necesitamos.

Y de un salto le arrancó el lobanillo y desapareció con sus compañeros.

Al amanecer, Saito volvió a su casa, muy contento de verse libre de su enfermedad. Los vecinos, enterados del caso, vinieron a felicitarle por la feliz operación que su cara había sufrido.

Mas un solo vecino –dice el cuento-, un tal Yoshisada, permaneció callado y triste. La causa de su tristeza era que también él tenía un enorme lobanillo sobre el cráneo y, celoso por temperamento, envidiaba la buena suerte de su vecino.

Yoshisada se pasó todo el día roído por la envidia, y tan pronto como llegó la noche, se dirigió al bosque, y aprovechándose de las indicaciones de Saito, encontró el árbol y se escondió dentro.

Hacia la medianoche, los duendes comenzaron a danzar. Yoshisada salió de su escondite y vino a unirse a ellos, que tomándole por su compañero de la víspera, lo festejaron grandemente. Cuando llegó el momento de separarse, el jefe de los duendes le dijo:

-Vamos a devolveros vuestra prenda en el acto.

Y le plantó en medio de la frente el lobanillo de Saito.

“Yoshisada –concluye el cuento- quiso reclamar, pero los duendecillos habían desaparecido… Y el pobre tuvo que volverse a su casa con dos lobanillos en vez de uno. El pueblo entero rió de la aventura, y aunque esta historia sea muy vieja, aún se la cuentan a los que envidian la suerte del prójimo”.


Al envidioso no le gusta –o, mejor dicho, le disgusta- que tengas lo que tienes: según él, no te lo mereces. ¿Por qué has de merecerlo si él tiene más méritos que tú?

En la mirada del envidioso hay siempre cierto rencor difícil de disimular. Sus ojos le brillan, sus pupilas se le dilatan, las manos le tiemblan. ¿Por qué tú y no él? Y, sobre todo, ¿por qué ha de ser la vida tan generosa con unos –tú entre ellos- y tan canalla con otros?

“El corazón apacible es vida del cuerpo –dice el libro de los Proverbios-, y la envidia es la caries de los huesos” (14, 30). Sí, al envidioso le duele la vida como a otros le duelen las muelas: él está siempre enojado y descontento. Sólo que, ¡ay!, contra esta caries del alma no hay analgésico que cure ni comprimido que alivie.

Y ya San Agustín, en el siglo V de nuestra era, decía también: “¿Qué es la envidia sino la tristeza del bien ajeno? La maldad se alegra del mal ajeno, pero la envidia se entristece del bien… No confunda nadie la emulación con la envidia. Se parecen, y por eso muchas veces se las confunde. La emulación es un dolor del ánimo existente cuando vemos que alguien obtiene una cosa que apetecíamos dos o más y que no podía ser conseguida más que por uno solo. La envidia, en cambio, es asimismo un dolor del alma, pero que ocurre cuando vemos que alguien a quien consideramos indigno alcanza un bien, aun cuando nosotros no lo procurásemos. Su remedio es la mansedumbre, por la que cada uno se comete al juicio de Dios, sin oponerse a sus designios” (Comentario sobre la carta a los gálatas).

Nunca le pasó por la cabeza al envidioso ser consejero titular, pero como tú lo eres, él ahora quiere serlo. ¿Por qué tú y no él? Y el nombramiento le duele, pero no porque lo ambicionara, sino simple y sencillamente porque sí.

En todas las culturas del mundo el envidioso suscita repulsión y se aconseja no tratarlo. ¿Para qué? El envidioso nunca podrá ser tu amigo, puesto que en el fondo te odia. ¡Jamás se alegrará por tu causa! Y, si se alegra, si por ventura llega a alegrarse, es porque te ha ocurrido una desgracia.

En uno de sus libros (Por tierras lejanas), el escritor y diplomático guatemalteco Ernesto Gómez Carrillo -1873-1927- cuenta, traduciéndolo, un hermoso relato fantástico que no me resisto a transcribir aquí; es en cuento japonés que los padres suelen relatar a sus hijos sobre todo por las noches y al amor de la lumbre, cuando los ánimos infantiles son más susceptibles e impresionables y los cuerpos se ovillan en signo de callada atención:

Una noche, el leñador Saito fue sorprendido por la lluvia en medio de la montaña, y para no mojar su sombrero nuevo se metió en el tronco hueco de un árbol inmenso.

Un minuto llevaba apenas en su refugio cuando un espectáculo extraordinario lo llenó de admiración y de estupor. En el fondo del árbol, entre musgos brillantes cual esmeraldas, legiones infinitas de duendes bailaban y reían. El leñador se escondió lo mejor que pudo y permaneció silencioso toda la noche, pero de pronto, ya cerca del amanecer, fue descubierto y festejado. Al despedirse, los duendecillos le dijeron:

-Prometednos que volveréis a vernos pronto.

-Os lo prometo –respondió Saito.

-Los hombres sois olvidadizos –replicó un viejo duende lleno de experiencia.

Otro exclamó:

-Dadnos algo en prenda, que nos garantice vuestro regreso.

-¿Una prenda? ¡Pero si nada poseo! Quiero decir, nada que sea digno de vuestras señorías.

El duende viejo observó sobre la frente del leñador un grueso lobanillo, y dijo:

-¡Oh! ¿Qué apéndice es éste que no poseen los demás hombres?... Aquí tenemos justamente la prenda que necesitamos.

Y de un salto le arrancó el lobanillo y desapareció con sus compañeros.

Al amanecer, Saito volvió a su casa, muy contento de verse libre de su enfermedad. Los vecinos, enterados del caso, vinieron a felicitarle por la feliz operación que su cara había sufrido.

Mas un solo vecino –dice el cuento-, un tal Yoshisada, permaneció callado y triste. La causa de su tristeza era que también él tenía un enorme lobanillo sobre el cráneo y, celoso por temperamento, envidiaba la buena suerte de su vecino.

Yoshisada se pasó todo el día roído por la envidia, y tan pronto como llegó la noche, se dirigió al bosque, y aprovechándose de las indicaciones de Saito, encontró el árbol y se escondió dentro.

Hacia la medianoche, los duendes comenzaron a danzar. Yoshisada salió de su escondite y vino a unirse a ellos, que tomándole por su compañero de la víspera, lo festejaron grandemente. Cuando llegó el momento de separarse, el jefe de los duendes le dijo:

-Vamos a devolveros vuestra prenda en el acto.

Y le plantó en medio de la frente el lobanillo de Saito.

“Yoshisada –concluye el cuento- quiso reclamar, pero los duendecillos habían desaparecido… Y el pobre tuvo que volverse a su casa con dos lobanillos en vez de uno. El pueblo entero rió de la aventura, y aunque esta historia sea muy vieja, aún se la cuentan a los que envidian la suerte del prójimo”.