/ domingo 9 de junio de 2019

El Consuelo Divino

«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.

De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo” (Mateo 17, 1-8)…

Se acercan los días de la Pasión y los discípulos tienen miedo. ¿Qué va a pasar con su Maestro? ¿Qué va a ser de ellos mismos en el futuro? ¡No saben nada! Y, sin embargo, el odio de los poderosos crece y crece, como un tumor maligno. Por lo menos una cosa es cierta: que el Maestro acabará mal…

Pues bien, es en medio de este ambiente cargado de tensión que el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas a un mote elevado, donde se transfiguró ysu rostro se puso resplandeciente como el sol. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué este fenómeno paranormal? ¿De dónde acá esa luz? En ese momento, Jesús deja ver a sus discípulos un atisbo de su divinidad. Sí, éstos lo han acompañado por todas partes, lo han visto aquí y allá hacer milagros, pero su fe todavía tambalea. Como una luciérnaga divina, Jesús muestra en la oscuridad y la tiniebla la luz que lleva dentro; que él es, como ha dicho a menudo, la Luz del mundo…

Los discípulos están fuera de sí. Y Pedro, que ve a Moisés y a Elías conversando con Jesús, interrumpe la trascendental plática para exclamar: ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro es como el niño que, yendo a una hermosa residencia, dice a su padre tirándole de la manga: “¡Papá, vengámonos a vivir aquí! ¡Es tan bonito aquí todo!”. El papá le aprieta la mano y lo mira con simpatía, pero también con lástima, cual si le dijera: “Pero no podemos, hijo mío. ¡Ésta no es nuestra casa!”. Del mismo modo vería Jesús a Pedro: “No, Pedro, yo no he bajado del cielo para quedarme en el monte. El Hijo del hombre tiene que ser humillado y morir para entrar así en su gloria”…

Llama la atención lo siguiente: que así como Pedro interrumpió el diálogo entre Jesús, Moisés y Elías, así el Padre interrumpe el monólogo de Pedro: Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. ¡La horaera tan solemne, que el mismo Padre celestial hubo de intervenir para callar a Pedro de una vez por todas!

En realidad, no conocemos el significado profundo de la Transfiguración del Señor, pero siguiendo la tradición de la Iglesia y las enseñanzas de los Padres, podemos suponer que, en aquel momento álgido, los discípulos requerían un poco de consuelo. Necesitaban escuchar por sí mismos estas palabras no pronunciadas por boca de hombre: Éste es mi Hijo muy amado; escúchenlo. Hay momentos en la vida en que nuestra fe pende de un hilo. En tales momentos decimos: “¿Señor, ¿no me habré equivocado de Iglesia? ¿Es de veras ésta la Iglesia de tu Hijo? ¿Y no será la fe, en resumidas cuentas, un hermoso cuento de hadas? ¿Y por qué, entre tantos maestros como hoy existen y ayer existieron, tengo que seguir precisamente a Jesucristo?”. En ocasiones como éstas, necesitamos escuchar una Voz que nos diga: “¡Sí, él es! Jesús es mi Hijo amado. A él sólo han de escuchar”. Pues bien, esto fue lo que hizo Dios con aquellos discípulos desanimados: confirmarlos en la fe y animarlos con su consuelo.

San León Magno, Papa, en el siglo VI, explicaba así este misterio en uno de sus Sermones: “Sin duda, esta Transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, a fin de que la humillación de la Pasión voluntariamente aceptada no perturbara la fe de aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de la dignidad oculta… Nadie, por tanto, tema el sufrimiento por causa de la justicia, nadie dude de que recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo es como se llega al reposo, y a través de la muerte a la vida; el Señor ha asumido toda la debilidad propia de nuestra pobre condición. Y si nosotros perseveramos en su confesión y en su amor, venceremos lo que él ha vencido y recibiremos lo que ha prometido. Ya se trate, en efecto, de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad, debe resonar siempre en nuestro oídos la voz del Padre que se dejó oír desde el cielo: ‘Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadlo’” (51, 3-4).

Levántense y no teman, dice Jesús a sus discípulos en la montaña para invitarlos a bajar de ella sin pena. Levántense, no se queden el suelo como luchadores vencidos. Hay muchos cristianos que se han quedado tirados en el camino: no quieren seguir más. ¡Se sienten tan cansados! A ellos les dice el Señor: “Levántense y no teman. ¡Yo he vencido al mundo!”.Y a nosotros, que seguimos de pie, pero muchas veces a punto de caer, nos dice también: “No, no te has equivocado de Iglesia; lo que tú crees no es un hermoso cuento chino, sino la verdad más verdadera; y que debes seguirme a mí en vez de a cualesquiera de los maestros espirituales que pululan aquí y allá,no soy yo quien lo dice: es el Padre mismo. ¡Si no me creen a mí, créanle a Él”. Levántense, no tengan miedo. ¡Ningún miedo! Todo esto tenia que suceder, como estaba escrito. A pesar de lo que oigan y vean, el mundo, la Iglesia y sus vidas están en las manos de Dios”.

«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.

De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo” (Mateo 17, 1-8)…

Se acercan los días de la Pasión y los discípulos tienen miedo. ¿Qué va a pasar con su Maestro? ¿Qué va a ser de ellos mismos en el futuro? ¡No saben nada! Y, sin embargo, el odio de los poderosos crece y crece, como un tumor maligno. Por lo menos una cosa es cierta: que el Maestro acabará mal…

Pues bien, es en medio de este ambiente cargado de tensión que el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas a un mote elevado, donde se transfiguró ysu rostro se puso resplandeciente como el sol. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué este fenómeno paranormal? ¿De dónde acá esa luz? En ese momento, Jesús deja ver a sus discípulos un atisbo de su divinidad. Sí, éstos lo han acompañado por todas partes, lo han visto aquí y allá hacer milagros, pero su fe todavía tambalea. Como una luciérnaga divina, Jesús muestra en la oscuridad y la tiniebla la luz que lleva dentro; que él es, como ha dicho a menudo, la Luz del mundo…

Los discípulos están fuera de sí. Y Pedro, que ve a Moisés y a Elías conversando con Jesús, interrumpe la trascendental plática para exclamar: ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro es como el niño que, yendo a una hermosa residencia, dice a su padre tirándole de la manga: “¡Papá, vengámonos a vivir aquí! ¡Es tan bonito aquí todo!”. El papá le aprieta la mano y lo mira con simpatía, pero también con lástima, cual si le dijera: “Pero no podemos, hijo mío. ¡Ésta no es nuestra casa!”. Del mismo modo vería Jesús a Pedro: “No, Pedro, yo no he bajado del cielo para quedarme en el monte. El Hijo del hombre tiene que ser humillado y morir para entrar así en su gloria”…

Llama la atención lo siguiente: que así como Pedro interrumpió el diálogo entre Jesús, Moisés y Elías, así el Padre interrumpe el monólogo de Pedro: Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. ¡La horaera tan solemne, que el mismo Padre celestial hubo de intervenir para callar a Pedro de una vez por todas!

En realidad, no conocemos el significado profundo de la Transfiguración del Señor, pero siguiendo la tradición de la Iglesia y las enseñanzas de los Padres, podemos suponer que, en aquel momento álgido, los discípulos requerían un poco de consuelo. Necesitaban escuchar por sí mismos estas palabras no pronunciadas por boca de hombre: Éste es mi Hijo muy amado; escúchenlo. Hay momentos en la vida en que nuestra fe pende de un hilo. En tales momentos decimos: “¿Señor, ¿no me habré equivocado de Iglesia? ¿Es de veras ésta la Iglesia de tu Hijo? ¿Y no será la fe, en resumidas cuentas, un hermoso cuento de hadas? ¿Y por qué, entre tantos maestros como hoy existen y ayer existieron, tengo que seguir precisamente a Jesucristo?”. En ocasiones como éstas, necesitamos escuchar una Voz que nos diga: “¡Sí, él es! Jesús es mi Hijo amado. A él sólo han de escuchar”. Pues bien, esto fue lo que hizo Dios con aquellos discípulos desanimados: confirmarlos en la fe y animarlos con su consuelo.

San León Magno, Papa, en el siglo VI, explicaba así este misterio en uno de sus Sermones: “Sin duda, esta Transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, a fin de que la humillación de la Pasión voluntariamente aceptada no perturbara la fe de aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de la dignidad oculta… Nadie, por tanto, tema el sufrimiento por causa de la justicia, nadie dude de que recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo es como se llega al reposo, y a través de la muerte a la vida; el Señor ha asumido toda la debilidad propia de nuestra pobre condición. Y si nosotros perseveramos en su confesión y en su amor, venceremos lo que él ha vencido y recibiremos lo que ha prometido. Ya se trate, en efecto, de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad, debe resonar siempre en nuestro oídos la voz del Padre que se dejó oír desde el cielo: ‘Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadlo’” (51, 3-4).

Levántense y no teman, dice Jesús a sus discípulos en la montaña para invitarlos a bajar de ella sin pena. Levántense, no se queden el suelo como luchadores vencidos. Hay muchos cristianos que se han quedado tirados en el camino: no quieren seguir más. ¡Se sienten tan cansados! A ellos les dice el Señor: “Levántense y no teman. ¡Yo he vencido al mundo!”.Y a nosotros, que seguimos de pie, pero muchas veces a punto de caer, nos dice también: “No, no te has equivocado de Iglesia; lo que tú crees no es un hermoso cuento chino, sino la verdad más verdadera; y que debes seguirme a mí en vez de a cualesquiera de los maestros espirituales que pululan aquí y allá,no soy yo quien lo dice: es el Padre mismo. ¡Si no me creen a mí, créanle a Él”. Levántense, no tengan miedo. ¡Ningún miedo! Todo esto tenia que suceder, como estaba escrito. A pesar de lo que oigan y vean, el mundo, la Iglesia y sus vidas están en las manos de Dios”.