/ domingo 21 de febrero de 2021

El celular del presidente


(Sucedió hace muchos, muchos años…)

El dueño del establecimiento me hace un guiño con los ojos esperando que yo adivine lo que quiere decirme. Pero yo, que no estoy acostumbrado a los guiños, nada adivino, y le pregunto:

-¿Qué sucede?

El dueño del establecimiento mira sigiloso hacia todas direcciones, como esperando no ser oído y me susurra:

-El presidente. ¡Aquí está el presidente! Allá, en el fondo. ¿Lo ve usted? ¿Lo alcanza a ver?

Pero yo no veía nada: como se trataba de un local largo y tal vez demasiado ancho…

-¿El presidente? –pregunto por decir algo-. ¿Está usted seguro?

-Como que me llamo Pedro. ¡El presidente en persona! ¿Por qué no va usted al fondo del local y lo saluda? ¡Oh, qué honor tener al presidente entre nosotros!

Yo no sabía qué había venido a hacer el presidente a un lugar como éste, pues bien sabido es que los presidentes no leen, y aquí no hay más que libros. Bueno, para disculparlos me apresuraré a decir que no leen no porque no quieren, sino porque no pueden: ¡tienen tantas ocupaciones y tan poco tiempo para ellos mismos!

Sin embargo, pese a las rogativas de don Pedro, el librero, yo no me muevo de donde estoy. ¿Ir a saludar al presidente? ¿Y para qué? Además, por lo que podía ver con el rabillo del ojo, alguien lo acompañaba a manera de guardaespaldas y me iba a ver muy mal prodigando unas efusiones que no me brotarían espontáneamente. Seguí, pues, rebuscando en las cajas recién llegadas hasta que el dueño del establecimiento, ancho como un pavorreal, me volvió a decir:

-No siempre se encuentra uno con un presidente. Tome usted en cuenta este dato. Ande, vaya usted a saludarlo. ¿Qué le cuesta?

Y yo, para desviar la conversación:

-Resistencia y sumisión de Dietrich Bonhoeffer. ¿Sabe desde cuándo buscaba yo este libro? ¡Mas helo aquí, por fin! ¿Cuándo llegó?

-Esos libros llegaron ayer por la noche. ¿Es un buen escritor ese Dietrich Bonhoeffer?

-Es un teólogo protestante que murió en los campos de concentración, durante la segunda guerra...

-¡Oh! Pero no me ha dicho si irá o no a saludar al presidente. Lo hará, ¿verdad? ¿Qué le cuesta?

Y, no obstante, sí: me costaba. Pues desde hacía tiempo hice un pacto conmigo mismo de no acercarme a esos que todos llaman grandes a menos que ellos mismos me llamaran. Ir a saludar al presidente sin ser llamado por él equivalía, pues, a romper mi juramento. No, en realidad no tenía nada que decirle al presidente.

-¿Por qué es usted tan orgulloso? –me preguntó el dueño del establecimiento-. ¿Por qué?

Estaba molesto conmigo –visiblemente molesto, quiero decir- porque yo no daba un paso para ir en pos de ese prócer al que muchos admiraban.

-Hágalo por mí, se lo suplico. Quiero que él regrese, ¿entiende? Y no regresará a menos que sea bien tratado. Ya sabe usted cómo es esa gente…

Accedí. Saludaría al presidente.

Y mientras recorría el pasillo para ir en su busca, las piernas me temblaban. “¡Dios mío –dije con el aliento entrecortado-, por favor, sácame de aquí!”.

Ya lo dije: no me gusta revolotear en torno a los grandes. Quién sabe qué se imaginarán ellos que anda uno buscando. Y los que los buscan, ¿qué es lo que quieren de ellos? ¿Creen, acaso, que un apretón de manos les cambiará la vida o les valdrá un puesto en la burocracia municipal? Hay una especie de fetichismo en ese interés malsano por conocer en persona a los que sólo vemos, por lo general, en la televisión o en las fotografías de los periódicos. ¡Queremos estar cerca de ellos y, de ser posible, hasta tocarlos, cual si se tratase de imágenes sagradas!

Y allá voy. Con paso firme, decidido, tratando de vencer mi natural pudor. El hombre que acompaña al presidente se me queda viendo con mirada felina y se dispone al ataque: su cuerpo, echado hacia delante, delata su hostilidad.

-Oh –dije-. No se espante usted, señor. Únicamente quiero saludar al presidente.

El presidente se gira. Y tiene en su mano derecha un celular al que no le quita la vista.

-¡Señor presidente! –exclamo-. Qué gusto poder saludarlo…

Y él:

-El gusto es mío. –Pero sin demasiado entusiasmo, sin levantar la vista y sin dejar, tampoco, de picar en las teclas de su celular.

Y eso fue todo. Porque luego el presidente se dirigió a un rincón del local y se puso a cuchichear con alguien que no me interesaba saber quién era.

El guardaespaldas o lo que sea se me quedó mirando y como diciéndome:

-Bueno, ya saludó a usted al presidente. ¿Qué más quiere? Ya tuvo usted esa dicha. Ahora háganos usted el favor de retirarse.

¡Y claro que me retiré! Y a paso veloz. Feliz por la prueba superada, por el favor hecho. Y odiándome a mí mismo por no haber sabido mantenerme fiel a la que creía la más firme de mis convicciones.


(Sucedió hace muchos, muchos años…)

El dueño del establecimiento me hace un guiño con los ojos esperando que yo adivine lo que quiere decirme. Pero yo, que no estoy acostumbrado a los guiños, nada adivino, y le pregunto:

-¿Qué sucede?

El dueño del establecimiento mira sigiloso hacia todas direcciones, como esperando no ser oído y me susurra:

-El presidente. ¡Aquí está el presidente! Allá, en el fondo. ¿Lo ve usted? ¿Lo alcanza a ver?

Pero yo no veía nada: como se trataba de un local largo y tal vez demasiado ancho…

-¿El presidente? –pregunto por decir algo-. ¿Está usted seguro?

-Como que me llamo Pedro. ¡El presidente en persona! ¿Por qué no va usted al fondo del local y lo saluda? ¡Oh, qué honor tener al presidente entre nosotros!

Yo no sabía qué había venido a hacer el presidente a un lugar como éste, pues bien sabido es que los presidentes no leen, y aquí no hay más que libros. Bueno, para disculparlos me apresuraré a decir que no leen no porque no quieren, sino porque no pueden: ¡tienen tantas ocupaciones y tan poco tiempo para ellos mismos!

Sin embargo, pese a las rogativas de don Pedro, el librero, yo no me muevo de donde estoy. ¿Ir a saludar al presidente? ¿Y para qué? Además, por lo que podía ver con el rabillo del ojo, alguien lo acompañaba a manera de guardaespaldas y me iba a ver muy mal prodigando unas efusiones que no me brotarían espontáneamente. Seguí, pues, rebuscando en las cajas recién llegadas hasta que el dueño del establecimiento, ancho como un pavorreal, me volvió a decir:

-No siempre se encuentra uno con un presidente. Tome usted en cuenta este dato. Ande, vaya usted a saludarlo. ¿Qué le cuesta?

Y yo, para desviar la conversación:

-Resistencia y sumisión de Dietrich Bonhoeffer. ¿Sabe desde cuándo buscaba yo este libro? ¡Mas helo aquí, por fin! ¿Cuándo llegó?

-Esos libros llegaron ayer por la noche. ¿Es un buen escritor ese Dietrich Bonhoeffer?

-Es un teólogo protestante que murió en los campos de concentración, durante la segunda guerra...

-¡Oh! Pero no me ha dicho si irá o no a saludar al presidente. Lo hará, ¿verdad? ¿Qué le cuesta?

Y, no obstante, sí: me costaba. Pues desde hacía tiempo hice un pacto conmigo mismo de no acercarme a esos que todos llaman grandes a menos que ellos mismos me llamaran. Ir a saludar al presidente sin ser llamado por él equivalía, pues, a romper mi juramento. No, en realidad no tenía nada que decirle al presidente.

-¿Por qué es usted tan orgulloso? –me preguntó el dueño del establecimiento-. ¿Por qué?

Estaba molesto conmigo –visiblemente molesto, quiero decir- porque yo no daba un paso para ir en pos de ese prócer al que muchos admiraban.

-Hágalo por mí, se lo suplico. Quiero que él regrese, ¿entiende? Y no regresará a menos que sea bien tratado. Ya sabe usted cómo es esa gente…

Accedí. Saludaría al presidente.

Y mientras recorría el pasillo para ir en su busca, las piernas me temblaban. “¡Dios mío –dije con el aliento entrecortado-, por favor, sácame de aquí!”.

Ya lo dije: no me gusta revolotear en torno a los grandes. Quién sabe qué se imaginarán ellos que anda uno buscando. Y los que los buscan, ¿qué es lo que quieren de ellos? ¿Creen, acaso, que un apretón de manos les cambiará la vida o les valdrá un puesto en la burocracia municipal? Hay una especie de fetichismo en ese interés malsano por conocer en persona a los que sólo vemos, por lo general, en la televisión o en las fotografías de los periódicos. ¡Queremos estar cerca de ellos y, de ser posible, hasta tocarlos, cual si se tratase de imágenes sagradas!

Y allá voy. Con paso firme, decidido, tratando de vencer mi natural pudor. El hombre que acompaña al presidente se me queda viendo con mirada felina y se dispone al ataque: su cuerpo, echado hacia delante, delata su hostilidad.

-Oh –dije-. No se espante usted, señor. Únicamente quiero saludar al presidente.

El presidente se gira. Y tiene en su mano derecha un celular al que no le quita la vista.

-¡Señor presidente! –exclamo-. Qué gusto poder saludarlo…

Y él:

-El gusto es mío. –Pero sin demasiado entusiasmo, sin levantar la vista y sin dejar, tampoco, de picar en las teclas de su celular.

Y eso fue todo. Porque luego el presidente se dirigió a un rincón del local y se puso a cuchichear con alguien que no me interesaba saber quién era.

El guardaespaldas o lo que sea se me quedó mirando y como diciéndome:

-Bueno, ya saludó a usted al presidente. ¿Qué más quiere? Ya tuvo usted esa dicha. Ahora háganos usted el favor de retirarse.

¡Y claro que me retiré! Y a paso veloz. Feliz por la prueba superada, por el favor hecho. Y odiándome a mí mismo por no haber sabido mantenerme fiel a la que creía la más firme de mis convicciones.