/ domingo 20 de diciembre de 2020

El arco tensado

No sé a quién oí decir que existen los excesos buenos. ¡No lo creo! Tal vez lo creí hace tiempo, pero, en todo caso, ya no. La palabra demasiado es, si te fijas bien, una palabra inhumana, como trataré de demostrártelo.

Me dice tu mujer que trabajas excesivamente y que hasta te enorgulleces de ello. “Es preciso –dices- dar buen ejemplo a los hijos”. Pero, ¿es darles buen ejemplo el no tener nunca tiempo para ellos? Sí, los hijos deben aprender el arte del trabajo; pero, si sólo les enseñas a trabajar, ¿de quién aprenderán el arte de descansar?

Vivimos, como se dice, en la era de los récords. Pero yo no te deseo que batas ningún récord, sino simplemente que vivas y seas feliz.

Una vez prehuntó Creso a Solón si por ventura conocía a un hombre que fuese completamente dichoso. Le respondió éste: “Sí, y no sólo a uno, sino a dos hermanos ciudadanos de Argos, llamados Bitón y Cleobis, que gozaban en su patria de una excelente medianía”, etcétera.

Ahora bien, ¿qué fue lo que quiso decir Heródoto -que es quien cuenta el diálogo que sostuvieron un día Creso y Solón- al emplear esta expresión chocante a primera vista: una excelente medianía? ¿Es que, preguntarás, existen medianías excelentes? Sí, porque medianía, aquí, no significa mediocridad: de hecho, y para que lo sepas, Bitón y Cleobis eran dos excelentes atletas que ganaban todos los trofeos y vencían en todas las competencias en las que tomaban parte.

Heródoto habla de excelente medianía para referirse a ese estado del alma que consiste en no querer traspasar los límites; en evitar caer en el pecado –si es que de pecado pueble hablarse, tratándose de los griegos- llamado hybris, error humano éste que bien podría traducirse al castellano por orgullo o desmesura.

Hoy, amigo mío, todo es desmesurado: las fortunas, los rascacielos, las memorias de nuestros ordenadores y los motores de nuestros autos. De acuerdo: dejemos que las cosas lo sean. Pero, ¿qué debemos decir cuando los hombres desean ser también ellos desmesurados? El hombre desmesurado, como ya lo dice la etimología, es aquel que ha perdido la medida y se exige a sí mismo más de lo que debido.

Ya en el siglo IV de nuestra era había dicho San Agustín que todo conspira para matar al hombre y que, por tanto, había que guardarse mucho de los excesos; he aquí cómo lo dijo: “El cuerpo está sujeto a la muerte, el cuerpo está muerto por el pecado (Cf. Romanos 8, 10), y ese cuerpo es el que se cansa de todo de manera tal que todo le acarrea la muerte. Como demasiado y morirás. Ayuna demasiado y morirás. Siéntate para siempre y no podrás ya levantarte. Duerme para siempre y no podrás ya despertarte. Vela siempre y perderás la vida” (Sermón 17, 7).

¿Acaso no es bueno dormir? Lo es, a condición de no excederse. ¿No es bueno estar despiertos? Lo es también, pero no siempre. Para que el hombre viva, es preciso que alterne constantemente entre la vigilia y el sueño, que duerma y se despierta, que vuelva a dormir y se vuelva a despertar. ¡La condición del hombre es tal que una sola cosa lo mataría! También es bueno comer, pero no demasiado. Si comes mucho, te mueres; pero si no haces más que ayunar, te mueres también. ¡Ah, qué gran psicólogo fue San Agustín! Concibió al hombre como una criatura que debe mantenerse, si quiere vivir, enmedio de dos extremos igualmente peligrosos.

¡Y admírate! De la misma opinión era Pascal, pues escribió así en uno de sus Pensamientos: “Nuestros sentidos no toleran nada extremo: demasiado ruido, ensordece; demasiada luz, ofusca; demasiada distancia y demasiada proximidad, impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad en el discurso, lo oscurecen; demasiada verdad nos pasma… Demasiadas consonancias son desagradables en música; y demasiados beneficios irritan… No sentimos ni el calor extremo ni el frío extremo. Las cualidades excesivas nos son enemigas y no sensibles; no las sentimos ya: las padecenos. Demasiada juventud y demasiada vejez privan de espíritu; finalmente, las cosas extremas son para nosotros como si no fueran, y nosotros tampoco somos respecto de ellas: nos escapan, o nosotros a ellas” (n. 72 Br.).

Lo diré con mis pobres palabras: lo demasiado le es siempre hostil al hombre. También, por supuesto, la penitencia. ¡No te escandalices! Ahora verás por qué te lo digo.

Una vez, según se lee en las vidas de los Padres del Desierto, un cazador se escandalizó mucho al ver a los monjes holgando en el campo. “¿Qué raza de monjes son éstos?”, dijo, disgustado. Pero Abbá Antonio (nuestro San Antonio Abad), para tranquilizarlo, le habló así:

-Pon una flecha en tu arco y ténsalo.

El cazador así lo hizo.

-Ténsalo todavía más –ordenó Abbá Antonio.

Le dijo el cazador:

-Si lo tenso más, se romperá el arco.

Le dijo entonces el anciano:

-Así sucede también con las obras de Dios: si con los hermanos tensamos el arco de manera excesiva, en seguida se rompen.

“Al oír esto –dice la historia- el cazador se sintió compungido y se marchó muy edificado. Y también los hermanos se volvieron confortados a sus lugares”.

¿Has entendido, amigo mío? No tenses tu arco demasiado, pues la cuerda podría romperse. ¿O debo todavía referirte otras historias para convencerte?

¡Hasta la vista, entonces!

No sé a quién oí decir que existen los excesos buenos. ¡No lo creo! Tal vez lo creí hace tiempo, pero, en todo caso, ya no. La palabra demasiado es, si te fijas bien, una palabra inhumana, como trataré de demostrártelo.

Me dice tu mujer que trabajas excesivamente y que hasta te enorgulleces de ello. “Es preciso –dices- dar buen ejemplo a los hijos”. Pero, ¿es darles buen ejemplo el no tener nunca tiempo para ellos? Sí, los hijos deben aprender el arte del trabajo; pero, si sólo les enseñas a trabajar, ¿de quién aprenderán el arte de descansar?

Vivimos, como se dice, en la era de los récords. Pero yo no te deseo que batas ningún récord, sino simplemente que vivas y seas feliz.

Una vez prehuntó Creso a Solón si por ventura conocía a un hombre que fuese completamente dichoso. Le respondió éste: “Sí, y no sólo a uno, sino a dos hermanos ciudadanos de Argos, llamados Bitón y Cleobis, que gozaban en su patria de una excelente medianía”, etcétera.

Ahora bien, ¿qué fue lo que quiso decir Heródoto -que es quien cuenta el diálogo que sostuvieron un día Creso y Solón- al emplear esta expresión chocante a primera vista: una excelente medianía? ¿Es que, preguntarás, existen medianías excelentes? Sí, porque medianía, aquí, no significa mediocridad: de hecho, y para que lo sepas, Bitón y Cleobis eran dos excelentes atletas que ganaban todos los trofeos y vencían en todas las competencias en las que tomaban parte.

Heródoto habla de excelente medianía para referirse a ese estado del alma que consiste en no querer traspasar los límites; en evitar caer en el pecado –si es que de pecado pueble hablarse, tratándose de los griegos- llamado hybris, error humano éste que bien podría traducirse al castellano por orgullo o desmesura.

Hoy, amigo mío, todo es desmesurado: las fortunas, los rascacielos, las memorias de nuestros ordenadores y los motores de nuestros autos. De acuerdo: dejemos que las cosas lo sean. Pero, ¿qué debemos decir cuando los hombres desean ser también ellos desmesurados? El hombre desmesurado, como ya lo dice la etimología, es aquel que ha perdido la medida y se exige a sí mismo más de lo que debido.

Ya en el siglo IV de nuestra era había dicho San Agustín que todo conspira para matar al hombre y que, por tanto, había que guardarse mucho de los excesos; he aquí cómo lo dijo: “El cuerpo está sujeto a la muerte, el cuerpo está muerto por el pecado (Cf. Romanos 8, 10), y ese cuerpo es el que se cansa de todo de manera tal que todo le acarrea la muerte. Como demasiado y morirás. Ayuna demasiado y morirás. Siéntate para siempre y no podrás ya levantarte. Duerme para siempre y no podrás ya despertarte. Vela siempre y perderás la vida” (Sermón 17, 7).

¿Acaso no es bueno dormir? Lo es, a condición de no excederse. ¿No es bueno estar despiertos? Lo es también, pero no siempre. Para que el hombre viva, es preciso que alterne constantemente entre la vigilia y el sueño, que duerma y se despierta, que vuelva a dormir y se vuelva a despertar. ¡La condición del hombre es tal que una sola cosa lo mataría! También es bueno comer, pero no demasiado. Si comes mucho, te mueres; pero si no haces más que ayunar, te mueres también. ¡Ah, qué gran psicólogo fue San Agustín! Concibió al hombre como una criatura que debe mantenerse, si quiere vivir, enmedio de dos extremos igualmente peligrosos.

¡Y admírate! De la misma opinión era Pascal, pues escribió así en uno de sus Pensamientos: “Nuestros sentidos no toleran nada extremo: demasiado ruido, ensordece; demasiada luz, ofusca; demasiada distancia y demasiada proximidad, impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad en el discurso, lo oscurecen; demasiada verdad nos pasma… Demasiadas consonancias son desagradables en música; y demasiados beneficios irritan… No sentimos ni el calor extremo ni el frío extremo. Las cualidades excesivas nos son enemigas y no sensibles; no las sentimos ya: las padecenos. Demasiada juventud y demasiada vejez privan de espíritu; finalmente, las cosas extremas son para nosotros como si no fueran, y nosotros tampoco somos respecto de ellas: nos escapan, o nosotros a ellas” (n. 72 Br.).

Lo diré con mis pobres palabras: lo demasiado le es siempre hostil al hombre. También, por supuesto, la penitencia. ¡No te escandalices! Ahora verás por qué te lo digo.

Una vez, según se lee en las vidas de los Padres del Desierto, un cazador se escandalizó mucho al ver a los monjes holgando en el campo. “¿Qué raza de monjes son éstos?”, dijo, disgustado. Pero Abbá Antonio (nuestro San Antonio Abad), para tranquilizarlo, le habló así:

-Pon una flecha en tu arco y ténsalo.

El cazador así lo hizo.

-Ténsalo todavía más –ordenó Abbá Antonio.

Le dijo el cazador:

-Si lo tenso más, se romperá el arco.

Le dijo entonces el anciano:

-Así sucede también con las obras de Dios: si con los hermanos tensamos el arco de manera excesiva, en seguida se rompen.

“Al oír esto –dice la historia- el cazador se sintió compungido y se marchó muy edificado. Y también los hermanos se volvieron confortados a sus lugares”.

¿Has entendido, amigo mío? No tenses tu arco demasiado, pues la cuerda podría romperse. ¿O debo todavía referirte otras historias para convencerte?

¡Hasta la vista, entonces!