/ domingo 11 de octubre de 2020

El árbol de granadas

Mi tía, que es una mujer detallista y atenta como pocas, ha dejado sobre mi mesa una caja de cartón aún atada con un lazo de color incierto.


Tiene ochenta y ocho años mi tía, y todavía se mueve con agilidad. ¿Cómo ha hecho para venir desde la Huasteca cargando esa enorme caja?


En otro tiempo fue una mujer muy hermosa. He visto fotos suyas, en blanco y negro, de cuando era joven, y puedo jurar sobre una Biblia que María Félix era fea en comparación con ella. Fea y vulgar. En cambio, los rasgos de mi tía eran –y siguen siendo hasta el día de hoy- los más aristocráticos y dignos que he visto en mi vida. Y, sin embargo, por extraños misterios de la vida, nunca se casó. ¡Siempre hubo padres ancianos que cuidar, hermanos celosos que le ahuyentaban a sus pretendientes a golpe de pistola, y más tarde un ejército de sobrinos que no la dejaban sola ni a sol ni a sombra! Nunca tuvo tiempo para sí misma; vivió volcada hacia los demás.


-Mira lo que te he traído –me dijo, dándome un beso. Todavía me llama Juanito, como si fuese un niño. Tal vez aún no se ha dado cuenta de que ya empiezo a encanecer.


-¿Qué es? –pregunté.


-Ábrela y verás.


Con no poco trabajo deshice el nudo y, al abrir la caja, el espacio se llenó de un aroma olvidado.


-¡Granadas! –exclamé.


-Granadas, sí.


Sonrío dulcemente, como herido por el golpe suave de la melnacolía.


Pero, ¿venir de tan lejos cargando una caja de granadas? Aquí mismo, en cualquier mercado, podía uno encontrar granadas excelentes.


Tal vez leyó ella en mis ojos la silenciosa objeción y se puso a explicarme:


-Casi puedo decir que son las últimas que dará el árbol. Es un árbol que se cae de viejo. Lo plantó mi padre cuando era joven. ¿Sabías que lo plantó tu abuelo cuando era joven? ¡Sí, claro, lo sabías!


Lo sabía, sí; mejor dicho, lo recordé en ese instante. El árbol de granadas estaba en el patio de la casa de mis tías, que entonces eran tres –las otras ya murieron-, y yo me encaramaba a él o agitaba sus ramas con un palo para cortarlas. ¿Cuántos años habían pasado desde entonces?


-Cuídate, sin embargo, de no mancharte al comer los granos. El jugo de las granadas, cuando cae en la ropa, no se quita con nada, ya lo sabes.


Me decía ahora las mismas palabras que cuando era niño. Todo era diferente y, sin embargo, nada había cambiado. Para ella, yo seguía siendo aquel monigote flaco que se trepaba al árbol a escondidas y delataba casi siempre su presencia cayéndose de las ramas.


Yo abandoné, buscando horas felices,


mi pobre hogar por la mansión extraña,


y él, inmutable, ahondaba sus raíces


junto al arroyo que sus plantas baña.


Hoy, rugosa la frente y seca el alma,


cuando hasta el eco de mi voz me asombra,


vengo a encontrar la apetecida calma


del tronco amigo a la propicia sombra.


Esto fue lo que escribió el poeta español Vicente Wenceslao Querol (1836-1889) en una de sus Rimas a propósito de un viejo árbol que había plantado su padre. Me vinieron a la mente cuando vi aquellas granadas esparcidas en la mesa. Pero no. Yo ya no encontraría de pie el árbol de mis tías. Angustiado por este pensamiento, pregunté:


-¿Por qué dice usted que son las últimas?


Le hablaba de usted, como en otro tiempo. Como siempre. Mi padre nunca permitió que le habláramos de tú, ni a él ni a mis tías. Cuando una de mis hermanas, para ponerse a tono con el espíritu de la época, se atrevió a tutear a mi madre, me papá se le quedó mirando con severidad y le dijo:


-A su madre, señorita, le habla usted con respeto. ¿O jugó usted a la matatena con ella para que le hable con semejante desparpajo?


-Porque el árbol es muy viejo –respondió mi tía-. Cada vez da menos granadas, y las pocas que da son cada vez más pequeñas. Te he traído las más grandes.


El árbol de granadas.


Durante más de treinta años no lo vi. Y ahora mi tía me lo recordaba. Sí, hubo una vez, en la casa familiar, un árbol de granadas. En treinta años, o quizá más, no había pensado en él. ¡Ni siquiera recordaba que existía! Y, no obstante eso, el árbol me obsequiaba con sus últimos frutos.


Durante años y años no hizo más que dar. Yo ya no pensaba en él, pero él seguía dando. Y ahora se moría de viejo.


Y pensé en aquellos seres que no hacen en la vida más que dar. Dan y dan. Pero nadie los recuerda. Viven ignorados, olvidados de todos, pero dando siempre. Como mi tía. Como el árbol de granadas del que no me despedí siquiera cuando me marché de casa, hace treinta y cinco años ya… Cuando regrese a ella, quién sabe cuándo, no lo veré más porque ya no existirá


Mi tía, que es una mujer detallista y atenta como pocas, ha dejado sobre mi mesa una caja de cartón aún atada con un lazo de color incierto.


Tiene ochenta y ocho años mi tía, y todavía se mueve con agilidad. ¿Cómo ha hecho para venir desde la Huasteca cargando esa enorme caja?


En otro tiempo fue una mujer muy hermosa. He visto fotos suyas, en blanco y negro, de cuando era joven, y puedo jurar sobre una Biblia que María Félix era fea en comparación con ella. Fea y vulgar. En cambio, los rasgos de mi tía eran –y siguen siendo hasta el día de hoy- los más aristocráticos y dignos que he visto en mi vida. Y, sin embargo, por extraños misterios de la vida, nunca se casó. ¡Siempre hubo padres ancianos que cuidar, hermanos celosos que le ahuyentaban a sus pretendientes a golpe de pistola, y más tarde un ejército de sobrinos que no la dejaban sola ni a sol ni a sombra! Nunca tuvo tiempo para sí misma; vivió volcada hacia los demás.


-Mira lo que te he traído –me dijo, dándome un beso. Todavía me llama Juanito, como si fuese un niño. Tal vez aún no se ha dado cuenta de que ya empiezo a encanecer.


-¿Qué es? –pregunté.


-Ábrela y verás.


Con no poco trabajo deshice el nudo y, al abrir la caja, el espacio se llenó de un aroma olvidado.


-¡Granadas! –exclamé.


-Granadas, sí.


Sonrío dulcemente, como herido por el golpe suave de la melnacolía.


Pero, ¿venir de tan lejos cargando una caja de granadas? Aquí mismo, en cualquier mercado, podía uno encontrar granadas excelentes.


Tal vez leyó ella en mis ojos la silenciosa objeción y se puso a explicarme:


-Casi puedo decir que son las últimas que dará el árbol. Es un árbol que se cae de viejo. Lo plantó mi padre cuando era joven. ¿Sabías que lo plantó tu abuelo cuando era joven? ¡Sí, claro, lo sabías!


Lo sabía, sí; mejor dicho, lo recordé en ese instante. El árbol de granadas estaba en el patio de la casa de mis tías, que entonces eran tres –las otras ya murieron-, y yo me encaramaba a él o agitaba sus ramas con un palo para cortarlas. ¿Cuántos años habían pasado desde entonces?


-Cuídate, sin embargo, de no mancharte al comer los granos. El jugo de las granadas, cuando cae en la ropa, no se quita con nada, ya lo sabes.


Me decía ahora las mismas palabras que cuando era niño. Todo era diferente y, sin embargo, nada había cambiado. Para ella, yo seguía siendo aquel monigote flaco que se trepaba al árbol a escondidas y delataba casi siempre su presencia cayéndose de las ramas.


Yo abandoné, buscando horas felices,


mi pobre hogar por la mansión extraña,


y él, inmutable, ahondaba sus raíces


junto al arroyo que sus plantas baña.


Hoy, rugosa la frente y seca el alma,


cuando hasta el eco de mi voz me asombra,


vengo a encontrar la apetecida calma


del tronco amigo a la propicia sombra.


Esto fue lo que escribió el poeta español Vicente Wenceslao Querol (1836-1889) en una de sus Rimas a propósito de un viejo árbol que había plantado su padre. Me vinieron a la mente cuando vi aquellas granadas esparcidas en la mesa. Pero no. Yo ya no encontraría de pie el árbol de mis tías. Angustiado por este pensamiento, pregunté:


-¿Por qué dice usted que son las últimas?


Le hablaba de usted, como en otro tiempo. Como siempre. Mi padre nunca permitió que le habláramos de tú, ni a él ni a mis tías. Cuando una de mis hermanas, para ponerse a tono con el espíritu de la época, se atrevió a tutear a mi madre, me papá se le quedó mirando con severidad y le dijo:


-A su madre, señorita, le habla usted con respeto. ¿O jugó usted a la matatena con ella para que le hable con semejante desparpajo?


-Porque el árbol es muy viejo –respondió mi tía-. Cada vez da menos granadas, y las pocas que da son cada vez más pequeñas. Te he traído las más grandes.


El árbol de granadas.


Durante más de treinta años no lo vi. Y ahora mi tía me lo recordaba. Sí, hubo una vez, en la casa familiar, un árbol de granadas. En treinta años, o quizá más, no había pensado en él. ¡Ni siquiera recordaba que existía! Y, no obstante eso, el árbol me obsequiaba con sus últimos frutos.


Durante años y años no hizo más que dar. Yo ya no pensaba en él, pero él seguía dando. Y ahora se moría de viejo.


Y pensé en aquellos seres que no hacen en la vida más que dar. Dan y dan. Pero nadie los recuerda. Viven ignorados, olvidados de todos, pero dando siempre. Como mi tía. Como el árbol de granadas del que no me despedí siquiera cuando me marché de casa, hace treinta y cinco años ya… Cuando regrese a ella, quién sabe cuándo, no lo veré más porque ya no existirá