/ lunes 1 de noviembre de 2021

El anatomista de almas


¡Qué bien supo diseccionar Paul Bourget (1852-1935) en sus novelas las pasiones del corazón! Sus análisis, como ya tuvimos ocasión de decirlo en un artículo anterior, son implacables.

Volvamos a tomar su novela de 1917: Lazarine.

Lazarine Émery está profundamente enamorada de Robert Graffeteau y no ve la hora en que éste le declare su amor. Pero Robert tarda porque hay un “pequeño” inconveniente: que está casado. Es cierto que ya no ama a su mujer y que hasta se ha separado de ella, pero ¿y qué? Robert sabe que Lazarine es católica y que no aceptará jamás en tales condiciones unirse a él. ¡Ah! ¿Por qué tenía que existir la Iglesia, esa aguafiestas de la vida? ¿Quién había decretado que la vida no pudiera rehacerse?

Retomaremos este artículo en el mismo punto en el que dejamos el domingo anterior: cuando Robert Graffeteau declara la guerra en su interior a esa institución que obstaculizaba su felicidad: “Hasta ahora su actitud respecto de la Iglesia había consistido en la veneración indiferente… Lo que ahora experimentaba Graffeteau era un verdadero acceso de odio”.

¡Si pudiera convencer a Lazarine de que antes que Dios estaba ella misma, y que antes que el dogma estaba el amor! Pero no podía. Lazarine se había dejado embaucar por esos mequetrefes vestidos de sepultureros que le impedían el paso a las tierras de la dicha. ¡Ah, si en un momento de valentía se atreviese a pisotear todos los convencionalismos y todos los dogmas!

Un día, él y su antiguo superior –tanto aquél como éste eran militares de carrera- entablaron un diálogo en verdad interesante a propósito, pos supuesto, de la amada imposible:

“-Pero en el mundo existe algo más que la vida religiosa –dijo Graffeteau a Dûchatel, el hombre a cuyas órdenes había estado en el tiempo de su juventud-. Existe la vida, la vida a secas, con sus humanas alegrías, y la más profunda, la más potente de todas ellas: el amor.

“-Para que esas alegrías se completen y perfeccionen –respondió al punto Dûchatel apacible y gravemente- ha de participar en ellas la religión, purificándolas. ¿Habla usted del amor? Para que el amor sea feliz, en el sentido total de la palabra, es indispensable el matrimonio.

“-Puede existir el amor fuera de él –interrumpió Graffeteau.

“-Indudablemente, pero no será del todo feliz, porque es culpable.

“-Sea. Pero el matrimonio puede ser sólo civil y prescindirse de la religión –y espiaba en el rostro de su interlocutor el efecto de sus palabras, que para él revestían tan serio alcance-. Por ejemplo, una joven se encuentra con un hombre divorciado. Él la ama. Ella lo ama. Él se casa con ella fuera de la Iglesia, contra la Iglesia. ¿No puede ella acaso gozar con él de amor y felicidad completos?

“-Precisemos, Robert –cortó Dûchatel-. ¿Qué es lo que discutimos? La posibilidad de reemplazar las alegrías y satisfacciones de la fe con las del amor. ¡Pues bien! Yo digo a usted que si la mujer de nuestro supuesto es católica ferviente, no hallará la felicidad en ese matrimonio, aun dando por hecho que ame a ese hombre lo bastante como para casarse con él. Digo más: no la concibo sino escuchando con indignación semejante ofrecimiento. Pero concedamos que pasa por todo. ¿Qué estimación ha de tener para sí misma sabiendo que está en falta, en pecado? Todas sus satisfacciones resultarán emponzoñadas, empezando por la constante evidencia de que no está casada. Porque para nosotros, para ella y para mí, no hay matrimonio válido sin sacramento. Los remordimientos la aniquilarán.

“-¿Y si el amor los ahoga?

“-Resucitarán con el primer hijo. Ella se diría: ‘No es legítimo’. Pensaría en la gran ley de la reversibilidad. Y continuaría diciéndose: ‘Expiará por mí’. Bastará que el niño enferme para que piense: ‘Culpa mía es’. Si llega a morir, se dirá la madre: ‘Yo lo maté’. En cada tribulación que les abrumara, ella y su marido verían siempre un castigo.

“-Entonces –preguntó Graffeteau-, ¿qué contestaría usted a un amigo divorciado que le pidiera parecer sobre su segundo matrimonio?

“-Le diría: ‘No está usted libre’.

“-¿Y si contestara a usted: ‘Me considero libre, pese a todo’?

“-Entonces cásese con una mujer que piense de igual manera, pero no trate usted de inducir a una creyente a semejante unión. Serán ambos muy desgraciados”…

En efecto, no basta el amor: es preciso, además, que el amor sea feliz. Y para que sea feliz, feliz de veras, ha de vivirse sin culpa…

Una vez, mientras tomábamos un café, leí a un amigo mío este diálogo que acabo de transcribir. Se calló durante unos momentos, esbozó una sonrisa maliciosa y me preguntó, no sin ironía: “¿En qué siglo se desarrolla la novela?”.

Quiso decirme que esta situación sólo pudo haber sido dramática en un pasado ya muy pasado.

Pero no. Yo sé que no. Y que esta situación es tan dramática hoy como lo fue en 1917, cuando Paul Bourget publicó su novela. Lo sigue siendo, porque he visto a muchas mujeres que, por haber antepuesto el amor a la fe, se confiesan profundamente desdichadas.

No es mentira lo que dijo Dûchatel: “En cada tribulación que les abrumara, a ella y a su marido, verían siempre un castigo”. Y no es que lo sea realmente, pero así se lo parece, y no hay manera de consolarlos. ¡Viven su amor no como una fiesta, sino como una tragedia! Si lo sabré yo…


¡Qué bien supo diseccionar Paul Bourget (1852-1935) en sus novelas las pasiones del corazón! Sus análisis, como ya tuvimos ocasión de decirlo en un artículo anterior, son implacables.

Volvamos a tomar su novela de 1917: Lazarine.

Lazarine Émery está profundamente enamorada de Robert Graffeteau y no ve la hora en que éste le declare su amor. Pero Robert tarda porque hay un “pequeño” inconveniente: que está casado. Es cierto que ya no ama a su mujer y que hasta se ha separado de ella, pero ¿y qué? Robert sabe que Lazarine es católica y que no aceptará jamás en tales condiciones unirse a él. ¡Ah! ¿Por qué tenía que existir la Iglesia, esa aguafiestas de la vida? ¿Quién había decretado que la vida no pudiera rehacerse?

Retomaremos este artículo en el mismo punto en el que dejamos el domingo anterior: cuando Robert Graffeteau declara la guerra en su interior a esa institución que obstaculizaba su felicidad: “Hasta ahora su actitud respecto de la Iglesia había consistido en la veneración indiferente… Lo que ahora experimentaba Graffeteau era un verdadero acceso de odio”.

¡Si pudiera convencer a Lazarine de que antes que Dios estaba ella misma, y que antes que el dogma estaba el amor! Pero no podía. Lazarine se había dejado embaucar por esos mequetrefes vestidos de sepultureros que le impedían el paso a las tierras de la dicha. ¡Ah, si en un momento de valentía se atreviese a pisotear todos los convencionalismos y todos los dogmas!

Un día, él y su antiguo superior –tanto aquél como éste eran militares de carrera- entablaron un diálogo en verdad interesante a propósito, pos supuesto, de la amada imposible:

“-Pero en el mundo existe algo más que la vida religiosa –dijo Graffeteau a Dûchatel, el hombre a cuyas órdenes había estado en el tiempo de su juventud-. Existe la vida, la vida a secas, con sus humanas alegrías, y la más profunda, la más potente de todas ellas: el amor.

“-Para que esas alegrías se completen y perfeccionen –respondió al punto Dûchatel apacible y gravemente- ha de participar en ellas la religión, purificándolas. ¿Habla usted del amor? Para que el amor sea feliz, en el sentido total de la palabra, es indispensable el matrimonio.

“-Puede existir el amor fuera de él –interrumpió Graffeteau.

“-Indudablemente, pero no será del todo feliz, porque es culpable.

“-Sea. Pero el matrimonio puede ser sólo civil y prescindirse de la religión –y espiaba en el rostro de su interlocutor el efecto de sus palabras, que para él revestían tan serio alcance-. Por ejemplo, una joven se encuentra con un hombre divorciado. Él la ama. Ella lo ama. Él se casa con ella fuera de la Iglesia, contra la Iglesia. ¿No puede ella acaso gozar con él de amor y felicidad completos?

“-Precisemos, Robert –cortó Dûchatel-. ¿Qué es lo que discutimos? La posibilidad de reemplazar las alegrías y satisfacciones de la fe con las del amor. ¡Pues bien! Yo digo a usted que si la mujer de nuestro supuesto es católica ferviente, no hallará la felicidad en ese matrimonio, aun dando por hecho que ame a ese hombre lo bastante como para casarse con él. Digo más: no la concibo sino escuchando con indignación semejante ofrecimiento. Pero concedamos que pasa por todo. ¿Qué estimación ha de tener para sí misma sabiendo que está en falta, en pecado? Todas sus satisfacciones resultarán emponzoñadas, empezando por la constante evidencia de que no está casada. Porque para nosotros, para ella y para mí, no hay matrimonio válido sin sacramento. Los remordimientos la aniquilarán.

“-¿Y si el amor los ahoga?

“-Resucitarán con el primer hijo. Ella se diría: ‘No es legítimo’. Pensaría en la gran ley de la reversibilidad. Y continuaría diciéndose: ‘Expiará por mí’. Bastará que el niño enferme para que piense: ‘Culpa mía es’. Si llega a morir, se dirá la madre: ‘Yo lo maté’. En cada tribulación que les abrumara, ella y su marido verían siempre un castigo.

“-Entonces –preguntó Graffeteau-, ¿qué contestaría usted a un amigo divorciado que le pidiera parecer sobre su segundo matrimonio?

“-Le diría: ‘No está usted libre’.

“-¿Y si contestara a usted: ‘Me considero libre, pese a todo’?

“-Entonces cásese con una mujer que piense de igual manera, pero no trate usted de inducir a una creyente a semejante unión. Serán ambos muy desgraciados”…

En efecto, no basta el amor: es preciso, además, que el amor sea feliz. Y para que sea feliz, feliz de veras, ha de vivirse sin culpa…

Una vez, mientras tomábamos un café, leí a un amigo mío este diálogo que acabo de transcribir. Se calló durante unos momentos, esbozó una sonrisa maliciosa y me preguntó, no sin ironía: “¿En qué siglo se desarrolla la novela?”.

Quiso decirme que esta situación sólo pudo haber sido dramática en un pasado ya muy pasado.

Pero no. Yo sé que no. Y que esta situación es tan dramática hoy como lo fue en 1917, cuando Paul Bourget publicó su novela. Lo sigue siendo, porque he visto a muchas mujeres que, por haber antepuesto el amor a la fe, se confiesan profundamente desdichadas.

No es mentira lo que dijo Dûchatel: “En cada tribulación que les abrumara, a ella y a su marido, verían siempre un castigo”. Y no es que lo sea realmente, pero así se lo parece, y no hay manera de consolarlos. ¡Viven su amor no como una fiesta, sino como una tragedia! Si lo sabré yo…