/ domingo 20 de septiembre de 2020

¿El amor acaba?

Eso es lo que yo me pregunto: ¿de veras acaba el amor? ¿Hay, pues, un momento de la vida en que ya no se ama lo que se amó? La pregunta puede parecer inútil, sobre todo cuando se tienen en la mano ciertas estadísticas que…

Pero yo no pregunto cuántos divorcios tienen lugar todos los días en el mundo, o en los Estados Unidos, y ni siquiera en México, sino si el amor acaba, lo que no es lo mismo: como se sabe, hay seres que, aun amándose profundamente, han tomado la drástica decisión de separarse; por lo tanto, las estadísticas nada dicen de lo que ahora nos importa.

Sin embargo, no responda usted todavía. Siga leyendo, por favor, ya que me propongo contarle una historia capaz de hacer vacilar nuestras más espontáneas respuestas.

¿Dice usted que el amor acaba? Entonces no lo diga todavía en voz alta, no vaya a suceder que alguien le haga una pregunta como la que le hicieron una vez a Eugenio Bar en una novela de Hermann Kesten (1900-1996), el escritor alemán , titulada José busca la libertad.

Eugenio Bar tenía tres hijos: Thinka, Luisa y José. También tenía una esposa, Constantina, a la que desde hacía mucho –según aseguraba- había dejado de querer y a la que había abandonado para ir en busca de horizontes más amplios. Padre desobligado, Eugenio Bar no soportaba la vida en familia, y porque amaba la libertad más que a su mujer y a sus hijos, sencillamente los abandonó. Es cierto que a veces los visitaba, sobre todo cuando cumplían años, aunque esto, a decir verdad, no significaba nada para nadie. Eran, por llamarlas así, meras visitas de cortesía.

Por supuesto que el día en que José cumplió trece años su señor padre fue a verle, como era su costumbre hacerlo, y le dijo al oído palabras cariñosas, y le llevó un regalo. Pero daba la casualidad que José ese día lloraba porque había ocurrido en casa algo inconfesable. ¿Qué había poasado? Ya lo hemos dicho: algo inconfesable; por lo tanto, nada diremos de ello.

Ahora bien, cuando su padre lo vio ahogándose en su propio llanto, extendió su brazo salvador hacia él con el fin de rescatarlo, pero el hijo se rehusaba. “Su padre –anota el novelista- venía a consolarle con palabras, con palabras vacías, con fútiles apretones de manos, en vez de obrar como debe obrar un padre, un marido. Pretendía consolarle aquel mismo que tenía la culpa de su pena”.

Le dice éste:

“-¿Por qué te atormentas así, hijo? ¿Por qué lloras? ¿Un chico tan mayor? Tú ya no eres un niño, José; ya tienes trece años. Hoy los cumples. ¿Y lloras todavía?”.

José se le queda mirando fijamente, pero no dice absolutamente nada; en cambio, en un acceso de inútil elocuencia, el padre sigue hablando:

“-¿Te ha pegado alguien? ¿Te han insultado? ¿Te ha pasado algo en el colegio? ¿O es que tu madre…? ¿Lloras por causa de tu madre?”.

Sólo hasta entonces José abrió la boca:

“-¿Tú la amas? –preguntó al doctor Eugenio Bar.

“-Eso no es cosa tuya. A ti no te importa si la amo o no”.

¿Que no le importaba? Ya veremos cuán importante era este asunto para él. De la respuesta que el padre diera a esta pregunta dependía toda su seguridad y todo su futuro.

“-¿Por qué eres tan malo, padre?

“-¿Por qué dices que soy malo?

“-Porque no eres como los demás padres –dijo José-. Porque tú no eres un padre como es debido. ¿En qué se conoce que eres padre? ¿Por qué nos das un poco de dinero?... ¿Por qué no vives en nuestra casa? ¿Por qué no vives con mamá y con nosotros? ¿Por qué no amas a mamá? ¿Por qué siendo nuestro padre nos has abandonado?

“-Todo esto lo hago –respondió seriamente el padre- porque amo la libertad.

“-La libertad… Padre –volvió a la carga el hijo-, pero ¿tú me amas?

“-Sí, hijo mío, mucho.

“-Entonces, ¿por qué…?

“-Porque estaba en peligro de perderme yo mismo, hijo. Y cuando uno se pierde a sí mismo, cuando ya no aprovecha uno a sí mismo, ya no aprovecha a los demás. Tu madre y yo, llegó un momento en que no pudimos entendernos. Ya no nos amábamos”.

Estas palabras, sobre todo éstas, calaron hondo en el alma de José. Ahí estaba la respuesta que él buscaba. Preguntó para salir de dudas:

“-¿Cómo? ¿Es que se ama a una persona y de pronto se deja de amarla?

“-Así es, hijo.

“-¿Entonces también puede ocurrir que dejes de amarme a mí?”.

Eugenio Bar no se esperaba esto: la lógica implacable de José lo había desarmado. Claro, si el amor acaba, ¿qué seguridad podía tener de que su padre lo quisiera? Tal vez lo quiso en el pasado, pero ya no…

“-No, José, eso no es posible.

“Pero esto ya no lo oyó José, porque estaba reflexionando en la posibilidad de dejar de amar. ‘Mañana, quizá mañana mismo, no amaré ya a mis padres. O a mi madre. ¡Qué doloroso es esto!’ ”.

El amor –dice San Pablo- no pasa nunca (Cf. 1 Corintios 13, 8). Pero si usted es de la opinión de que se acaba, ¿con qué palabras tranquilizaría a José? ¡Pero trate de ser lógico, por el amor de Dios!

Eso es lo que yo me pregunto: ¿de veras acaba el amor? ¿Hay, pues, un momento de la vida en que ya no se ama lo que se amó? La pregunta puede parecer inútil, sobre todo cuando se tienen en la mano ciertas estadísticas que…

Pero yo no pregunto cuántos divorcios tienen lugar todos los días en el mundo, o en los Estados Unidos, y ni siquiera en México, sino si el amor acaba, lo que no es lo mismo: como se sabe, hay seres que, aun amándose profundamente, han tomado la drástica decisión de separarse; por lo tanto, las estadísticas nada dicen de lo que ahora nos importa.

Sin embargo, no responda usted todavía. Siga leyendo, por favor, ya que me propongo contarle una historia capaz de hacer vacilar nuestras más espontáneas respuestas.

¿Dice usted que el amor acaba? Entonces no lo diga todavía en voz alta, no vaya a suceder que alguien le haga una pregunta como la que le hicieron una vez a Eugenio Bar en una novela de Hermann Kesten (1900-1996), el escritor alemán , titulada José busca la libertad.

Eugenio Bar tenía tres hijos: Thinka, Luisa y José. También tenía una esposa, Constantina, a la que desde hacía mucho –según aseguraba- había dejado de querer y a la que había abandonado para ir en busca de horizontes más amplios. Padre desobligado, Eugenio Bar no soportaba la vida en familia, y porque amaba la libertad más que a su mujer y a sus hijos, sencillamente los abandonó. Es cierto que a veces los visitaba, sobre todo cuando cumplían años, aunque esto, a decir verdad, no significaba nada para nadie. Eran, por llamarlas así, meras visitas de cortesía.

Por supuesto que el día en que José cumplió trece años su señor padre fue a verle, como era su costumbre hacerlo, y le dijo al oído palabras cariñosas, y le llevó un regalo. Pero daba la casualidad que José ese día lloraba porque había ocurrido en casa algo inconfesable. ¿Qué había poasado? Ya lo hemos dicho: algo inconfesable; por lo tanto, nada diremos de ello.

Ahora bien, cuando su padre lo vio ahogándose en su propio llanto, extendió su brazo salvador hacia él con el fin de rescatarlo, pero el hijo se rehusaba. “Su padre –anota el novelista- venía a consolarle con palabras, con palabras vacías, con fútiles apretones de manos, en vez de obrar como debe obrar un padre, un marido. Pretendía consolarle aquel mismo que tenía la culpa de su pena”.

Le dice éste:

“-¿Por qué te atormentas así, hijo? ¿Por qué lloras? ¿Un chico tan mayor? Tú ya no eres un niño, José; ya tienes trece años. Hoy los cumples. ¿Y lloras todavía?”.

José se le queda mirando fijamente, pero no dice absolutamente nada; en cambio, en un acceso de inútil elocuencia, el padre sigue hablando:

“-¿Te ha pegado alguien? ¿Te han insultado? ¿Te ha pasado algo en el colegio? ¿O es que tu madre…? ¿Lloras por causa de tu madre?”.

Sólo hasta entonces José abrió la boca:

“-¿Tú la amas? –preguntó al doctor Eugenio Bar.

“-Eso no es cosa tuya. A ti no te importa si la amo o no”.

¿Que no le importaba? Ya veremos cuán importante era este asunto para él. De la respuesta que el padre diera a esta pregunta dependía toda su seguridad y todo su futuro.

“-¿Por qué eres tan malo, padre?

“-¿Por qué dices que soy malo?

“-Porque no eres como los demás padres –dijo José-. Porque tú no eres un padre como es debido. ¿En qué se conoce que eres padre? ¿Por qué nos das un poco de dinero?... ¿Por qué no vives en nuestra casa? ¿Por qué no vives con mamá y con nosotros? ¿Por qué no amas a mamá? ¿Por qué siendo nuestro padre nos has abandonado?

“-Todo esto lo hago –respondió seriamente el padre- porque amo la libertad.

“-La libertad… Padre –volvió a la carga el hijo-, pero ¿tú me amas?

“-Sí, hijo mío, mucho.

“-Entonces, ¿por qué…?

“-Porque estaba en peligro de perderme yo mismo, hijo. Y cuando uno se pierde a sí mismo, cuando ya no aprovecha uno a sí mismo, ya no aprovecha a los demás. Tu madre y yo, llegó un momento en que no pudimos entendernos. Ya no nos amábamos”.

Estas palabras, sobre todo éstas, calaron hondo en el alma de José. Ahí estaba la respuesta que él buscaba. Preguntó para salir de dudas:

“-¿Cómo? ¿Es que se ama a una persona y de pronto se deja de amarla?

“-Así es, hijo.

“-¿Entonces también puede ocurrir que dejes de amarme a mí?”.

Eugenio Bar no se esperaba esto: la lógica implacable de José lo había desarmado. Claro, si el amor acaba, ¿qué seguridad podía tener de que su padre lo quisiera? Tal vez lo quiso en el pasado, pero ya no…

“-No, José, eso no es posible.

“Pero esto ya no lo oyó José, porque estaba reflexionando en la posibilidad de dejar de amar. ‘Mañana, quizá mañana mismo, no amaré ya a mis padres. O a mi madre. ¡Qué doloroso es esto!’ ”.

El amor –dice San Pablo- no pasa nunca (Cf. 1 Corintios 13, 8). Pero si usted es de la opinión de que se acaba, ¿con qué palabras tranquilizaría a José? ¡Pero trate de ser lógico, por el amor de Dios!