/ lunes 13 de abril de 2020

Educación y Sindicalismo

Siete gritos de agonía

La usurpación, el robo y la mentira provocarán el nacimiento de otros cristos.

EL SENDERO FUE largo, muy largo, apenas atenuando por la ayuda del Cirineo y la Verónica. Al pie del cadalso se le tendió sobre el madero, se le coronó de espinas y los clavos penetraron en las carnes casi enjutas de aquel mártir de la incomprensión humana. Nadie lanzó un grito de protesta, nadie empuñó las armas para defenderlo, nadie se opuso al sacrifico. Los soldados romanos habían destrozado sus espaldas y al pie de la cruz se jugaban las vestiduras. Sobre la cabeza del madero un letrero en griego, latín y hebreo Jesús de Nazareth rey de los judíos. Bajo él, un hombre casi muerto pronunciaba:

¡PADRE! ¡PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN!

Y no supieron lo que hicieron porque desde los orígenes del pueblo romano jamás admitió éste que entre el pueblo hubiese alguien que tratara de socavar la fuerza del imperio. Las huestes romanas habían invadido toda el Asia Menor y con ellas había llegado la explotación tributaria. Para contrarrestar cualquier oposición política, como reyes y gobernadores de las provincias sojuzgadas, nombraron a su misma gente. El tributo y el mando militar quedaban en manos de los romanos. Así sucedió con Pilatos y Herodes. Cristo había luchado contra el dominio romano no con las armas sino con la bondad y la caridad. Pregonó sus parábolas llenas de una profunda y maravillosa filosofía reivindicadora; ayudó al enfermo, socorrió al desvalido, señaló que la libertad y la igualdad entre los hombres no deberían de estar sujetas al capricho de los gobernantes. Levantó su palabra en contra del dominio romano y eso fue lo que más le dolió al César. Se estableció el juicio y se le levantó en la cruz entre ladrones.

EN VERDAD TE DIGO QUE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO

Así señaló volviendo la espinada cabeza hacia Dimas. El pueblo había gritado antes ¡soltad a Barrabás!, ¡crucificad a Cristo! Y cambiaron a Cristo por Barrabás y en la locura de un pueblo empujado por el Sanedrín, no se vio la redención del hombre en el mismo hombre que ya estaba clavado en la cruz. A derecha e izquierda de Jesús, dos ladrones se encontraban atados de pies y manos; Dimas, el que ya una vez había ayudado a Enoé, la “dulce mujer del desierto” y a José y María en su viaje a Jerusalén. Del otro lado, a su derecha, Gestas, el renegado, el que en el suplicio se mofaba de Jesús y le pedía a gritos que se salvara y que los salvara. Dimas contestó por él: “nosotros estamos pagando los delitos que cometimos, pero éste ¿Qué delito cometió? ¡Acuérdate de mí cuando estés en el reino de los cielos!

MUJER, AHI TIENES A TU HIJO

Y volteó la mirada hacia el pie de la cruz y en ella encontró a su madre. La miró sola, bañada en llanto y buscó entre los suyos a aquél que pudiera suplirlo en el corazón de ella. Y miró a Juan, aquél que en el camino de sus enseñanzas había recogido “de las aguas” y lo entregó a su madre. Y aquella mujer volvió la mirada a su alrededor sin decir nada. Sus ojos envueltos en el llanto eterno de los siglos buscaron inútilmente la piedad y la bondad humana. Una rugiente multitud eufórica de sangre contestó a su llamado. Tomó la mano de Juan y miró a su hijo, aquél que se perdió durante años buscando su camino. Aquél que siguió la huella de la redención poniendo en sus palabras la verdad humana. Una leve y agónica sonrisa iluminó el rostro del crucificado.

¡TENGO SED!

Y el hijo de Dios abrió los labios, cortados por una sangrante resequedad de muerte. Sintió sed, pero una sed de justicia y redención, una sed que le carcomía poco a poco las entrañas y que lo hacía acallar sus quejas dolorosas. ¡Tengo sed! Y el cruel sayo romano le acercó la esponja con vinagre. El ajusticiado rechazó la dádiva burlesca, no era aquel líquido lo que Él quería; no pidió a gritos agua, lo que pidió se lo pidió a su Padre, el Creador del Universo. Sed de justicia para un pueblo que nunca supo lo que hizo y que quedaba en manos de los sicarios del poder para ser explotados. Vinagre y agua, calmante que se les daba a los ajusticiados para adormecerlos. No era esto lo que pedía Cristo.

¡ELOI, ELOI! ¿LAMMA SABACTHANI?

(Señor, Señor, ¿Por qué me has abandonado?) Y clamó a aquél que los había señalado el camino para pregonar la bondad y la caridad, y no fue un grito de angustia por él sino por aquellos que quedaban sobre la tierra y a quienes había enseñado un nuevo camino de luchas y esperanzas. Clamó en su postrer grito de agonía a aquél Dios de David y Salomón, de Samuel, de Abraham y de Jacob. Preguntó por qué se le había abandonado y volvió los ojos a las alturas para buscar en el infinito al padre de la humanidad, al Arquitecto de su Universo. Ya no había sangre en su cuerpo, sus carnes palpitaban casi en los últimos estertores de la muerte. Toda la naturaleza se cubrió de tinieblas. Los sicarios de la Roma imperial, los vandálicos del poder vieron en ese rostro ensangrentado la imagen de un inocente, Jesús estaba muriendo y clamó a su padre.

TODO… TODO ESTÁ CONSUMADO

Llegaba la hora nona, los ojos de Jesús buscaron inútilmente una huella de piedad en aquellos rostros de soldados, de fariseos y de gente que lo había llevado al cadalso. Nada encontró en ellos, nada que denotara las palabras de sus parábolas. Su obra de redención llegaba a su fin; era necesario morir para salvar a aquéllos que, envueltos en el vicio del poder tomaban en sus manos la explotación del hombre por el hombre. Todo estaba terminado, Jesús en la cruz exhalaba el penúltimo suspiro y con él dejaba a un pueblo envuelto en la luz de sus enseñanzas y principio. Los ojos opacos de Cristo volvieron a fijarse en las alturas para gritar al infinito:

¡SEÑOR! ¡EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU!

E inclinó la cabeza y sus ojos llorosos por la impiedad del hombre, quedaron húmedos y abiertos con la señal de la agonía en ellos. El luchador espiritual, aquél que nunca pronunció la blasfemia de: ¡yo soy Dios!, el que pregonó la paz y la igualdad humana, el que dejó la bondad y la caridad en sus parábolas había entrado al mundo de la luz y la esperanza. Murió aquél que había pronunciado la bíblica sentencia: Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos; Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos poseerán la tierra; Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados; Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia; Bienaventurados los que tienen puro su corazón porque ellos verán a Dios; Bienaventurados los que padecen persecución injusta porque de ellos es el reino de los cielos.

Siete gritos de agonía

La usurpación, el robo y la mentira provocarán el nacimiento de otros cristos.

EL SENDERO FUE largo, muy largo, apenas atenuando por la ayuda del Cirineo y la Verónica. Al pie del cadalso se le tendió sobre el madero, se le coronó de espinas y los clavos penetraron en las carnes casi enjutas de aquel mártir de la incomprensión humana. Nadie lanzó un grito de protesta, nadie empuñó las armas para defenderlo, nadie se opuso al sacrifico. Los soldados romanos habían destrozado sus espaldas y al pie de la cruz se jugaban las vestiduras. Sobre la cabeza del madero un letrero en griego, latín y hebreo Jesús de Nazareth rey de los judíos. Bajo él, un hombre casi muerto pronunciaba:

¡PADRE! ¡PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN!

Y no supieron lo que hicieron porque desde los orígenes del pueblo romano jamás admitió éste que entre el pueblo hubiese alguien que tratara de socavar la fuerza del imperio. Las huestes romanas habían invadido toda el Asia Menor y con ellas había llegado la explotación tributaria. Para contrarrestar cualquier oposición política, como reyes y gobernadores de las provincias sojuzgadas, nombraron a su misma gente. El tributo y el mando militar quedaban en manos de los romanos. Así sucedió con Pilatos y Herodes. Cristo había luchado contra el dominio romano no con las armas sino con la bondad y la caridad. Pregonó sus parábolas llenas de una profunda y maravillosa filosofía reivindicadora; ayudó al enfermo, socorrió al desvalido, señaló que la libertad y la igualdad entre los hombres no deberían de estar sujetas al capricho de los gobernantes. Levantó su palabra en contra del dominio romano y eso fue lo que más le dolió al César. Se estableció el juicio y se le levantó en la cruz entre ladrones.

EN VERDAD TE DIGO QUE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO

Así señaló volviendo la espinada cabeza hacia Dimas. El pueblo había gritado antes ¡soltad a Barrabás!, ¡crucificad a Cristo! Y cambiaron a Cristo por Barrabás y en la locura de un pueblo empujado por el Sanedrín, no se vio la redención del hombre en el mismo hombre que ya estaba clavado en la cruz. A derecha e izquierda de Jesús, dos ladrones se encontraban atados de pies y manos; Dimas, el que ya una vez había ayudado a Enoé, la “dulce mujer del desierto” y a José y María en su viaje a Jerusalén. Del otro lado, a su derecha, Gestas, el renegado, el que en el suplicio se mofaba de Jesús y le pedía a gritos que se salvara y que los salvara. Dimas contestó por él: “nosotros estamos pagando los delitos que cometimos, pero éste ¿Qué delito cometió? ¡Acuérdate de mí cuando estés en el reino de los cielos!

MUJER, AHI TIENES A TU HIJO

Y volteó la mirada hacia el pie de la cruz y en ella encontró a su madre. La miró sola, bañada en llanto y buscó entre los suyos a aquél que pudiera suplirlo en el corazón de ella. Y miró a Juan, aquél que en el camino de sus enseñanzas había recogido “de las aguas” y lo entregó a su madre. Y aquella mujer volvió la mirada a su alrededor sin decir nada. Sus ojos envueltos en el llanto eterno de los siglos buscaron inútilmente la piedad y la bondad humana. Una rugiente multitud eufórica de sangre contestó a su llamado. Tomó la mano de Juan y miró a su hijo, aquél que se perdió durante años buscando su camino. Aquél que siguió la huella de la redención poniendo en sus palabras la verdad humana. Una leve y agónica sonrisa iluminó el rostro del crucificado.

¡TENGO SED!

Y el hijo de Dios abrió los labios, cortados por una sangrante resequedad de muerte. Sintió sed, pero una sed de justicia y redención, una sed que le carcomía poco a poco las entrañas y que lo hacía acallar sus quejas dolorosas. ¡Tengo sed! Y el cruel sayo romano le acercó la esponja con vinagre. El ajusticiado rechazó la dádiva burlesca, no era aquel líquido lo que Él quería; no pidió a gritos agua, lo que pidió se lo pidió a su Padre, el Creador del Universo. Sed de justicia para un pueblo que nunca supo lo que hizo y que quedaba en manos de los sicarios del poder para ser explotados. Vinagre y agua, calmante que se les daba a los ajusticiados para adormecerlos. No era esto lo que pedía Cristo.

¡ELOI, ELOI! ¿LAMMA SABACTHANI?

(Señor, Señor, ¿Por qué me has abandonado?) Y clamó a aquél que los había señalado el camino para pregonar la bondad y la caridad, y no fue un grito de angustia por él sino por aquellos que quedaban sobre la tierra y a quienes había enseñado un nuevo camino de luchas y esperanzas. Clamó en su postrer grito de agonía a aquél Dios de David y Salomón, de Samuel, de Abraham y de Jacob. Preguntó por qué se le había abandonado y volvió los ojos a las alturas para buscar en el infinito al padre de la humanidad, al Arquitecto de su Universo. Ya no había sangre en su cuerpo, sus carnes palpitaban casi en los últimos estertores de la muerte. Toda la naturaleza se cubrió de tinieblas. Los sicarios de la Roma imperial, los vandálicos del poder vieron en ese rostro ensangrentado la imagen de un inocente, Jesús estaba muriendo y clamó a su padre.

TODO… TODO ESTÁ CONSUMADO

Llegaba la hora nona, los ojos de Jesús buscaron inútilmente una huella de piedad en aquellos rostros de soldados, de fariseos y de gente que lo había llevado al cadalso. Nada encontró en ellos, nada que denotara las palabras de sus parábolas. Su obra de redención llegaba a su fin; era necesario morir para salvar a aquéllos que, envueltos en el vicio del poder tomaban en sus manos la explotación del hombre por el hombre. Todo estaba terminado, Jesús en la cruz exhalaba el penúltimo suspiro y con él dejaba a un pueblo envuelto en la luz de sus enseñanzas y principio. Los ojos opacos de Cristo volvieron a fijarse en las alturas para gritar al infinito:

¡SEÑOR! ¡EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU!

E inclinó la cabeza y sus ojos llorosos por la impiedad del hombre, quedaron húmedos y abiertos con la señal de la agonía en ellos. El luchador espiritual, aquél que nunca pronunció la blasfemia de: ¡yo soy Dios!, el que pregonó la paz y la igualdad humana, el que dejó la bondad y la caridad en sus parábolas había entrado al mundo de la luz y la esperanza. Murió aquél que había pronunciado la bíblica sentencia: Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos; Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos poseerán la tierra; Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados; Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia; Bienaventurados los que tienen puro su corazón porque ellos verán a Dios; Bienaventurados los que padecen persecución injusta porque de ellos es el reino de los cielos.