/ sábado 14 de diciembre de 2019

Disertación sobre la plegaria

He aquí la enseñanza de San Serafín de Sarov (1759-1833), uno de los santos más queridos por los cristianos de Oriente:

“Todos los días, al levantarse, que todo cristiano, de pie ante los iconos, recite tres veces la oración dominical, el Padre Nuestro, en honor a la Santísima Trinidad; a continuación, también tres veces, el canto a la Virgen: ‘Regocíjate, Virgen, Madre de Dios’, el ‘Ave María’ y finalmente, una vez, el Credo.

“Después de orar, cada cual se ocupará de sus labores y, sea en la casa o en el campo, que repita dulcemente: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador’. En caso de no estar solo, que diga interiormente: ‘Señor, ten piedad de mí’. Y así hasta el mediodía.

“Antes de comer, que repita las plegarias de la mañana.

“A la tarde, que cada cristiano, ocupándose de sus asuntos, pronuncie dulcemente: ‘Santa Madre de Dios, sálvame’; o bien: ‘Señor Jesucristo, por intercesión de tu Santa Madre, ten piedad de mí, pecador’.

“Y que continúe así hasta la tarde.

“En el momento de ir a dormir, que cada cristiano recite de nuevo las mismas plegarias de la mañana; y, después de haber hecho la señal de la cruz, que se duerma”.

Siguiendo esta regla, afirmaba el santo ruso, se puede llegar a la cima de la perfección, pues las tres plegarias que ella comprende están en la base misma del cristianismo:

“La primera fue dada por el mismo Señor y sirve de ejemplo a todas las otras; la segunda es un canto traído del cielo por el Arcángel para saludar a la Virgen María, Madre de Dios; en cuento al Credo, contiene abreviados todos los dogmas de la fe cristiana”.

Según San Serafín, con estos actos sencillos bastaba para escalar sin peligro alguno las escarpadas laderas de la vida espiritual, ya de lo que se trata, a fin de cuentas, es que el cristiano, mientras va o viene, o mientras llega y regresa, o mientras siembra o pastorea, viva la jornada unido a Dios.

Pero, nos preguntamos: tres padrenuestros, tres avemarías y un credo, ¿no es demasiado poco para conseguir tan ambicioso fin? Sí, sí: en apariencia; pero sólo en apariencia. Ante todo –decía el santo-, es preciso, también en esto, guardarse del pecado de la desmesura, del que nace el orgullo. “A un joven novicio que venía a pedirle permiso para llevar un cilicio y cadenas, San Serafín le respondió riendo: ‘Si un bebé viniera a pedirme algo semejante, ¿qué le respondería? Un hombre que come, bebe y duerme hasta saciarse, que no soporta la menor reprimenda por parte de su superior sin caer en el desaliento, ¿está maduro para llevar cadenas y cilicios?”.

Por su parte, Simone Weil (1909-1943), la gran pensadora francesa, era de la idea de que, por lo que se refería a la oración, un solo padrenuestro bastaba, con tal que se lo dijera con una perfecta atención:

“El verano pasado –escribió en Attente de Dieu (1942)-, cuando estudiaba griego con T., había hecho para él una traducción literal del padrenuestro en griego. Nos habíamos prometido aprenderlo de memoria. Creo que él no lo hizo, y yo tampoco, en aquel momento. Pero unos días después, hojeando el evangelio, me dije a mí misma que, puesto que lo que había prometido era una cosa buena, debía hacerla. Y lo he hecho. La dulzura infinita del texto griego me arrebató a tal punto que durante algunos días no pude hacer otra cosa que recitarlo continuamente. Una semana después comenzó la vendimia y yo recité el padrenuestro en griego todos los días antes del trabajo, y a menudo lo repetía en la viña.

“Desde entonces me he impuesto, como una práctica, el recitarlo todas las mañanas con una atención total. Si mientras lo recito mi atención se desvía o se entorpece, aunque sólo sea un poco, comienzo de nuevo hasta que no alcanzo una atención absolutamente pura. Me sucede a veces repetirlo una segunda vez por puro placer, pero lo hago únicamente si el deseo me empuja a ello.

“El poder de esta práctica es extraordinario y siempre me sorprende, porque, si bien lo experimento todos los días, éste supera todas las veces mi esperanza”.

¡De modo que un solo padrenuestro, con tal de que sea bien dicho, basta! Por lo menos, eso fue lo que experimentó Simone Weil durante los últimos años de su vida, y no creo que, al confesarlo así, nos hubiese mentido.

Sin embargo, si alguien se siente desanimado a causa de esa atención pura de la que hablaba la filósofa francesa, porque no se cree capaz de conseguirla, el Padre Pio de Pieltrecina (1887-1968), piadoso capuchino canonizado por Juan Pablo II en el año 2002, pone las cosas aún más fáciles; decía: “Cuando pases delante de una imagen de la Virgen, di: ‘Yo te saludo, María; saluda a Jesús de mi parte”. ¡Sólo eso! De él es también este consejo dirigido a orantes desanimamos y secos: “Si puedes, habla al Señor en la oración y alábale. Si no lo consigues porque no estás todavía suficientemente adelantado en la vida espiritual, de ninguna manera te inquietes: enciérrate en tu habitación y ponte en la presencia de Dios. Él te verá y apreciará tu presencia y tu silencio. Seguidamente, te tomará de la mano, te hablará, dará los cien pasos en los senderos de este jardín que es la oración, y allí encontrarás tu consolación. Estar simplemente en la presencia de Dios para manifestar nuestra voluntad de reconocernos sus servidores es un excelente ejercicio espiritual que nos hace adelantar en el ejercicio de la perfección. Cuando estés unido a Dios por medio de la oración, examina quién eres en verdad y háblale, si puedes; y si esto te resulta imposible, párate y quédate frente a Él. No te esfuerces en otra cosa”.


He aquí la enseñanza de San Serafín de Sarov (1759-1833), uno de los santos más queridos por los cristianos de Oriente:

“Todos los días, al levantarse, que todo cristiano, de pie ante los iconos, recite tres veces la oración dominical, el Padre Nuestro, en honor a la Santísima Trinidad; a continuación, también tres veces, el canto a la Virgen: ‘Regocíjate, Virgen, Madre de Dios’, el ‘Ave María’ y finalmente, una vez, el Credo.

“Después de orar, cada cual se ocupará de sus labores y, sea en la casa o en el campo, que repita dulcemente: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador’. En caso de no estar solo, que diga interiormente: ‘Señor, ten piedad de mí’. Y así hasta el mediodía.

“Antes de comer, que repita las plegarias de la mañana.

“A la tarde, que cada cristiano, ocupándose de sus asuntos, pronuncie dulcemente: ‘Santa Madre de Dios, sálvame’; o bien: ‘Señor Jesucristo, por intercesión de tu Santa Madre, ten piedad de mí, pecador’.

“Y que continúe así hasta la tarde.

“En el momento de ir a dormir, que cada cristiano recite de nuevo las mismas plegarias de la mañana; y, después de haber hecho la señal de la cruz, que se duerma”.

Siguiendo esta regla, afirmaba el santo ruso, se puede llegar a la cima de la perfección, pues las tres plegarias que ella comprende están en la base misma del cristianismo:

“La primera fue dada por el mismo Señor y sirve de ejemplo a todas las otras; la segunda es un canto traído del cielo por el Arcángel para saludar a la Virgen María, Madre de Dios; en cuento al Credo, contiene abreviados todos los dogmas de la fe cristiana”.

Según San Serafín, con estos actos sencillos bastaba para escalar sin peligro alguno las escarpadas laderas de la vida espiritual, ya de lo que se trata, a fin de cuentas, es que el cristiano, mientras va o viene, o mientras llega y regresa, o mientras siembra o pastorea, viva la jornada unido a Dios.

Pero, nos preguntamos: tres padrenuestros, tres avemarías y un credo, ¿no es demasiado poco para conseguir tan ambicioso fin? Sí, sí: en apariencia; pero sólo en apariencia. Ante todo –decía el santo-, es preciso, también en esto, guardarse del pecado de la desmesura, del que nace el orgullo. “A un joven novicio que venía a pedirle permiso para llevar un cilicio y cadenas, San Serafín le respondió riendo: ‘Si un bebé viniera a pedirme algo semejante, ¿qué le respondería? Un hombre que come, bebe y duerme hasta saciarse, que no soporta la menor reprimenda por parte de su superior sin caer en el desaliento, ¿está maduro para llevar cadenas y cilicios?”.

Por su parte, Simone Weil (1909-1943), la gran pensadora francesa, era de la idea de que, por lo que se refería a la oración, un solo padrenuestro bastaba, con tal que se lo dijera con una perfecta atención:

“El verano pasado –escribió en Attente de Dieu (1942)-, cuando estudiaba griego con T., había hecho para él una traducción literal del padrenuestro en griego. Nos habíamos prometido aprenderlo de memoria. Creo que él no lo hizo, y yo tampoco, en aquel momento. Pero unos días después, hojeando el evangelio, me dije a mí misma que, puesto que lo que había prometido era una cosa buena, debía hacerla. Y lo he hecho. La dulzura infinita del texto griego me arrebató a tal punto que durante algunos días no pude hacer otra cosa que recitarlo continuamente. Una semana después comenzó la vendimia y yo recité el padrenuestro en griego todos los días antes del trabajo, y a menudo lo repetía en la viña.

“Desde entonces me he impuesto, como una práctica, el recitarlo todas las mañanas con una atención total. Si mientras lo recito mi atención se desvía o se entorpece, aunque sólo sea un poco, comienzo de nuevo hasta que no alcanzo una atención absolutamente pura. Me sucede a veces repetirlo una segunda vez por puro placer, pero lo hago únicamente si el deseo me empuja a ello.

“El poder de esta práctica es extraordinario y siempre me sorprende, porque, si bien lo experimento todos los días, éste supera todas las veces mi esperanza”.

¡De modo que un solo padrenuestro, con tal de que sea bien dicho, basta! Por lo menos, eso fue lo que experimentó Simone Weil durante los últimos años de su vida, y no creo que, al confesarlo así, nos hubiese mentido.

Sin embargo, si alguien se siente desanimado a causa de esa atención pura de la que hablaba la filósofa francesa, porque no se cree capaz de conseguirla, el Padre Pio de Pieltrecina (1887-1968), piadoso capuchino canonizado por Juan Pablo II en el año 2002, pone las cosas aún más fáciles; decía: “Cuando pases delante de una imagen de la Virgen, di: ‘Yo te saludo, María; saluda a Jesús de mi parte”. ¡Sólo eso! De él es también este consejo dirigido a orantes desanimamos y secos: “Si puedes, habla al Señor en la oración y alábale. Si no lo consigues porque no estás todavía suficientemente adelantado en la vida espiritual, de ninguna manera te inquietes: enciérrate en tu habitación y ponte en la presencia de Dios. Él te verá y apreciará tu presencia y tu silencio. Seguidamente, te tomará de la mano, te hablará, dará los cien pasos en los senderos de este jardín que es la oración, y allí encontrarás tu consolación. Estar simplemente en la presencia de Dios para manifestar nuestra voluntad de reconocernos sus servidores es un excelente ejercicio espiritual que nos hace adelantar en el ejercicio de la perfección. Cuando estés unido a Dios por medio de la oración, examina quién eres en verdad y háblale, si puedes; y si esto te resulta imposible, párate y quédate frente a Él. No te esfuerces en otra cosa”.