/ domingo 9 de septiembre de 2018

Dichosos los que mueren

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Esto fue, señores, lo que dijo un día Jesús a sus discípulos. ¿Y a quién se refería al hablar así sino a él mismo? Con estas palabras profetizó desde mucho antes su propia muerte, afirmando además por qué moría: por sus amigos.

¿Cabe, hermanos míos, una mayor declaración de amor? No le dijo a Pedro como muy pronto éste le diría a Él: “Tú bien sabes que te amo” (Juan 21, 17), pero le dice en cambio: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, como haciéndole ver que nadie en este mundo lo ama, ni puede amarlo, con un amor mayor. Sí, hermanos, se trata de una declaración de amor: misteriosa, si ustedes quieren; incomprensible en el momento en que fue dicha, si ustedes gustan, pero una declaración de afecto entre las más tiernas e intensas que un amigo haya hecho nunca a sus amigos.

Y no se trata, sin embargo, de meras palabras, pues esta declaración es también una promesa. Es como si dijera el Señor: “Yo voy a morir, pero la verdad es que nadie me mata: yo mismo entrego mi vida, y la entrego por ustedes”.

Hay quienes piensan, ya lo sé, que amar a alguien es poder decirle dulces palabras al oído. Es bueno que las digan, pero es más bueno aún que el amor no se quede sólo en palabras. Es preciso ir más allá. Es preciso entregar la vida. Y aquí es donde tocamos un punto de la mayor importancia, pues si amar es dar la vida por aquello que se ama, ¿cómo habríamos creído que Dios nos amaba si el Verbo no se hubiera hecho carne para morir por nosotros? Porque en esto consiste el misterio de la encarnación, a saber: no en que un hombre –como han afirmado recientemente algunos herejes- se haya hecho Dios, sino en que Dios se hizo hombre. ¿Y por qué, me preguntarán ustedes, se hizo hombre? El Credo, que dentro de poco vamos a recitar todos a una sola voz, nos ofrece una respuesta bastante escueta: “Por nosotros y por nuestra salvación”, dice. Sí, así ha sido, sin duda. Pero habría que agregar: “Para que creyeras, hombre, que Dios te ama”. ¡Ah, qué fácil hubiese sido que el Altísimo, bendito sea, se con formara con decirnos que los hombres éramos importantes para Él y que, por tanto, nos amaba. Pero una declaración como ésta, por bella que sea, si no va acompañada de las obras correspondientes, no es y no será nunca creíble.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, se dirían en la eternidad entre ellos el Padre y el Hijo, y entonces éste, para demostrar a los hombres que el amor del Padre era real y no un mero amor romántico y mentiroso, decidió encarnarse, es decir, tomar un cuerpo humano destinado a la muerte. ¡El inmortal se hizo mortal, amigos míos, y el que moraba en la eternidad quiso sufrir en carne propia los rigores del tiempo! Y todo esto, ¿por qué? Ya lo hemos escuchado una y otra vez: porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Y aquí, hermanos, es donde quería parar. ¿Eres mortal, a que sí? ¿O me equivoco y eres un ángel caído del cielo merced a sus alas rotas? Tu semblante no me engaña: eres mortal; tienes el rostro de quien dice adiós. Entonces tú también estás llamado a dar la vida por aquellos a los que amas.

Es verdad que la muerte nos atemoriza, pero, si nos decidimos a ver las cosas desde cierta perspectiva, al punto caeremos en la cuenta de que la muerte es una bendición. ¡Puedes morir por lo que amas! ¿Te das cuenta de lo que te estoy diciendo? Si fueras eterno, no podrías morir por los que amas y, así, por grande que fuera tu amor, seguiría siendo a fin de cuentas un amor imperfecto. Entonces podrías dar a la persona amada todo lo que quisieras, pero no podrías darte a ti mismo. Podrías darle oro y plata, tal vez, pero no podrías darle lo que vale más que todo el oro y toda la plata: tu propia vida. ¿Entiendes, cristiano, lo que te quiero decir? Quiero decirte que, aunque fueras un ángel caído del cielo, no te envidiaría, pues un ángel no puede morir ni siquiera por el Dios al que adora. ¡Oh, Señor mío, qué misterio es éste: los ángeles que te alaban de noche y de día y que rodean tu trono diciendo: Santo, Santo, Santo, Santo, no pueden morir por Ti! En cambio yo, que soy un pobre pecador, puedo hacerlo. ¿Cómo es eso? Sí, sólo un hombre o un Dios encarnado podrían decir: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Y ahora ve, hermano mío, cuánta razón tenía el gran Bossuet (1627-1704) cuando dijo así en uno de sus sermones:

“Es ésta, quizá, la única ventaja que tenemos sobre los ángeles. Ellos pueden ser los compañeros de Nuestro Señor en la gloria, pero no pudieron ser sus compañeros en la muerte. Estas bienaventuradas inteligencias pueden comparecer ante la faz de Dios como hogueras ardientes de una caridad eterna, pero su naturaleza impasible no les permite probar generosamente el honor, tan dulce para el alma, de amar hasta morir, aun de morir para amar. En cuanto a nosotros, al contrario, gozamos de esta preciosa ventaja; porque a las dos clases de vida que plugo a Dios darnos, la una, inmortal e incorruptible,hará perdurar nuestro amor en el cielo, y la otra, perecedera, podemos inmolarla aquí en la tierra en prueba de ese mismo amor”.

¿Y no te conmueves ante estas palabras, cristiano? ¡Ni siquiera los ángeles podrían hacer lo que podrías hacer tú, si lo quisieras: amar sin medida dando tu vida por aquellos a los que quieres! Y porque ellos no pueden morir, tu amor, tu pobre amor humano hecho de carne y de sangre, aventaja con mucho al amor espiritual de los ángeles del cielo. A las ocho bienaventuranzas que conocemos, podemos, pues, hermanos míos, agregar una novena, que sonaría así: “Dichosos los que mueren”. La muerte, vista así, no es una maldición, sino una oportunidad para amar sin medida. Amén.


“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Esto fue, señores, lo que dijo un día Jesús a sus discípulos. ¿Y a quién se refería al hablar así sino a él mismo? Con estas palabras profetizó desde mucho antes su propia muerte, afirmando además por qué moría: por sus amigos.

¿Cabe, hermanos míos, una mayor declaración de amor? No le dijo a Pedro como muy pronto éste le diría a Él: “Tú bien sabes que te amo” (Juan 21, 17), pero le dice en cambio: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, como haciéndole ver que nadie en este mundo lo ama, ni puede amarlo, con un amor mayor. Sí, hermanos, se trata de una declaración de amor: misteriosa, si ustedes quieren; incomprensible en el momento en que fue dicha, si ustedes gustan, pero una declaración de afecto entre las más tiernas e intensas que un amigo haya hecho nunca a sus amigos.

Y no se trata, sin embargo, de meras palabras, pues esta declaración es también una promesa. Es como si dijera el Señor: “Yo voy a morir, pero la verdad es que nadie me mata: yo mismo entrego mi vida, y la entrego por ustedes”.

Hay quienes piensan, ya lo sé, que amar a alguien es poder decirle dulces palabras al oído. Es bueno que las digan, pero es más bueno aún que el amor no se quede sólo en palabras. Es preciso ir más allá. Es preciso entregar la vida. Y aquí es donde tocamos un punto de la mayor importancia, pues si amar es dar la vida por aquello que se ama, ¿cómo habríamos creído que Dios nos amaba si el Verbo no se hubiera hecho carne para morir por nosotros? Porque en esto consiste el misterio de la encarnación, a saber: no en que un hombre –como han afirmado recientemente algunos herejes- se haya hecho Dios, sino en que Dios se hizo hombre. ¿Y por qué, me preguntarán ustedes, se hizo hombre? El Credo, que dentro de poco vamos a recitar todos a una sola voz, nos ofrece una respuesta bastante escueta: “Por nosotros y por nuestra salvación”, dice. Sí, así ha sido, sin duda. Pero habría que agregar: “Para que creyeras, hombre, que Dios te ama”. ¡Ah, qué fácil hubiese sido que el Altísimo, bendito sea, se con formara con decirnos que los hombres éramos importantes para Él y que, por tanto, nos amaba. Pero una declaración como ésta, por bella que sea, si no va acompañada de las obras correspondientes, no es y no será nunca creíble.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, se dirían en la eternidad entre ellos el Padre y el Hijo, y entonces éste, para demostrar a los hombres que el amor del Padre era real y no un mero amor romántico y mentiroso, decidió encarnarse, es decir, tomar un cuerpo humano destinado a la muerte. ¡El inmortal se hizo mortal, amigos míos, y el que moraba en la eternidad quiso sufrir en carne propia los rigores del tiempo! Y todo esto, ¿por qué? Ya lo hemos escuchado una y otra vez: porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Y aquí, hermanos, es donde quería parar. ¿Eres mortal, a que sí? ¿O me equivoco y eres un ángel caído del cielo merced a sus alas rotas? Tu semblante no me engaña: eres mortal; tienes el rostro de quien dice adiós. Entonces tú también estás llamado a dar la vida por aquellos a los que amas.

Es verdad que la muerte nos atemoriza, pero, si nos decidimos a ver las cosas desde cierta perspectiva, al punto caeremos en la cuenta de que la muerte es una bendición. ¡Puedes morir por lo que amas! ¿Te das cuenta de lo que te estoy diciendo? Si fueras eterno, no podrías morir por los que amas y, así, por grande que fuera tu amor, seguiría siendo a fin de cuentas un amor imperfecto. Entonces podrías dar a la persona amada todo lo que quisieras, pero no podrías darte a ti mismo. Podrías darle oro y plata, tal vez, pero no podrías darle lo que vale más que todo el oro y toda la plata: tu propia vida. ¿Entiendes, cristiano, lo que te quiero decir? Quiero decirte que, aunque fueras un ángel caído del cielo, no te envidiaría, pues un ángel no puede morir ni siquiera por el Dios al que adora. ¡Oh, Señor mío, qué misterio es éste: los ángeles que te alaban de noche y de día y que rodean tu trono diciendo: Santo, Santo, Santo, Santo, no pueden morir por Ti! En cambio yo, que soy un pobre pecador, puedo hacerlo. ¿Cómo es eso? Sí, sólo un hombre o un Dios encarnado podrían decir: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Y ahora ve, hermano mío, cuánta razón tenía el gran Bossuet (1627-1704) cuando dijo así en uno de sus sermones:

“Es ésta, quizá, la única ventaja que tenemos sobre los ángeles. Ellos pueden ser los compañeros de Nuestro Señor en la gloria, pero no pudieron ser sus compañeros en la muerte. Estas bienaventuradas inteligencias pueden comparecer ante la faz de Dios como hogueras ardientes de una caridad eterna, pero su naturaleza impasible no les permite probar generosamente el honor, tan dulce para el alma, de amar hasta morir, aun de morir para amar. En cuanto a nosotros, al contrario, gozamos de esta preciosa ventaja; porque a las dos clases de vida que plugo a Dios darnos, la una, inmortal e incorruptible,hará perdurar nuestro amor en el cielo, y la otra, perecedera, podemos inmolarla aquí en la tierra en prueba de ese mismo amor”.

¿Y no te conmueves ante estas palabras, cristiano? ¡Ni siquiera los ángeles podrían hacer lo que podrías hacer tú, si lo quisieras: amar sin medida dando tu vida por aquellos a los que quieres! Y porque ellos no pueden morir, tu amor, tu pobre amor humano hecho de carne y de sangre, aventaja con mucho al amor espiritual de los ángeles del cielo. A las ocho bienaventuranzas que conocemos, podemos, pues, hermanos míos, agregar una novena, que sonaría así: “Dichosos los que mueren”. La muerte, vista así, no es una maldición, sino una oportunidad para amar sin medida. Amén.