/ domingo 20 de octubre de 2019

Cuaderno de Notas

Hubo un tiempo, ya muy lejano, en el que los ateos debían dar razón de su ateísmo. ¿No era algo obvio creer en Dios? En otras palabras, el ateo “debía explicarse”. Ahora el que tiene que explicarse, es decir, hacerse comprender, es el creyente, porque lo obvio ya no es no creer. Esto quiere decir que hoy, como nunca antes, además de creer, el hombre de fe debe saber poner las cartas sobre el tapete y ser diestro en el arte de barajarlas. Dicho de otra manera: el creyente del futuro será culto –en el sentido clásico de la expresión- o no será. Tal es el signo de los nuevos tiempos, para bien o para mal.

* * *

Secularización. “Los campesinos borgoñeses que iban tradicionalmente en peregrinación para implorar la protección divina contra las enfermedades de la vid –escribió hace más de cuarenta años el periodista francés Jacques Duquesne-, abandonan a rajatabla esta práctica a partir de la introducción de la técnica del sulfatado. Todos los agricultores dejan de hacer rogativas desde que pueden disponer de abonos. Olvidan las oraciones mediante las cuales pedían a Dios que multiplicara los frutos de la tierra. Los asalariados depositan más confianza en la seguridad social que en la Providencia”. Sí, y, sin embargo, es preciso tener cuidado, pues cuando Dios decida que la tierra no dé más fruto, no lo dará, pese a todos nuestros abonos. Del hombre secularizado podría decirse lo que dijo en su día Pascal acerca de los ateos, a saber: que son profundos, “pero sólo hasta cierto punto”. Para expresarlo con una imagen, diremos que se parecen a aquella ingenua niña que, al ser preguntada por su maestra de catecismo que de dónde venía la manzana que iba a comerse a la hora del recreo, respondió esbozando la sonrisa de quien lo sabe todo: “¡De Wall-Mart, por supuesto, maestra!”.

* * *

Me dijo alguien una vez: “Ante todo, es preciso desechar la idea de un Dios intervencionista”. “¿Y qué entiende usted por intervencionista?”, le pregunté. “El Dios que hace milagros, que produce la lluvia y todo eso”… “Siga, siga usted”, dije. “¡En un Dios intervencionista no es posible ya creer!”. “Suponga usted”, dije, “que tiene en cama a un ser muy querido: su señor padre, por ejemplo; entonces, según usted, no hay que rezar por él, ¿verdad? En el fondo, confiéselo, sólo podemos rezar a un Dios intervencionista, ¿no le parece?”. Y ella: “En eso no había pensado”. Y yo: “¡Hija mía, lea usted la Biblia desde el comienzo para que compruebe que no hay Dios más intervencionista que el Dios de Jesucristo! Cuando el pueblo elegido salió de Egipto, le abrió las aguas para que lo atravesara sin mojarse, y cuando Abraham iba a sacrificar a Isaac le detuvo la mano. Piense que si Dios no fuera intervencionista no habría por qué llamarlo Padre. ¿Con qué derecho? ¿A fuer de qué? A menos, claro está, que defienda usted la tesis de que un padre no debe nunca intervenir en la vida de sus hijos”. “¿Pero, entonces?”, me preguntó. “Entonces se parece a usted a esos hijos extraños que, aunque saben que tienen un padre, están seguros de no poder contar nunca con él. Y eso y ser ateos es prácticamente la misma cosa”.

* * *

A principios del siglo XX, Rudolf Bultmann (1884-1976) escribió que “cualquier persona que utilice la electricidad y escuche la radio no puede creer por mucho tiempo en los milagros del Nuevo Testamento”. Con ello quiso decir que para el hombre tecnológico, habituado a lo maravilloso, los relatos del Nuevo Testamento no podían ser más que “cuentos”, “simples historias”. ¡Pamplinas! ¿Y por qué el hombre que va al cine no puede ser el mismo que, salir de la sala, va a arrodillarse a un templo en señal de adoración? ¿Qué le quita una cosa a la otra? Y, sin embargo, las palabras del teólogo alemán pueden tomarse en otro sentido, y entonces sí resultan ser profundamente verdaderas: encender la televisión y escuchar la cháchara de los presentadores puede convertirse en una dura prueba para la fe. ¡Cuántos la han perdido a causa de sus comentarios malintencionados!

* * *

En 1968, el novelista francés HervéBazin fue interrogado por un famoso semanario acerca de la cuestión de Dios. Según él, ¿cómo era la fe de sus contemporáneos? Respondió así: “La mayoría de las personas no desean que Dios esté muerto. Ni que intervenga demasiado. Entonces, un Dios remoto es lo más cómodo. Eso no compromete”. El Dios de la Biblia interviene y se entromete; con mucha frecuencia llama y reprende; y luego da una lista de mandamientos que es preciso cumplir… Por eso, el hombre moderno abandonó al Dios bíblico y optó por el Dios-Relojero. O por el Gran Arquitecto. Pero un arquitecto, en cuanto termina una obra, se va a su casa, desaparece, en tanto que el Dios bíblico está siempre en escena. Esto es lo que el hombre moderno no pudo soportar. Y dijo como Juan de Mairena en una de sus lecciones: “¡Muchachos, un Dios vivo sería terrible! ¡Que Dios nos libre de Él!”.

* * *

Durante mucho tiempo se creyó que la fe desplazaría a Dios: “No se haga ilusiones, la fe retrocederá cada vez más. Porque para la mayoría de las gentes Dios no era más que un consuelo. Ahora, gracias a la ciencia, el hombre puede hacer retroceder los infortunios”, etcétera. Más o menos, durante la modernidad, así pensó el hombre común y, por lo tanto, no creía. Hoy que la ciencia ha sido desacreditada por crear tantos problemas cuantos resuelve, los hombres han dejado de creer, aunque por otras razones. ¡Misterio de la libertad humana: siempre habrá motivos para no creer!

Hubo un tiempo, ya muy lejano, en el que los ateos debían dar razón de su ateísmo. ¿No era algo obvio creer en Dios? En otras palabras, el ateo “debía explicarse”. Ahora el que tiene que explicarse, es decir, hacerse comprender, es el creyente, porque lo obvio ya no es no creer. Esto quiere decir que hoy, como nunca antes, además de creer, el hombre de fe debe saber poner las cartas sobre el tapete y ser diestro en el arte de barajarlas. Dicho de otra manera: el creyente del futuro será culto –en el sentido clásico de la expresión- o no será. Tal es el signo de los nuevos tiempos, para bien o para mal.

* * *

Secularización. “Los campesinos borgoñeses que iban tradicionalmente en peregrinación para implorar la protección divina contra las enfermedades de la vid –escribió hace más de cuarenta años el periodista francés Jacques Duquesne-, abandonan a rajatabla esta práctica a partir de la introducción de la técnica del sulfatado. Todos los agricultores dejan de hacer rogativas desde que pueden disponer de abonos. Olvidan las oraciones mediante las cuales pedían a Dios que multiplicara los frutos de la tierra. Los asalariados depositan más confianza en la seguridad social que en la Providencia”. Sí, y, sin embargo, es preciso tener cuidado, pues cuando Dios decida que la tierra no dé más fruto, no lo dará, pese a todos nuestros abonos. Del hombre secularizado podría decirse lo que dijo en su día Pascal acerca de los ateos, a saber: que son profundos, “pero sólo hasta cierto punto”. Para expresarlo con una imagen, diremos que se parecen a aquella ingenua niña que, al ser preguntada por su maestra de catecismo que de dónde venía la manzana que iba a comerse a la hora del recreo, respondió esbozando la sonrisa de quien lo sabe todo: “¡De Wall-Mart, por supuesto, maestra!”.

* * *

Me dijo alguien una vez: “Ante todo, es preciso desechar la idea de un Dios intervencionista”. “¿Y qué entiende usted por intervencionista?”, le pregunté. “El Dios que hace milagros, que produce la lluvia y todo eso”… “Siga, siga usted”, dije. “¡En un Dios intervencionista no es posible ya creer!”. “Suponga usted”, dije, “que tiene en cama a un ser muy querido: su señor padre, por ejemplo; entonces, según usted, no hay que rezar por él, ¿verdad? En el fondo, confiéselo, sólo podemos rezar a un Dios intervencionista, ¿no le parece?”. Y ella: “En eso no había pensado”. Y yo: “¡Hija mía, lea usted la Biblia desde el comienzo para que compruebe que no hay Dios más intervencionista que el Dios de Jesucristo! Cuando el pueblo elegido salió de Egipto, le abrió las aguas para que lo atravesara sin mojarse, y cuando Abraham iba a sacrificar a Isaac le detuvo la mano. Piense que si Dios no fuera intervencionista no habría por qué llamarlo Padre. ¿Con qué derecho? ¿A fuer de qué? A menos, claro está, que defienda usted la tesis de que un padre no debe nunca intervenir en la vida de sus hijos”. “¿Pero, entonces?”, me preguntó. “Entonces se parece a usted a esos hijos extraños que, aunque saben que tienen un padre, están seguros de no poder contar nunca con él. Y eso y ser ateos es prácticamente la misma cosa”.

* * *

A principios del siglo XX, Rudolf Bultmann (1884-1976) escribió que “cualquier persona que utilice la electricidad y escuche la radio no puede creer por mucho tiempo en los milagros del Nuevo Testamento”. Con ello quiso decir que para el hombre tecnológico, habituado a lo maravilloso, los relatos del Nuevo Testamento no podían ser más que “cuentos”, “simples historias”. ¡Pamplinas! ¿Y por qué el hombre que va al cine no puede ser el mismo que, salir de la sala, va a arrodillarse a un templo en señal de adoración? ¿Qué le quita una cosa a la otra? Y, sin embargo, las palabras del teólogo alemán pueden tomarse en otro sentido, y entonces sí resultan ser profundamente verdaderas: encender la televisión y escuchar la cháchara de los presentadores puede convertirse en una dura prueba para la fe. ¡Cuántos la han perdido a causa de sus comentarios malintencionados!

* * *

En 1968, el novelista francés HervéBazin fue interrogado por un famoso semanario acerca de la cuestión de Dios. Según él, ¿cómo era la fe de sus contemporáneos? Respondió así: “La mayoría de las personas no desean que Dios esté muerto. Ni que intervenga demasiado. Entonces, un Dios remoto es lo más cómodo. Eso no compromete”. El Dios de la Biblia interviene y se entromete; con mucha frecuencia llama y reprende; y luego da una lista de mandamientos que es preciso cumplir… Por eso, el hombre moderno abandonó al Dios bíblico y optó por el Dios-Relojero. O por el Gran Arquitecto. Pero un arquitecto, en cuanto termina una obra, se va a su casa, desaparece, en tanto que el Dios bíblico está siempre en escena. Esto es lo que el hombre moderno no pudo soportar. Y dijo como Juan de Mairena en una de sus lecciones: “¡Muchachos, un Dios vivo sería terrible! ¡Que Dios nos libre de Él!”.

* * *

Durante mucho tiempo se creyó que la fe desplazaría a Dios: “No se haga ilusiones, la fe retrocederá cada vez más. Porque para la mayoría de las gentes Dios no era más que un consuelo. Ahora, gracias a la ciencia, el hombre puede hacer retroceder los infortunios”, etcétera. Más o menos, durante la modernidad, así pensó el hombre común y, por lo tanto, no creía. Hoy que la ciencia ha sido desacreditada por crear tantos problemas cuantos resuelve, los hombres han dejado de creer, aunque por otras razones. ¡Misterio de la libertad humana: siempre habrá motivos para no creer!