/ domingo 22 de noviembre de 2020

Consejos para vivir en México

Allá por lo años 50 del siglo pasado, una prestigiosa editorial parisina concibió la genial idea de lanzar al mercado una colección de guías turísticas que fuesen, por decirlo así, como lazarillos de ciegos caminantes: bastones y brújulas para franceses que, decididos a internarse por algún tiempo en territorios extranjeros, quisiesen saber, para no meter la pata, cómo tratar a los nativos de aquellas regiones.

¡Son unas guías simpatiquísimas, porque dan cuenta no sólo de los hoteles y restaurantes que se podrían visitar, sino del humor de la gente con la que iban a encontrarse! Tengo aquí, en mi escritorio, algunas de ellas, y no quiero que se pierdan entre el tumuto de mis libros sin haberles consagrado aunque sólo sea una modesta página. Dicha colección, por lo que puedo ver, fue dirigida por Dominique Le Bourg y Jean Desfantes, y en el volumen dedicado a España, Doré Ogrizeg dice así en el capítulo introductorio:

“Consejos prácticos para vivir entre españoles. Al español le gusta la dignidad y el decoro, pero, a la vez, aprecia mucho la espontaneidad. De modo que no sea usted afectado a fuerza de ser cortés –recomienda el autor a sus conciudanos andariegos-: le calificarían a usted de cursi, que es el más grave reproche que se le puede dirigir en este país. En España la noción del tiempo es mucho más vaga que en los demás países. Los españoles están acostumbrados a esperar sin darle demasiada importancia al asunto. Aquí, el retraso de un cuerto de hora es muy disculpable. Sin embargo, no olvide usted que las corridas de toros empiezan a la hora en punto, lo mismo que otros espectáculos. En Andalucía hay momentos que nadie debe turbar con una llegada intempestiva: una de ellas es, por ejemplo, la hora de la siesta”, etcétera.

No sé si los españoles se reconocerían a sí mismos en este breve texto; pero como esto es algo que me interesa sólo relativamente, cierro el libro y abro el que me incumbe más: el dedicado a mi país. Veo que éste ha sido escrito, a su vez, por Robert Escarpit (1918-2000), autor mucho más conocido en la República de las Letras que Doré Orgizeg por haber escrito una cantidad ingente de libros, entre los cuales figura uno que era ya como una anticipación de este al que ahora me voy a referir: Contes et légendes du Mexique (París, Nathan, 1953). Pero vayamos a nuestro asunto. Según Escarpit, de tres cosas deberá guardarse todo francés que venga a estos rincones o confines del mundo: la primera, que no llegue en plan de conquista; la segunda, que no juzgue apresuradamente nada de lo que vea; y la tercera: que no menosprecie por ningún motivo lo que no comprenda. Se trata, sin duda, de un excelente consejo preliminar: México es un extraño país en el que la lógica francesa no se halla precisamente en su elemento. “Sobre todo –previene Escarpit- evite el viajero considerar a México como un pueblo engolfado en revoluciones, ya que sus últimos Gobiernos han dado muestras de un gran avance institucional”. Pero, mucho más que otra cosa, evite el francés que aquí venga el meterse en política, pues la política mexicana “bajo ciertos aspectos es brutal, frecuentemente cínica y muchas veces corrompida”. ¡Que no se le ocurra en ningún momento y bajo ninguna desesperada circunstancia hablar mal en voz alta ni de los politicos ni de las instituciones, “pues aunque esto es algo sobre lo que los mexicanos hablan con total libertad, no soportan que nadie se inmiscuya en sus asuntos”.

¿Qué tal, eh?

¡Por supuesto que, como buen observador que era, Escarpit también se refirió en su guía a la mordida! Pero esto era hasta cierto punto natural: como vivió tantos años entre nosotros enseñando francés… Pero habla de ella con benevolencia, más justificándola que condenándola: “Puesto que el funcionario mexicano está mal pagado, es esta circunstancia la que lo inclina a exigir una gratidicación de acuerdo con la importancia de los servicios que proporciona”.

Dice de nosotros, además, que somos “ceremoniosos, muy dado al abrazo”, y a manifestar nuestra simpatía “mediante vigorosos golpes en el homóplato del interlocutor”. ¡Ah! ¿Cómo hizo este profesor para descubrirnos?

Según él, los mexicanos tenemos gusto por las relaciones epistolares, y nuestro sentido hiperbólico nos hace calificar de “ilustre escritor” a quien sólo ha publicado unos cuantos y miserables versos. Creo que de 1956 para acá, el gusto por las relaciones epistolares ha menguado un poco. Pero no ha sido culpa nuestra: es que como ya tenemos Internet, teléfonos celulares y todo eso –modernidad, en una palabra-, y ya ve usted lo que sucede cuando la gente se moderniza demasiado…

El profesor Escarpit subraya que somos muy generosos con los vistantes extranjeros, lo cual es verdad. Frases como “¡Está usted en su casa!” y otras por el estilo hicieron mucha mella en él, aunque disculpaba a los habitantes del viejo mundo diciendo que ellos les costaba mucho más ganarse la vida que a nosotros, y que por eso pueden parecernos un poco tacaños: “Es que –dice, defendiéndolos- la escasez de bienes que han provocado las recientes guerras hacen que no regalen nada con facilidad, pues saben el sacrificio que significa obtener cualquier cosa”. Y, por último, se pregunta nuestro célebre profesor: “¿Cómo pueden ser los mexicanos tan piadosos y al mismo tiempo tan anticlericales?”. Pero esto es muy sencillo de explicar, señor Escarpit: porque en un país en el que el 86 por ciento de los habitantes son católicos, quienes hacen las leyes y aparecen en la televisión constituyen el 14 por ciento restante; porque, así como Pasteur, al entrar al laboratorio se ponía la bata y se quitaba la fe –según él mismo decía-, así ocurre con nuestros políticos: que nadie nota el lunes que fueron a Misa el domingo. Porque fueron, ¡sí señor!, aunque viendo lo que hacen y oyendo lo que dicen, nadie lo diría…

Allá por lo años 50 del siglo pasado, una prestigiosa editorial parisina concibió la genial idea de lanzar al mercado una colección de guías turísticas que fuesen, por decirlo así, como lazarillos de ciegos caminantes: bastones y brújulas para franceses que, decididos a internarse por algún tiempo en territorios extranjeros, quisiesen saber, para no meter la pata, cómo tratar a los nativos de aquellas regiones.

¡Son unas guías simpatiquísimas, porque dan cuenta no sólo de los hoteles y restaurantes que se podrían visitar, sino del humor de la gente con la que iban a encontrarse! Tengo aquí, en mi escritorio, algunas de ellas, y no quiero que se pierdan entre el tumuto de mis libros sin haberles consagrado aunque sólo sea una modesta página. Dicha colección, por lo que puedo ver, fue dirigida por Dominique Le Bourg y Jean Desfantes, y en el volumen dedicado a España, Doré Ogrizeg dice así en el capítulo introductorio:

“Consejos prácticos para vivir entre españoles. Al español le gusta la dignidad y el decoro, pero, a la vez, aprecia mucho la espontaneidad. De modo que no sea usted afectado a fuerza de ser cortés –recomienda el autor a sus conciudanos andariegos-: le calificarían a usted de cursi, que es el más grave reproche que se le puede dirigir en este país. En España la noción del tiempo es mucho más vaga que en los demás países. Los españoles están acostumbrados a esperar sin darle demasiada importancia al asunto. Aquí, el retraso de un cuerto de hora es muy disculpable. Sin embargo, no olvide usted que las corridas de toros empiezan a la hora en punto, lo mismo que otros espectáculos. En Andalucía hay momentos que nadie debe turbar con una llegada intempestiva: una de ellas es, por ejemplo, la hora de la siesta”, etcétera.

No sé si los españoles se reconocerían a sí mismos en este breve texto; pero como esto es algo que me interesa sólo relativamente, cierro el libro y abro el que me incumbe más: el dedicado a mi país. Veo que éste ha sido escrito, a su vez, por Robert Escarpit (1918-2000), autor mucho más conocido en la República de las Letras que Doré Orgizeg por haber escrito una cantidad ingente de libros, entre los cuales figura uno que era ya como una anticipación de este al que ahora me voy a referir: Contes et légendes du Mexique (París, Nathan, 1953). Pero vayamos a nuestro asunto. Según Escarpit, de tres cosas deberá guardarse todo francés que venga a estos rincones o confines del mundo: la primera, que no llegue en plan de conquista; la segunda, que no juzgue apresuradamente nada de lo que vea; y la tercera: que no menosprecie por ningún motivo lo que no comprenda. Se trata, sin duda, de un excelente consejo preliminar: México es un extraño país en el que la lógica francesa no se halla precisamente en su elemento. “Sobre todo –previene Escarpit- evite el viajero considerar a México como un pueblo engolfado en revoluciones, ya que sus últimos Gobiernos han dado muestras de un gran avance institucional”. Pero, mucho más que otra cosa, evite el francés que aquí venga el meterse en política, pues la política mexicana “bajo ciertos aspectos es brutal, frecuentemente cínica y muchas veces corrompida”. ¡Que no se le ocurra en ningún momento y bajo ninguna desesperada circunstancia hablar mal en voz alta ni de los politicos ni de las instituciones, “pues aunque esto es algo sobre lo que los mexicanos hablan con total libertad, no soportan que nadie se inmiscuya en sus asuntos”.

¿Qué tal, eh?

¡Por supuesto que, como buen observador que era, Escarpit también se refirió en su guía a la mordida! Pero esto era hasta cierto punto natural: como vivió tantos años entre nosotros enseñando francés… Pero habla de ella con benevolencia, más justificándola que condenándola: “Puesto que el funcionario mexicano está mal pagado, es esta circunstancia la que lo inclina a exigir una gratidicación de acuerdo con la importancia de los servicios que proporciona”.

Dice de nosotros, además, que somos “ceremoniosos, muy dado al abrazo”, y a manifestar nuestra simpatía “mediante vigorosos golpes en el homóplato del interlocutor”. ¡Ah! ¿Cómo hizo este profesor para descubrirnos?

Según él, los mexicanos tenemos gusto por las relaciones epistolares, y nuestro sentido hiperbólico nos hace calificar de “ilustre escritor” a quien sólo ha publicado unos cuantos y miserables versos. Creo que de 1956 para acá, el gusto por las relaciones epistolares ha menguado un poco. Pero no ha sido culpa nuestra: es que como ya tenemos Internet, teléfonos celulares y todo eso –modernidad, en una palabra-, y ya ve usted lo que sucede cuando la gente se moderniza demasiado…

El profesor Escarpit subraya que somos muy generosos con los vistantes extranjeros, lo cual es verdad. Frases como “¡Está usted en su casa!” y otras por el estilo hicieron mucha mella en él, aunque disculpaba a los habitantes del viejo mundo diciendo que ellos les costaba mucho más ganarse la vida que a nosotros, y que por eso pueden parecernos un poco tacaños: “Es que –dice, defendiéndolos- la escasez de bienes que han provocado las recientes guerras hacen que no regalen nada con facilidad, pues saben el sacrificio que significa obtener cualquier cosa”. Y, por último, se pregunta nuestro célebre profesor: “¿Cómo pueden ser los mexicanos tan piadosos y al mismo tiempo tan anticlericales?”. Pero esto es muy sencillo de explicar, señor Escarpit: porque en un país en el que el 86 por ciento de los habitantes son católicos, quienes hacen las leyes y aparecen en la televisión constituyen el 14 por ciento restante; porque, así como Pasteur, al entrar al laboratorio se ponía la bata y se quitaba la fe –según él mismo decía-, así ocurre con nuestros políticos: que nadie nota el lunes que fueron a Misa el domingo. Porque fueron, ¡sí señor!, aunque viendo lo que hacen y oyendo lo que dicen, nadie lo diría…