/ domingo 29 de septiembre de 2019

Confidencias inútiles

¿Quiere usted dominarse a sí mismo? –pregunta el canónigo Saint Laurent en un viejo libro que hojeo despacio para que no se me deshaga entre las manos-. Si es así, dice, entonces, entre otras cosas que voy a recomendarle, evite las confidencias inútiles. ¿Qué ganas con revelar sus pensamientos al primero que llega? El hombre íntegro, el hombre fuerte, es, al mismo tiempo, el hombre que sabe callar.

“Se ha quemado usted –escribe-, supongo que accidentalmente. Los médicos han curado su quemadura; le duele terriblemente, y durante algún tiempo ha suspendido su trabajo. Es una contrariedad. Si refiere el accidente y enumera menudamente las impresiones dolorosas que experimenta, está perdiendo el tiempo con hablar: ni sus explicaciones ni sus lamentaciones acelerarán lo más mínimo la cicatrización de su quemadura. Sus confidencias no cambian, pues, en nada sus dificultades objetivas; al contrario, aumentan considerablemente sus dificultades subjetivas. Haciendo a cuantos coja por delante el relato de sus sufrimientos, detiene en ellos mucho más el pensamiento; lo examina por todos sus aspectos a fin de saborear mejor su amargura; crea en sí mismo, sin darse cuenta, una autosugestión de pesimismo y de debilidad que agudiza su dolor y disminuye asimismo su capacidad de resistencia”.

Hoy se habla de ser sinceros: en una palabra, de desahogarse. Pero no hay nada más pernicioso que esto, dice el canónigo Saint Laurent, porque cada vez que verbalizamos nuestra pena, abrimos la llaga y rompemos la costra, de manera que vuelve a sangrar lo que ya querríamos ver cicatrizado. Y, además, ¿qué ganamos con quejarnos? ¿Va por eso la herida a dolernos menos? También se dice hoy que hay que ser francos. Y es verdad, pero sólo hasta cierto punto, es decir, sólo hasta cierto límite. Es preciso guardarse, pues, de eso que nuestro autor llama “una franqueza demasiado brutal”. ¿La razón? Hela aquí: “La multitud de personas mediocres, que no lo comprenden (está hablando de usted, lector, y de mí), lo juzgarán con severidad”. Usted, para decirlo ya, quiere ser sincero y arroja sus semillas a diestro y siniestro: pero, ¿quién le asegura que, como dice la parábola del Evangelio, éstas caerán tierra buena? ¡Ah, téngalo por seguro: no todo lo que usted diga será bien recibido!

Pero supongamos que hemos cedido: nos hemos mostrado débiles haciendo partícipes a otros de nuestros pensamientos más íntimos. ¿Qué cabe esperar entonces? Que nuestro confidente pertenezca a cualquiera de estas tres clases: La de los indiferentes. Y a éstos, por demás está decirlo, lo que podamos decirles les importa un rábano. ¿Qué les interesa a ellos que el brazo nos duela o no nos duela? ¿Qué, que nuestro corazón sangre causa de una injusticia de la que fuimos las víctima? De ellos dice el canónigo Saint Laurent: “Se darán cuenta de su falta (la suya, lector, la nuestra) de fortaleza moral que le hace incapaz de ocultar sus impresiones. Viéndole impotente para guardar sus propios secretos, inferirán, no sin lógica, que guarda aún menos los secretos del prójimo. El relato de sus decepciones les hará sospechar la existencia en usted de un carácter sin freno… Gracias a sus conversaciones inconsideradas, mata la confianza que hubieran podido tener en usted”.

La de los que no nos tienen simpatía. “¿Se confía –pregunta nuestro autor- a personas que no tienen simpatía por usted? Necia imprudencia. Sus penas no les entristecerán de ninguna manera, sino todo lo contrario… A éstos, que mal le quieren, no les dé a conocer sus proyectos, cualesquiera que éstos sean. Los estorbarían; le pisarían el terreno; se provecharían, tal vez, del trabajo de usted para en su lugar coger el fruto”. ¡Ajá! –se dicen éstos-. Con que esas tenemos… Y en vez de agradecer la confianza que se ha depositado en ellos, harán todo lo posible para que no nos salgamos con la nuestra. Y como ya conocen nuestro talón de Aquiles, por así decirlo, todo les será más fácil.

La de nuestros amigos. Puede suceder, sin embargo, que nuestro confidente sea en verdad un amigo. Lo queremos y nos quiere; no es indiferente a los que nos pasa, y tampoco se aprovecharía de nosotros. “Con sus amigos –aconseja el canónigo- guarde una prudente discreción. ¿Para qué entristecerlos contándoles sus penas, si no tienen medios de poner remedio a ellas? ¿Buscará su paz a costa de la de ellos?... Recuerde lo que hemos dicho más arriba: las confidencias inútiles, en lugar de aplacar su pena, la agudizan; provocan en usted inconscientes sugestiones de pesimismo; crean en su espíritu una mentalidad de débil, de vencido”. Pero, ¿y entonces? ¿Entonces no podemos recurrir a nadie en los momentos de dificultad? Claro que sí, dice nuestro autor: “Cuente sus penas a Dios, a la Santísima Virgen, su madre. Con ellos puede desahogarse sin temor y sin peligro; en ellos encontrará siempre, y en abundancia, ternura, misericordia, luz, auxilio y paz”.

“Hay que levantarse de la mesa, dicen los higienistas, con un poco de apetito todavía. Hay que terminar siempre una conversación con alguna cosa que se hubiera podido decir, pero que se la ha guardado uno para sí deliberadamente, a fin de hacerse ver uno a sí mismo su propia energía”.

¿Qué de diría de un balón que a cada rebote exhale un poco de aire? ¿No utilizamos esta expresión vulgar: que está ponchado? Pues lo mismo habría que decir de los hombres que confían sus pensamientos con tanta facilidad.

Lector: ya sé que es difícil, porque son muy viejos; pero si alguna vez, en una librería de usado, se encuentra un libro del canónigo Saint Laurent, no lo piense dos veces: lléveselo de inmediato. Le juro que no se arrepentirá.

¿Quiere usted dominarse a sí mismo? –pregunta el canónigo Saint Laurent en un viejo libro que hojeo despacio para que no se me deshaga entre las manos-. Si es así, dice, entonces, entre otras cosas que voy a recomendarle, evite las confidencias inútiles. ¿Qué ganas con revelar sus pensamientos al primero que llega? El hombre íntegro, el hombre fuerte, es, al mismo tiempo, el hombre que sabe callar.

“Se ha quemado usted –escribe-, supongo que accidentalmente. Los médicos han curado su quemadura; le duele terriblemente, y durante algún tiempo ha suspendido su trabajo. Es una contrariedad. Si refiere el accidente y enumera menudamente las impresiones dolorosas que experimenta, está perdiendo el tiempo con hablar: ni sus explicaciones ni sus lamentaciones acelerarán lo más mínimo la cicatrización de su quemadura. Sus confidencias no cambian, pues, en nada sus dificultades objetivas; al contrario, aumentan considerablemente sus dificultades subjetivas. Haciendo a cuantos coja por delante el relato de sus sufrimientos, detiene en ellos mucho más el pensamiento; lo examina por todos sus aspectos a fin de saborear mejor su amargura; crea en sí mismo, sin darse cuenta, una autosugestión de pesimismo y de debilidad que agudiza su dolor y disminuye asimismo su capacidad de resistencia”.

Hoy se habla de ser sinceros: en una palabra, de desahogarse. Pero no hay nada más pernicioso que esto, dice el canónigo Saint Laurent, porque cada vez que verbalizamos nuestra pena, abrimos la llaga y rompemos la costra, de manera que vuelve a sangrar lo que ya querríamos ver cicatrizado. Y, además, ¿qué ganamos con quejarnos? ¿Va por eso la herida a dolernos menos? También se dice hoy que hay que ser francos. Y es verdad, pero sólo hasta cierto punto, es decir, sólo hasta cierto límite. Es preciso guardarse, pues, de eso que nuestro autor llama “una franqueza demasiado brutal”. ¿La razón? Hela aquí: “La multitud de personas mediocres, que no lo comprenden (está hablando de usted, lector, y de mí), lo juzgarán con severidad”. Usted, para decirlo ya, quiere ser sincero y arroja sus semillas a diestro y siniestro: pero, ¿quién le asegura que, como dice la parábola del Evangelio, éstas caerán tierra buena? ¡Ah, téngalo por seguro: no todo lo que usted diga será bien recibido!

Pero supongamos que hemos cedido: nos hemos mostrado débiles haciendo partícipes a otros de nuestros pensamientos más íntimos. ¿Qué cabe esperar entonces? Que nuestro confidente pertenezca a cualquiera de estas tres clases: La de los indiferentes. Y a éstos, por demás está decirlo, lo que podamos decirles les importa un rábano. ¿Qué les interesa a ellos que el brazo nos duela o no nos duela? ¿Qué, que nuestro corazón sangre causa de una injusticia de la que fuimos las víctima? De ellos dice el canónigo Saint Laurent: “Se darán cuenta de su falta (la suya, lector, la nuestra) de fortaleza moral que le hace incapaz de ocultar sus impresiones. Viéndole impotente para guardar sus propios secretos, inferirán, no sin lógica, que guarda aún menos los secretos del prójimo. El relato de sus decepciones les hará sospechar la existencia en usted de un carácter sin freno… Gracias a sus conversaciones inconsideradas, mata la confianza que hubieran podido tener en usted”.

La de los que no nos tienen simpatía. “¿Se confía –pregunta nuestro autor- a personas que no tienen simpatía por usted? Necia imprudencia. Sus penas no les entristecerán de ninguna manera, sino todo lo contrario… A éstos, que mal le quieren, no les dé a conocer sus proyectos, cualesquiera que éstos sean. Los estorbarían; le pisarían el terreno; se provecharían, tal vez, del trabajo de usted para en su lugar coger el fruto”. ¡Ajá! –se dicen éstos-. Con que esas tenemos… Y en vez de agradecer la confianza que se ha depositado en ellos, harán todo lo posible para que no nos salgamos con la nuestra. Y como ya conocen nuestro talón de Aquiles, por así decirlo, todo les será más fácil.

La de nuestros amigos. Puede suceder, sin embargo, que nuestro confidente sea en verdad un amigo. Lo queremos y nos quiere; no es indiferente a los que nos pasa, y tampoco se aprovecharía de nosotros. “Con sus amigos –aconseja el canónigo- guarde una prudente discreción. ¿Para qué entristecerlos contándoles sus penas, si no tienen medios de poner remedio a ellas? ¿Buscará su paz a costa de la de ellos?... Recuerde lo que hemos dicho más arriba: las confidencias inútiles, en lugar de aplacar su pena, la agudizan; provocan en usted inconscientes sugestiones de pesimismo; crean en su espíritu una mentalidad de débil, de vencido”. Pero, ¿y entonces? ¿Entonces no podemos recurrir a nadie en los momentos de dificultad? Claro que sí, dice nuestro autor: “Cuente sus penas a Dios, a la Santísima Virgen, su madre. Con ellos puede desahogarse sin temor y sin peligro; en ellos encontrará siempre, y en abundancia, ternura, misericordia, luz, auxilio y paz”.

“Hay que levantarse de la mesa, dicen los higienistas, con un poco de apetito todavía. Hay que terminar siempre una conversación con alguna cosa que se hubiera podido decir, pero que se la ha guardado uno para sí deliberadamente, a fin de hacerse ver uno a sí mismo su propia energía”.

¿Qué de diría de un balón que a cada rebote exhale un poco de aire? ¿No utilizamos esta expresión vulgar: que está ponchado? Pues lo mismo habría que decir de los hombres que confían sus pensamientos con tanta facilidad.

Lector: ya sé que es difícil, porque son muy viejos; pero si alguna vez, en una librería de usado, se encuentra un libro del canónigo Saint Laurent, no lo piense dos veces: lléveselo de inmediato. Le juro que no se arrepentirá.