/ domingo 22 de agosto de 2021

¡Canta y camina!

Desconfíe usted de las personas que no cantan: son tipos serios de los que no puede usted fiarse. Los hombres buenos cantan, y los santos, cuando lo son de veras, cantan más.

No crea usted, se lo suplico, en la virtud eternamente enfadada, ni en la bondad refunfuñona. ¿Quiere conocer el fondo moral de una persona? Es muy sencillo: obsérvela con atención y vea si ríe, y vea si canta. ¡Es un método infalible!

¿Qué hace, por ejemplo, María, la Santa Virgen, cuando saluda a Isabel, su parienta anciana? Trae a la memoria viejos textos de la Escritura, los engarza con pericia y compone con ellos una canción del todo original:

Mi alma glorifica al Señor,

y mi espíritu se alegra

en Dios, mi Salvador,

porque ha mirado

la humildad de su sierva.

Desde ahora me llamarán dichosa

todas las generaciones,

porque ha hecho en mí cosas grandes

el que todo lo puede… (Lucas 1, 47-49).

Y el canto prosigue, y si no lo transcribimos aquí todo entero es por ahorrar espacio, que no por otra cosa. Hay quienes se imaginan que María recita, y engarza para su prima estas palabras. ¡Pues no, no las recitó! Las cantó. El Magníficat es una canción más que un poema. Nuestra Señora es una mujer que canta, que sabe cantar y lo hace con mucho gusto.

Otra precisión más. No es del todo exacta la traducción que dice: “Mi alma glorifica al Señor…, porque ha mirado la humildad de su sierva”. ¿Cómo va a sacar a relucir María su propia humildad? Eso sería tanto como decir: “¡Miren ustedes lo humilde que soy!”, lo cual equivaldría a camuflar la soberbia. En realidad, según el texto griego del evangelio de Lucas, la palabra que María utiliza es “tapéinosin”, que quiere decir más bien nulidad, o, si se prefiere, insignificancia a los ojos del mundo. Su canto, pues, debería sonar más bien así: “Mi espíritu festeja a Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en una mujer sin importancia como yo”. ¡Esto es mucho más exacto que lo otro! ¡Y cómo cambian entonces las cosas!

De María, a la que amaba por su canto alegre, escribió un día así el jesuita español José María de Llanos (1906-1992) en uno de sus libros: “De María sabemos pocas cosas, pero entre ellas hallamos relatos que nos dicen de su frecuente caminar de Nazaret a la montaña, de la montaña a Nazaret, de Nazaret a Belén, de Belén a Egipto, de Egipto a Nazaret… Y después las visitas anuales a la ciudad santa. María no canta descansada desde la rama verde de su rincón aldeano; María canta de camino y marcha como ayer por el desierto su pueblo, marcha de acá para allá con su silenciosa arpa diciendo los versos más profundos a su Dios… María, patrona de caminantes, no será la poetisa culta, sino más bien la profetisa servicial, la que canta cuando llega, la que canta cuando sirve, la que canta cuando abraza. Esta forma y figura de la mujer primera del Libro revelado dice mucho, muchísimo, para ir cambiando tantas formas de piedad mariana hieráticas e infantilmente evasivas o alienadas en otras formas de encuentro y saludo, servicio y sonrisa de cualquiera a cualquiera, volviendo a situar a la poesía en su tierra más virgen, y a la fe en su consecuencia más definitiva” (María de los evangelios).

Así es. María es la mujer de los encuentros y los cantos, del caminar y el servicio, de la visita y el saludo. Por eso, y permítaseme el pleonasmo, no hay que creer en los creyentes que no cantan, ni visitan ni saludan: en los piadosos que se reservan para sí –y luego se les vuelve agria de tanto guardársela- la alegría que debieran comunicar. ¿No dijo una vez San Agustín (354-430) que el que canta ora dos veces? Pero eso no fue todo lo que dijo el santo padre de la Iglesia a propósito del canto, sino que dijo también para aviso y corrección de cristianos pesarosos y cariacontecidos:

“¡Oh qué aleluya tan glorioso cantaremos entonces, qué seguridad! Ya no habrá adversarios, ya no habrá enemigos ni perderemos a ningún amigo. Aquí abajo cantamos las alabanzas a Dios en medio de nuestras preocupaciones. En el cielo contaremos con total paz y tranquilidad. Aquí las cantamos destinados a morir; en el cielo cantaremos sin miedo de la muerte. Aquí, en la esperanza; allá, en la realidad. Aquí somos viajeros; allá estaremos en nuestra patria. Cantemos, pues, ya desde ahora hermanos, no para saborear el reposo, sino para aligerar nuestras penas. Cantemos como hacen los viajeros. Canta, pero no dejes de caminar; canta para animarte en medio de las fatigas. ¡Canta y camina!

“¿Qué quiere decir caminar? Ve adelante; haz progresos en el buen obrar. Camina hacia el bien, avanza en la fe y en la pureza de las costumbres. ¡Canta y camina! ¡No te desvíes, no te eches atrás, no te quedes parado! Y, mientras caminas, canta” (Sermones sobre San Juan, n. 107).

¿Ha observado usted que la radio nos ha hecho callar? ¡Ahora los únicos que quieren cantar son los cantantes! Pero lo hacen por dinero. ¡No dejes que canten sólo ellos! Canta también tú –como dice San Agustín- para aligerar las penas. Si los cantantes cantan por dinero, tú hazlo por alegría. Compón tus propias canciones, como hizo María delante de Isabel, y que tu corazón sea la orquesta. Canta, pues. Y camina.

Desconfíe usted de las personas que no cantan: son tipos serios de los que no puede usted fiarse. Los hombres buenos cantan, y los santos, cuando lo son de veras, cantan más.

No crea usted, se lo suplico, en la virtud eternamente enfadada, ni en la bondad refunfuñona. ¿Quiere conocer el fondo moral de una persona? Es muy sencillo: obsérvela con atención y vea si ríe, y vea si canta. ¡Es un método infalible!

¿Qué hace, por ejemplo, María, la Santa Virgen, cuando saluda a Isabel, su parienta anciana? Trae a la memoria viejos textos de la Escritura, los engarza con pericia y compone con ellos una canción del todo original:

Mi alma glorifica al Señor,

y mi espíritu se alegra

en Dios, mi Salvador,

porque ha mirado

la humildad de su sierva.

Desde ahora me llamarán dichosa

todas las generaciones,

porque ha hecho en mí cosas grandes

el que todo lo puede… (Lucas 1, 47-49).

Y el canto prosigue, y si no lo transcribimos aquí todo entero es por ahorrar espacio, que no por otra cosa. Hay quienes se imaginan que María recita, y engarza para su prima estas palabras. ¡Pues no, no las recitó! Las cantó. El Magníficat es una canción más que un poema. Nuestra Señora es una mujer que canta, que sabe cantar y lo hace con mucho gusto.

Otra precisión más. No es del todo exacta la traducción que dice: “Mi alma glorifica al Señor…, porque ha mirado la humildad de su sierva”. ¿Cómo va a sacar a relucir María su propia humildad? Eso sería tanto como decir: “¡Miren ustedes lo humilde que soy!”, lo cual equivaldría a camuflar la soberbia. En realidad, según el texto griego del evangelio de Lucas, la palabra que María utiliza es “tapéinosin”, que quiere decir más bien nulidad, o, si se prefiere, insignificancia a los ojos del mundo. Su canto, pues, debería sonar más bien así: “Mi espíritu festeja a Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en una mujer sin importancia como yo”. ¡Esto es mucho más exacto que lo otro! ¡Y cómo cambian entonces las cosas!

De María, a la que amaba por su canto alegre, escribió un día así el jesuita español José María de Llanos (1906-1992) en uno de sus libros: “De María sabemos pocas cosas, pero entre ellas hallamos relatos que nos dicen de su frecuente caminar de Nazaret a la montaña, de la montaña a Nazaret, de Nazaret a Belén, de Belén a Egipto, de Egipto a Nazaret… Y después las visitas anuales a la ciudad santa. María no canta descansada desde la rama verde de su rincón aldeano; María canta de camino y marcha como ayer por el desierto su pueblo, marcha de acá para allá con su silenciosa arpa diciendo los versos más profundos a su Dios… María, patrona de caminantes, no será la poetisa culta, sino más bien la profetisa servicial, la que canta cuando llega, la que canta cuando sirve, la que canta cuando abraza. Esta forma y figura de la mujer primera del Libro revelado dice mucho, muchísimo, para ir cambiando tantas formas de piedad mariana hieráticas e infantilmente evasivas o alienadas en otras formas de encuentro y saludo, servicio y sonrisa de cualquiera a cualquiera, volviendo a situar a la poesía en su tierra más virgen, y a la fe en su consecuencia más definitiva” (María de los evangelios).

Así es. María es la mujer de los encuentros y los cantos, del caminar y el servicio, de la visita y el saludo. Por eso, y permítaseme el pleonasmo, no hay que creer en los creyentes que no cantan, ni visitan ni saludan: en los piadosos que se reservan para sí –y luego se les vuelve agria de tanto guardársela- la alegría que debieran comunicar. ¿No dijo una vez San Agustín (354-430) que el que canta ora dos veces? Pero eso no fue todo lo que dijo el santo padre de la Iglesia a propósito del canto, sino que dijo también para aviso y corrección de cristianos pesarosos y cariacontecidos:

“¡Oh qué aleluya tan glorioso cantaremos entonces, qué seguridad! Ya no habrá adversarios, ya no habrá enemigos ni perderemos a ningún amigo. Aquí abajo cantamos las alabanzas a Dios en medio de nuestras preocupaciones. En el cielo contaremos con total paz y tranquilidad. Aquí las cantamos destinados a morir; en el cielo cantaremos sin miedo de la muerte. Aquí, en la esperanza; allá, en la realidad. Aquí somos viajeros; allá estaremos en nuestra patria. Cantemos, pues, ya desde ahora hermanos, no para saborear el reposo, sino para aligerar nuestras penas. Cantemos como hacen los viajeros. Canta, pero no dejes de caminar; canta para animarte en medio de las fatigas. ¡Canta y camina!

“¿Qué quiere decir caminar? Ve adelante; haz progresos en el buen obrar. Camina hacia el bien, avanza en la fe y en la pureza de las costumbres. ¡Canta y camina! ¡No te desvíes, no te eches atrás, no te quedes parado! Y, mientras caminas, canta” (Sermones sobre San Juan, n. 107).

¿Ha observado usted que la radio nos ha hecho callar? ¡Ahora los únicos que quieren cantar son los cantantes! Pero lo hacen por dinero. ¡No dejes que canten sólo ellos! Canta también tú –como dice San Agustín- para aligerar las penas. Si los cantantes cantan por dinero, tú hazlo por alegría. Compón tus propias canciones, como hizo María delante de Isabel, y que tu corazón sea la orquesta. Canta, pues. Y camina.