/ domingo 28 de marzo de 2021

Canta, canta

De esta manera aconsejaba Rabí Najmán de Breslau (1772-1810) a sus discípulos: “Si no te sientes feliz, aparenta serlo.

Aunque te encuentres totalmente deprimido, pon una sonrisa en tus labios. Actúa como si estuvieses alegre. De esta manera surgirá la genuina alegría”. Les decía también: “Acostúmbrate a cantar alguna melodía. Ello te dará una nueva vida y te colmará de gozo”.

Hay un hermoso cuento de Mór Jókai (1825-1904), el escritor húngaro, en el que se narran las peripecias de un apurado padre de familia que andaba siempre a la cuarta pregunta y que no hallaba la manera de sacar adelante a sus nueve hijos.

“Había una vez –así comienza el cuento- en esta gran ciudad de Pest un pobre zapatero que jamás se había podido enriquecer con el trabajo de sus manos. No es que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para no llevar botas. Tampoco los magistrados de la ciudad le habían ordenado vender sus botas a mitad de precio. El hombre trabajaba tan a conciencia que sus clientes casi se quejaban de no conseguir acabar nunca lo que él había cosido. Además, tenía bastantes encargos; todo el mundo le pagaba honradamente, y nadie pensó en marcharse sin pagar la cuenta. Y, sin embargo, el maestro Juan no conseguía salir de pobre; por el contrario, a menudo se veía próximo a dejarse tragar por las olas. Es verdad que ésta no era más que una manera suya de hablar, porque el maestro Juan era un buen cristiano, y un buen cristiano jamás se da muerte a sí mismo, por mucho que le maltrate el destino”.

¿Qué hacer para darle de desayunar, comer y cenar a nueve panzas aventureras? ¡Esto es lo que quería saber nuestro buen zapatero! Y luego estaba solo, pues su mujer había muerto al dar a luz al último de los nueve.

“El maestro Juan quedó solo con sus nueve hijos en este vasto mundo… Dos o tres iban ya a la escuela, otros todavía estaban aprendiendo a andar, y aún los había más pequeños, que había que llevar en brazos, darles de comer, prepararles el biberón, alimentarles, vestirles, lavarles y, sobre todo, entretenerles… Había que hacerles zapatos, nueve pares de zapatos a la vez; había que cortarles el pan, nueve rebanadas a la vez”…

Pero, Dios mío, ¿cómo mantener quieta a aquella turbamulta? La noche de Navidad, sin embargo, se le ocurrió una idea: enseñarles un villancico titulado En el nacimiento del dulce Jesús. ¿Por qué no formar un coro familiar? ¡Después de todo, ésta era una idea formidable!

“-Bien, hijos míos –les dijo-, ¿sabéis lo que es la Nochebuena? Es una gran fiesta, una fiesta muy alegre. Esta noche no trabajaremos: vamos a gozar todos de la fiesta”. Y les enseñó el villancico; y todos, tras muchos tanteos y carraspeos, lo cantaron finalmente a una sola voz. Sin embargo, como se dice, no faltó el pelo en la sopa…

“Ciertamente que allá, en lo alto, los ángeles se regocijan con el canto de los niños. Pero también es cierto que los vecinos se regocijan menos un poco más abajo, en el primer piso.

Se trata de un viejo solterón, que vive encima, completamente solo, en un departamento de nueve habitaciones; en la primera se sienta, en la segunda duerme, en la tercera fuma su pipa, en la cuarta desayuna, y Dios sabe lo que puede hacer en las demás”. Pues bien, fue el caso que este solitario señor, al oír las voces de los niños, se irritó mucho por el jaleo que armaban y decidió ir a callarlos.

No era un mal viejo, pero estaba lleno de amargura. ¿A quién se le ocurría cantar siendo el mundo tan triste? ¡Locos debían estar el zapatero y sus hijos para cantar villancicos en una noche tan fría! Como el viejo no era malo, aunque sí rico, ofreció al zapatero un billete de mil pengos a cambio de que se callaran todos. Y el zapatero, que era pobre, y muy pobre, aceptó.

“El maestro Juan no había oído jamás esta frase mágica de mil pengos, y he aquí que hasta sentía el calor del billete en el hueco de sus manos”. Todos callaron. A partir de ese momento estaba prohibido cantar. Porque un trato es un trato. “Los niños mayores se sentaron en las sillas y trataron, sin convicción, de tranquilizar a los pequeños; no se podía cantar: el hombre rico, allá arriba, podía oírlos”. ¡Ah, cómo se entenebreció el corazón de los pequeños, y cómo se enrareció el ambiente en el pequeño departamento del zapatero remendón!

Y los minutos pasaban. Y el maestro Juan caminaba a un lado y a otro de la pieza, silencioso y meditabundo. “Después se sentó, mohíno, delante de su mesilla. Y cortó y cosió con tanto celo, que pronto se dio cuenta de que él también cantaba sin querer.

“De pronto se tapó la boca, después de puso rojo de cólera, pegó un martillazo, tiró su taburete, volvió a abrir la caja, sacó el gran billete de banco y corrió a casa de su excelencia, en el primer piso.

“-Excelencia –dijo-: que Dios os bendiga; tome usted el dinero, si me hace el favor; no lo necesito; lo que yo quiero es poder cantar cuando tenga ganas, porque eso vale más de mil pengos”.

Y el zapatero regresó a su casa y se puso a cantar con sus hijos aquel villancico que tanto placía a su difunta esposa. Había comprendido que poder cantar vale más que todos los billetes de banco, y que uno no es realmente pobre cuando canta, sino cuando no tiene ya por qué cantar. ¡El que puede aún cantar no es nunca pobre, pues lleva en sí el tesoro de la alegría!

Igualmente enseñaba Rabí Nachman de Breslau: “Acostúmbrate a bailar. Ello desplazará la tristeza y disipará la opresión”. Pero del baile, si me lo permiten mis lectores, ya hablaremos en otra ocasión.

De esta manera aconsejaba Rabí Najmán de Breslau (1772-1810) a sus discípulos: “Si no te sientes feliz, aparenta serlo.

Aunque te encuentres totalmente deprimido, pon una sonrisa en tus labios. Actúa como si estuvieses alegre. De esta manera surgirá la genuina alegría”. Les decía también: “Acostúmbrate a cantar alguna melodía. Ello te dará una nueva vida y te colmará de gozo”.

Hay un hermoso cuento de Mór Jókai (1825-1904), el escritor húngaro, en el que se narran las peripecias de un apurado padre de familia que andaba siempre a la cuarta pregunta y que no hallaba la manera de sacar adelante a sus nueve hijos.

“Había una vez –así comienza el cuento- en esta gran ciudad de Pest un pobre zapatero que jamás se había podido enriquecer con el trabajo de sus manos. No es que todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para no llevar botas. Tampoco los magistrados de la ciudad le habían ordenado vender sus botas a mitad de precio. El hombre trabajaba tan a conciencia que sus clientes casi se quejaban de no conseguir acabar nunca lo que él había cosido. Además, tenía bastantes encargos; todo el mundo le pagaba honradamente, y nadie pensó en marcharse sin pagar la cuenta. Y, sin embargo, el maestro Juan no conseguía salir de pobre; por el contrario, a menudo se veía próximo a dejarse tragar por las olas. Es verdad que ésta no era más que una manera suya de hablar, porque el maestro Juan era un buen cristiano, y un buen cristiano jamás se da muerte a sí mismo, por mucho que le maltrate el destino”.

¿Qué hacer para darle de desayunar, comer y cenar a nueve panzas aventureras? ¡Esto es lo que quería saber nuestro buen zapatero! Y luego estaba solo, pues su mujer había muerto al dar a luz al último de los nueve.

“El maestro Juan quedó solo con sus nueve hijos en este vasto mundo… Dos o tres iban ya a la escuela, otros todavía estaban aprendiendo a andar, y aún los había más pequeños, que había que llevar en brazos, darles de comer, prepararles el biberón, alimentarles, vestirles, lavarles y, sobre todo, entretenerles… Había que hacerles zapatos, nueve pares de zapatos a la vez; había que cortarles el pan, nueve rebanadas a la vez”…

Pero, Dios mío, ¿cómo mantener quieta a aquella turbamulta? La noche de Navidad, sin embargo, se le ocurrió una idea: enseñarles un villancico titulado En el nacimiento del dulce Jesús. ¿Por qué no formar un coro familiar? ¡Después de todo, ésta era una idea formidable!

“-Bien, hijos míos –les dijo-, ¿sabéis lo que es la Nochebuena? Es una gran fiesta, una fiesta muy alegre. Esta noche no trabajaremos: vamos a gozar todos de la fiesta”. Y les enseñó el villancico; y todos, tras muchos tanteos y carraspeos, lo cantaron finalmente a una sola voz. Sin embargo, como se dice, no faltó el pelo en la sopa…

“Ciertamente que allá, en lo alto, los ángeles se regocijan con el canto de los niños. Pero también es cierto que los vecinos se regocijan menos un poco más abajo, en el primer piso.

Se trata de un viejo solterón, que vive encima, completamente solo, en un departamento de nueve habitaciones; en la primera se sienta, en la segunda duerme, en la tercera fuma su pipa, en la cuarta desayuna, y Dios sabe lo que puede hacer en las demás”. Pues bien, fue el caso que este solitario señor, al oír las voces de los niños, se irritó mucho por el jaleo que armaban y decidió ir a callarlos.

No era un mal viejo, pero estaba lleno de amargura. ¿A quién se le ocurría cantar siendo el mundo tan triste? ¡Locos debían estar el zapatero y sus hijos para cantar villancicos en una noche tan fría! Como el viejo no era malo, aunque sí rico, ofreció al zapatero un billete de mil pengos a cambio de que se callaran todos. Y el zapatero, que era pobre, y muy pobre, aceptó.

“El maestro Juan no había oído jamás esta frase mágica de mil pengos, y he aquí que hasta sentía el calor del billete en el hueco de sus manos”. Todos callaron. A partir de ese momento estaba prohibido cantar. Porque un trato es un trato. “Los niños mayores se sentaron en las sillas y trataron, sin convicción, de tranquilizar a los pequeños; no se podía cantar: el hombre rico, allá arriba, podía oírlos”. ¡Ah, cómo se entenebreció el corazón de los pequeños, y cómo se enrareció el ambiente en el pequeño departamento del zapatero remendón!

Y los minutos pasaban. Y el maestro Juan caminaba a un lado y a otro de la pieza, silencioso y meditabundo. “Después se sentó, mohíno, delante de su mesilla. Y cortó y cosió con tanto celo, que pronto se dio cuenta de que él también cantaba sin querer.

“De pronto se tapó la boca, después de puso rojo de cólera, pegó un martillazo, tiró su taburete, volvió a abrir la caja, sacó el gran billete de banco y corrió a casa de su excelencia, en el primer piso.

“-Excelencia –dijo-: que Dios os bendiga; tome usted el dinero, si me hace el favor; no lo necesito; lo que yo quiero es poder cantar cuando tenga ganas, porque eso vale más de mil pengos”.

Y el zapatero regresó a su casa y se puso a cantar con sus hijos aquel villancico que tanto placía a su difunta esposa. Había comprendido que poder cantar vale más que todos los billetes de banco, y que uno no es realmente pobre cuando canta, sino cuando no tiene ya por qué cantar. ¡El que puede aún cantar no es nunca pobre, pues lleva en sí el tesoro de la alegría!

Igualmente enseñaba Rabí Nachman de Breslau: “Acostúmbrate a bailar. Ello desplazará la tristeza y disipará la opresión”. Pero del baile, si me lo permiten mis lectores, ya hablaremos en otra ocasión.