/ domingo 24 de marzo de 2019

Breve tratado sobre las lágrimas

Judas no lloró y acabó ahorcándose; Pedro, en cambio, lloró y fue perdonado. ¡Ah, si Judas hubiese llorado también en lugar de suicidarse!... ¿Qué tienen las lágrimas que nos libran de la desesperación? Nunca hay que desconfiar del hombre que llora, sino del que se limita a apretar los dientes: de éste sí hay que temer.

Alguien se ha portado con nosotros de manera desconsiderada. ¡Nunca hubiéramos esperado que nos tratara de esta manera! ¿Cómo ha sido posible? ¡No lo podemos creer! Entonces, presas de la más honda decepción, lloramos; pero, cuando algún tiempo después, nos secamos las lágrimas, todo vuelve a comenzar. Nos sentimos nuevos, como aliviados de una larga y ya muy penosa enfermedad. Las lágrimas limpian los ojos del cuerpo y cauterizan las heridas del alma.

O ha muerto el ser que más queríamos. ¿Qué haremos ahora sin esta persona a un lado nuestro? Vemos con ojos nublados cómo el enterrador lo hace descender al seno de la tierra y echa, parsimonioso, las primeras paletadas. ¡Cómo quisiéramos también nosotros bajar a la tumba y en un rapto de heroísmo lanzarnos al vacío! Pero las lágrimas nos detienen, diciéndonos: “No, aún no. Ya llegará tu tiempo. Tú, por ahora, tienes que vivir”. Y, así, en vez de morirnos también nosotros, nos quedamos al borde del precipicio viendo cómo los otros se van. “Las lágrimas calman la divina sed del alma –dice Franz Werfel (1890-1945), el escritor austríaco, en La casa de la aflicción, uno de sus cuentos más breves y bellos-; por eso nos quedamos tan contentos y satisfechos después de haber llorado”.

Pero puede suceder que nadie nos haya tratado mal, ni que hayamos perdido –todavía- a nuestros seres queridos; simplemente hemos escuchado, gracias a una afortunada casualidad, una vieja canción olvidada que nos recuerda los hermosos tiempos idos. Entonces lloramos también, silenciosamente; pero no son lágrimas de dolor, no: éstas han acudido a nuestros ojos, presurosas, para consolarnos de la infinita tristeza que se apodera de los mortales cuando descubren que, de veras, el tiempo pasa y que con el tiempo pasan también ellos.

Un antiquísimo midrashjudío trata de explicar que el llanto no es malo, que las lágrimas son bunas, y lo hace de la siguiente manera:

“Dios miró en el corazón de Adán y Eva y se dio cuenta de que se habían arrepentido del mal que habían hecho, tuvo piedad de ellos y les dijo: ‘¡Hijos desdichados! Os juzgué y os di el castigo merecido, os expulsé del lugar más deseable, el Jardín del Edén, donde morabais en medio de las mayores delicias, y ahora habéis ido a un lugar de tal desgracia y afán como no habíais conocido hasta este día. Por otra parte, estad seguros, a pesar de todo esto, de que mi afecto para con vosotros nunca cesará y que mi amor para con vosotros nunca tendrá fin.

“Sé, sin embargo, que os esperan muchas pruebas y tribulaciones, y que serán duras para vosotros y os amargarán la vida. Por eso sacaré para vosotros de mi tesoro esta perla: la lágrima. Y cuando el peligro os amenace y vuestro destino sea amargo, cuando estéis llenos de dolor y abatidos, las lágrimas descenderán de vuestros ojos y entonces la carga será más ligera y os sentiréis aliviados.

“Mientras Dios estaba hablando así, los ojos de Adán y Eva se llenaron de lágrimas que regaron sus mejillas y cayeron al suelo. Éstas fueron las primeras lágrimas que humedecieron la tierra. Y cuantas más lágrimas vertían Adán y Eva, más grande eran su alivio y su consuelo, y su esperanza se reavivaba. Las lágrimas fueron una herencia para sus hijos y sus nietos, por todas las generaciones. Ninguna otra criatura del mundo llora y derrama lágrimas. La fuente de las lágrimas, que está escondida en el ojo del hombre, está siempre preparada para aliviar la aflicción de un corazón partido.

“Pero si el dolor de un hombre fuese demasiado grande y las fuentes de las lágrimas se secase y se volviese árida, entonces el ojo ya no tendría ningún movimiento y no descendería ni una lágrima y no habría nada sobre la tierra ni ninguna clase de consuelo capaz de aliviar la aflicción de un hombre tan infeliz” (Cf. J. B. Lemer, Theleggends of Israel).

Para la tradición cristiana y, más específicamente, para San Agustín (354-430), las lágrimas son el gemido de la criatura humana que pide ser consolada; son un grito del alma mediante el cual se busca atraer la atención de Dios y obligarlo –por decirlo así- a que repare en nosotros, que estamos en este mundo sin haberlo querido y, sobre todo, sin haberlo pedido. “Dichosos los que lloran, porque serán consolados” (Mateo 5, 4), dijo un día Jesús a sus oyentes desde la cima de un monte. Pero, ¿consolados por quién? Escuchemos a San Agustín, quien escribió esto en el libro de sus Confesiones:

“¿En qué consiste que el gemir, el llorar, el suspirar, el quejarse, se tiene como un fruto suave y dulce que se recoge de la amargura de esta vida? ¿Acaso lo que hay de dulce y gustoso en el llanto es la esperanza que tenemos de que Vos oigáis nuestros suspiros y lágrimas?”.

Digámoslo con nuestras palabras: en el fondo, quien llora, cree: es un creyente que espera el consuelo. El que no llora, en cambio, desconfía de Aquel que dijo: “Yo enjugaré las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor, porque todo lo anterior habrá pasado” (Apocalipsis 21, 4). Por eso Judas se ahorcó, en tanto que Pedro –tres veces traidor: dos veces más que Judas- fue justificado.

Sí, dichosos los que lloran; los que, por una especie de merced divina, aún pueden llorar.


Judas no lloró y acabó ahorcándose; Pedro, en cambio, lloró y fue perdonado. ¡Ah, si Judas hubiese llorado también en lugar de suicidarse!... ¿Qué tienen las lágrimas que nos libran de la desesperación? Nunca hay que desconfiar del hombre que llora, sino del que se limita a apretar los dientes: de éste sí hay que temer.

Alguien se ha portado con nosotros de manera desconsiderada. ¡Nunca hubiéramos esperado que nos tratara de esta manera! ¿Cómo ha sido posible? ¡No lo podemos creer! Entonces, presas de la más honda decepción, lloramos; pero, cuando algún tiempo después, nos secamos las lágrimas, todo vuelve a comenzar. Nos sentimos nuevos, como aliviados de una larga y ya muy penosa enfermedad. Las lágrimas limpian los ojos del cuerpo y cauterizan las heridas del alma.

O ha muerto el ser que más queríamos. ¿Qué haremos ahora sin esta persona a un lado nuestro? Vemos con ojos nublados cómo el enterrador lo hace descender al seno de la tierra y echa, parsimonioso, las primeras paletadas. ¡Cómo quisiéramos también nosotros bajar a la tumba y en un rapto de heroísmo lanzarnos al vacío! Pero las lágrimas nos detienen, diciéndonos: “No, aún no. Ya llegará tu tiempo. Tú, por ahora, tienes que vivir”. Y, así, en vez de morirnos también nosotros, nos quedamos al borde del precipicio viendo cómo los otros se van. “Las lágrimas calman la divina sed del alma –dice Franz Werfel (1890-1945), el escritor austríaco, en La casa de la aflicción, uno de sus cuentos más breves y bellos-; por eso nos quedamos tan contentos y satisfechos después de haber llorado”.

Pero puede suceder que nadie nos haya tratado mal, ni que hayamos perdido –todavía- a nuestros seres queridos; simplemente hemos escuchado, gracias a una afortunada casualidad, una vieja canción olvidada que nos recuerda los hermosos tiempos idos. Entonces lloramos también, silenciosamente; pero no son lágrimas de dolor, no: éstas han acudido a nuestros ojos, presurosas, para consolarnos de la infinita tristeza que se apodera de los mortales cuando descubren que, de veras, el tiempo pasa y que con el tiempo pasan también ellos.

Un antiquísimo midrashjudío trata de explicar que el llanto no es malo, que las lágrimas son bunas, y lo hace de la siguiente manera:

“Dios miró en el corazón de Adán y Eva y se dio cuenta de que se habían arrepentido del mal que habían hecho, tuvo piedad de ellos y les dijo: ‘¡Hijos desdichados! Os juzgué y os di el castigo merecido, os expulsé del lugar más deseable, el Jardín del Edén, donde morabais en medio de las mayores delicias, y ahora habéis ido a un lugar de tal desgracia y afán como no habíais conocido hasta este día. Por otra parte, estad seguros, a pesar de todo esto, de que mi afecto para con vosotros nunca cesará y que mi amor para con vosotros nunca tendrá fin.

“Sé, sin embargo, que os esperan muchas pruebas y tribulaciones, y que serán duras para vosotros y os amargarán la vida. Por eso sacaré para vosotros de mi tesoro esta perla: la lágrima. Y cuando el peligro os amenace y vuestro destino sea amargo, cuando estéis llenos de dolor y abatidos, las lágrimas descenderán de vuestros ojos y entonces la carga será más ligera y os sentiréis aliviados.

“Mientras Dios estaba hablando así, los ojos de Adán y Eva se llenaron de lágrimas que regaron sus mejillas y cayeron al suelo. Éstas fueron las primeras lágrimas que humedecieron la tierra. Y cuantas más lágrimas vertían Adán y Eva, más grande eran su alivio y su consuelo, y su esperanza se reavivaba. Las lágrimas fueron una herencia para sus hijos y sus nietos, por todas las generaciones. Ninguna otra criatura del mundo llora y derrama lágrimas. La fuente de las lágrimas, que está escondida en el ojo del hombre, está siempre preparada para aliviar la aflicción de un corazón partido.

“Pero si el dolor de un hombre fuese demasiado grande y las fuentes de las lágrimas se secase y se volviese árida, entonces el ojo ya no tendría ningún movimiento y no descendería ni una lágrima y no habría nada sobre la tierra ni ninguna clase de consuelo capaz de aliviar la aflicción de un hombre tan infeliz” (Cf. J. B. Lemer, Theleggends of Israel).

Para la tradición cristiana y, más específicamente, para San Agustín (354-430), las lágrimas son el gemido de la criatura humana que pide ser consolada; son un grito del alma mediante el cual se busca atraer la atención de Dios y obligarlo –por decirlo así- a que repare en nosotros, que estamos en este mundo sin haberlo querido y, sobre todo, sin haberlo pedido. “Dichosos los que lloran, porque serán consolados” (Mateo 5, 4), dijo un día Jesús a sus oyentes desde la cima de un monte. Pero, ¿consolados por quién? Escuchemos a San Agustín, quien escribió esto en el libro de sus Confesiones:

“¿En qué consiste que el gemir, el llorar, el suspirar, el quejarse, se tiene como un fruto suave y dulce que se recoge de la amargura de esta vida? ¿Acaso lo que hay de dulce y gustoso en el llanto es la esperanza que tenemos de que Vos oigáis nuestros suspiros y lágrimas?”.

Digámoslo con nuestras palabras: en el fondo, quien llora, cree: es un creyente que espera el consuelo. El que no llora, en cambio, desconfía de Aquel que dijo: “Yo enjugaré las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor, porque todo lo anterior habrá pasado” (Apocalipsis 21, 4). Por eso Judas se ahorcó, en tanto que Pedro –tres veces traidor: dos veces más que Judas- fue justificado.

Sí, dichosos los que lloran; los que, por una especie de merced divina, aún pueden llorar.