/ domingo 16 de junio de 2019

Avisos Espirituales

«Cada vez que hablo de la oración, me parece oír dentro de vuestro corazón ciertas reflexiones humanas que he escuchado a menudo, incluso en mi propio corazón. Siendo así que nunca dejamos de orar, ¿cómo es que tan raramente nos parece experimentar el fruto de nuestra oración? Tenemos la impresión de que salimos de la oración igual que hemos entrado: nadie nos responde una palabra, ni nos dice nada, y tenemos la sensación de haber trabajado en vano. Pero, ¿qué es lo que dice el Señor en el evangelio? “Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis” (Marcos 11, 26). Así pues, hermanos, ¡que ninguno de vosotros tenga en poco su oración! Porque, os lo aseguro, Aquel a quien ésta se dirige no la tiene en poca cosa; incluso antes de que ella haya salido de vuestra boca, Él la ha escrito en su libro. Sin la menor duda podemos estar seguros de que Dios nos concede lo que le pedimos, aunque sea dándonos algo que Él sabe ser mucho más ventajoso para nosotros. Porque nosotros no sabemos pedir como es debido (Cf. Santiago 4, 2), pero Dios tiene compasión de nuestra ignorancia y recibe nuestra oración con bondad». [San Bernardo de Clairvaux (1090-1153)].

«Sé asiduo en la oración y en la meditación. Me dices que has empezado ya. ¡Ésta es una gran consolación para un padre que te ama como a sí mismo! Continúa, pues, progresando en este ejercicio de amor a Dios. Da cada día un poco más: de noche, bajo el débil resplandor de la lámpara, entre las debilidades y la sequedad del espíritu, o bien de día, en el gozo y la iluminación que deslumbra al alma. Si puedes, habla al Señor en la oración y alábale. Si no lo consigues porque no estás todavía suficientemente adelantado en la vida espiritual, de ninguna manera te inquietes: enciérrate en tu habitación y ponte en la presencia de Dios. Él te verá y apreciará tu presencia y tu silencio. Seguidamente, te tomará de la mano, te hablará, dará los cien pasos en los senderos de este jardín que es la oración, y allí encontrarás tu consolación. Estar simplemente en la presencia de Dios para manifestar nuestra voluntad de reconocernos sus servidores es un excelente ejercicio espiritual que nos hace adelantar en el ejercicio de la perfección. Cuando estés unido a Dios por medio de la oración, examina quién eres en verdad y háblale, si puedes; y si esto te resulta imposible, párate y quédate frente a Él. No te esfuerces en otra cosa» [San Pío de Pietrelcina (1887-1968)].

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mateo 5, 3). El Reino de los cielos vendrá después; por ahora sé pobre de espíritu. ¿Anhelas que después sea tuyo el Reino de los cielos? Entonces sé pobre de espíritu. El pobre de espíritu es humilde, tiembla al oír la Palabra de Dios, confiesa sus pecados, no presume de sus méritos ni se engríe de sus virtudes. Pobre de espíritu es todo el que, haciendo una obra buena, da gloria a Dios, y cuando obra mal se acusa sólo a sí mismo. Pobre de espíritu es el que pone toda su esperanza en Dios, porque sabe que, esperando en el Señor, no quedará defraudado… Éstos son los que el evangelio llama pequeños, porque son humildes, porque no son vanidosos, porque no son soberbios. Colócalos en la balanza y verás cómo pesan ante Dios» [San Agustín (354-430)].

«¡Qué don tan grande y admirable nos ha hecho Dios, hermanos queridos! La resurrección de Cristo hace renacer, en la inocencia de los más pequeños, aquello que ayer perecía en el pecado. La simplicidad de Cristo hace suya la infancia. El niño no tiene rencor, no conoce el fraude, no se atreve a hacer daño. Por eso, este niño que el cristiano llega a ser no se enfurece cuando es insultado, no se defiende si se le despoja, no devuelve los golpes cuando se le pega… Por eso dice el Señor a los apóstoles ya de edad madura: “Os digo que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mateo 18, 3), y los envía a la fuente misma de su vida; los incita a encontrar de nuevo la infancia, a fin de que en estos hombres cuyas fuerzas ya declinan renazca la inocencia del corazón» [San Máximo de Turín (380-465)].

«De hecho, no existe más que una custodia y medicina del alma: acordarse de Dios con ardiente deseo y entregarse siempre a buenos pensamientos. No cesemos nunca en este esfuerzo, ya comamos, ya bebamos, ya estemos descansando o haciendo alguna cosa, o hablando, de forma que todo lo que hagamos sea para gloria perfecta de Dios y no para la nuestra. Sólo así nuestra alma no tendrá ninguna mancha o suciedad proveniente del Maligno» [San Gregorio de Nisa (330-394)].

«Para no ser negligentes (en la vida espiritual) es oportuno reflexionar en las palabras del Apóstol: “Muero cada día” (1Corintios 15, 31). Pues si vivimos cada día como si fuéramos a morir, no pecaremos. Esto significa que, cada día, cuando nos levantemos, debemos pensar que no vamos a llegar hasta la tarde, y de nuevo, cuando nos vayamos a dormir, debemos pensar que no nos levantaremos; nuestra vida es incierta por naturaleza: cada día es medido por la Providencia. Si estamos dispuestos y cada día vivimos así, no pecaremos ni tendremos deseo de nada, ni nos enojaremos con nadie, ni amontonaremos tesoros en la tierra, sino que, como esperamos cada día morir, permaneceremos sin ninguna pasión y en cada ocasión perdonaremos a todos» [San Atanasio (297-373)].

«Cada vez que hablo de la oración, me parece oír dentro de vuestro corazón ciertas reflexiones humanas que he escuchado a menudo, incluso en mi propio corazón. Siendo así que nunca dejamos de orar, ¿cómo es que tan raramente nos parece experimentar el fruto de nuestra oración? Tenemos la impresión de que salimos de la oración igual que hemos entrado: nadie nos responde una palabra, ni nos dice nada, y tenemos la sensación de haber trabajado en vano. Pero, ¿qué es lo que dice el Señor en el evangelio? “Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis” (Marcos 11, 26). Así pues, hermanos, ¡que ninguno de vosotros tenga en poco su oración! Porque, os lo aseguro, Aquel a quien ésta se dirige no la tiene en poca cosa; incluso antes de que ella haya salido de vuestra boca, Él la ha escrito en su libro. Sin la menor duda podemos estar seguros de que Dios nos concede lo que le pedimos, aunque sea dándonos algo que Él sabe ser mucho más ventajoso para nosotros. Porque nosotros no sabemos pedir como es debido (Cf. Santiago 4, 2), pero Dios tiene compasión de nuestra ignorancia y recibe nuestra oración con bondad». [San Bernardo de Clairvaux (1090-1153)].

«Sé asiduo en la oración y en la meditación. Me dices que has empezado ya. ¡Ésta es una gran consolación para un padre que te ama como a sí mismo! Continúa, pues, progresando en este ejercicio de amor a Dios. Da cada día un poco más: de noche, bajo el débil resplandor de la lámpara, entre las debilidades y la sequedad del espíritu, o bien de día, en el gozo y la iluminación que deslumbra al alma. Si puedes, habla al Señor en la oración y alábale. Si no lo consigues porque no estás todavía suficientemente adelantado en la vida espiritual, de ninguna manera te inquietes: enciérrate en tu habitación y ponte en la presencia de Dios. Él te verá y apreciará tu presencia y tu silencio. Seguidamente, te tomará de la mano, te hablará, dará los cien pasos en los senderos de este jardín que es la oración, y allí encontrarás tu consolación. Estar simplemente en la presencia de Dios para manifestar nuestra voluntad de reconocernos sus servidores es un excelente ejercicio espiritual que nos hace adelantar en el ejercicio de la perfección. Cuando estés unido a Dios por medio de la oración, examina quién eres en verdad y háblale, si puedes; y si esto te resulta imposible, párate y quédate frente a Él. No te esfuerces en otra cosa» [San Pío de Pietrelcina (1887-1968)].

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mateo 5, 3). El Reino de los cielos vendrá después; por ahora sé pobre de espíritu. ¿Anhelas que después sea tuyo el Reino de los cielos? Entonces sé pobre de espíritu. El pobre de espíritu es humilde, tiembla al oír la Palabra de Dios, confiesa sus pecados, no presume de sus méritos ni se engríe de sus virtudes. Pobre de espíritu es todo el que, haciendo una obra buena, da gloria a Dios, y cuando obra mal se acusa sólo a sí mismo. Pobre de espíritu es el que pone toda su esperanza en Dios, porque sabe que, esperando en el Señor, no quedará defraudado… Éstos son los que el evangelio llama pequeños, porque son humildes, porque no son vanidosos, porque no son soberbios. Colócalos en la balanza y verás cómo pesan ante Dios» [San Agustín (354-430)].

«¡Qué don tan grande y admirable nos ha hecho Dios, hermanos queridos! La resurrección de Cristo hace renacer, en la inocencia de los más pequeños, aquello que ayer perecía en el pecado. La simplicidad de Cristo hace suya la infancia. El niño no tiene rencor, no conoce el fraude, no se atreve a hacer daño. Por eso, este niño que el cristiano llega a ser no se enfurece cuando es insultado, no se defiende si se le despoja, no devuelve los golpes cuando se le pega… Por eso dice el Señor a los apóstoles ya de edad madura: “Os digo que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mateo 18, 3), y los envía a la fuente misma de su vida; los incita a encontrar de nuevo la infancia, a fin de que en estos hombres cuyas fuerzas ya declinan renazca la inocencia del corazón» [San Máximo de Turín (380-465)].

«De hecho, no existe más que una custodia y medicina del alma: acordarse de Dios con ardiente deseo y entregarse siempre a buenos pensamientos. No cesemos nunca en este esfuerzo, ya comamos, ya bebamos, ya estemos descansando o haciendo alguna cosa, o hablando, de forma que todo lo que hagamos sea para gloria perfecta de Dios y no para la nuestra. Sólo así nuestra alma no tendrá ninguna mancha o suciedad proveniente del Maligno» [San Gregorio de Nisa (330-394)].

«Para no ser negligentes (en la vida espiritual) es oportuno reflexionar en las palabras del Apóstol: “Muero cada día” (1Corintios 15, 31). Pues si vivimos cada día como si fuéramos a morir, no pecaremos. Esto significa que, cada día, cuando nos levantemos, debemos pensar que no vamos a llegar hasta la tarde, y de nuevo, cuando nos vayamos a dormir, debemos pensar que no nos levantaremos; nuestra vida es incierta por naturaleza: cada día es medido por la Providencia. Si estamos dispuestos y cada día vivimos así, no pecaremos ni tendremos deseo de nada, ni nos enojaremos con nadie, ni amontonaremos tesoros en la tierra, sino que, como esperamos cada día morir, permaneceremos sin ninguna pasión y en cada ocasión perdonaremos a todos» [San Atanasio (297-373)].