/ jueves 10 de marzo de 2022

Aquiles Córdova Morán

Las verdades complejas no se deciden por mayoría

Ciertamente la condena mundial contra la “invasión” de Ucrania por la Federación Rusa es aplastantemente mayoritaria, pero eso no es prueba concluyente de que las cosas sean como esa prensa dice y difunde. Los problemas complejos en general, y muchos políticos en particular, no se pueden resolver por mayoría de votos.

En mi opinión, la guerra entre Ucrania y Rusia era inevitable y estaba decidida desde bastante tiempo atrás. No es, por tanto, simple culpa de la prepotencia y del abuso del “dictador populista” que gobierna Rusia, como aseguran los medios.

Esa guerra, que ni el presidente Putin ni su país deseaban, como lo demuestran todos sus esfuerzos y paciencia para entenderse con el gobierno ucraniano y con sus manipuladores, los así llamados líderes del “mundo libre”, es el último eslabón de un conflicto irresuelto que nació junto con la fase imperialista del capitalismo a finales del siglo XIX y principios del XX. Me refiero al problema que comenzó como una disputa por el reparto del mundo entre las distintas potencias que alcanzaron simultáneamente la fase imperialista de su desarrollo y que, en su evolución natural, ha acabado convirtiéndose en una lucha por la hegemonía mundial.

Es un hecho reconocido que la primera guerra mundial (1914-1918) se originó por la exigencia de Alemania de volver a repartir el mundo, reparto que ya estaba totalmente concluido cuando ella hizo su entrada como nueva potencia económica.

Esa primera división en la que ella no participó, la dejaba sin mercados para su producción industrial creciente y sin fuentes seguras de materias primas y recursos energéticos.

La derrota de Alemania propició que el problema, lejos de resolverse, se agravara con las drásticas sanciones y las desproporcionadas reparaciones de guerra que le impusieron los vencedores en el Tratado de Versalles.


Esta fue la causa del arribo de los nazis al poder y de que, apenas 20 años después de la primera, Alemania desencadenara la segunda guerra mundial, mucho más destructiva y sangrienta que la anterior. Pero esta vez, la pretensión de Hitler y su pandilla ya no era un nuevo reparto del mundo, sino el dominio absoluto del planeta entero.


Tal pretensión implicaba necesariamente la eliminación física o la esclavización total de los pobladores autóctonos, de las “razas inferiores”, para sustituirlos con miembros de la raza superior, de la raza aria de pura sangre.


Esta fue la causa del refinamiento teórico que los ideólogos nazis le imprimieron a la teoría de la superioridad racial y también de los peores crímenes cometidos contra las poblaciones de los territorios tomados o conquistados.


El plan de Hitler estaba bien trazado: Alemania se apoderaría de Europa entera (oriental y occidental); conseguido esto, se lanzaría sobre la URSS para adueñarse de la parte europea del país, eliminar a todos los “perros eslavos” que pudiera y empujar al resto más allá de los Urales, donde crearía una república de esclavos al servicio de Alemania.


Japón, por su lado conquistaría el Pacífico Oriental y los países del Lejano Oriente, logrado lo cual, Inglaterra sería el último y débil obstáculo entre Hitler y América. África, movida por el temor o la conveniencia, caería en sus manos como fruta madura.


El último zarpazo de la bestia nazi sería, pues, América y los Estados Unidos, cuya conquista le otorgaría el dominio mundial indisputado. De hecho, fue la comprensión de las líneas generales del plan nazi por el presidente Roosevelt lo que lo decidió a preparar a su país para entrar en la guerra, lo que ocurrió el 7 de diciembre de 1941 tras el ataque japonés a Pearl Harbor.


La coalición de facto (nunca se celebró un pacto formal) entre Occidente y la URSS logró derrotar a Hitler, pero no resolvió el problema de un nuevo reparto del mundo negociado entre los vencedores.


Esto se aplazó para mejor ocasión. Sin embargo, la segunda guerra mundial trajo consigo cambios profundos, como no podía ser menos. Francia y Gran Bretaña perdieron la mayor parte de sus “posesiones de ultramar” y contrajeron enormes deudas con EE.UU. para financiar la guerra; la URSS, por su parte, sufrió grandes pérdidas materiales y humanas, su economía quedó muy debilitada e impotente para jugar un rol decisivo en la ordenación del mundo de posguerra.


Los EE. UU. fueron el único país entre los beligerantes cuyo territorio no fue tocado por la guerra, las bajas de su ejército no rebasaron el 0.3% de su población y, en cambio, obtuvo cuantiosos intereses por los créditos concedidos e hizo grandes negocios con la venta de armas y otras vituallas a los aliados europeos.


Esta situación de clara superioridad frente a todo el mundo de la posguerra fue la que le permitió declararse el verdadero vencedor de Hitler y, por tanto, el único con derecho a reorganizar y gobernar al planeta entero.


De inmediato, sus ideólogos y políticos comenzaron a elaborar un plan para hacer realidad la reconfiguración de la sociedad de la posguerra, seguros de que su “triunfo” les daba la autoridad suficiente para rehacer el mundo a su imagen y semejanza.


Fue así como se forjó y se echó a circular la doctrina del “destino manifiesto”. Casi sin sentirlo, pues, los norteamericanos hicieron suya la herencia de Hitler sobre la hegemonía mundial y comenzaron a actuar para hacerla realidad.


A partir de ese momento, el objetivo central y casi único de la política exterior norteamericana fue asegurar y extender su poderío sobre el resto de países, utilizando como pretexto la “preservación de la paz” y la difusión de la democracia al estilo americano hasta el último rincón del planeta. Sin embargo, la realidad era otra.


En febrero de 1948, George Kennan, destacado diplomático e historiador y uno de los creadores de la guerra fría, escribió: “Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero solo el 6.3 por ciento de su población (…). En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento.


Nuestra tarea real en el periodo que se aproxima es la de diseñar una pauta de relación que nos permita mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional”.


Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano, en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 2001 ante las tripulaciones de un grupo de bombarderos, dijo lo siguiente: “Tenemos dos opciones.


O cambiamos la forma en que vivimos o cambiamos la forma en que viven los otros. Hemos escogido esta última opción. Y sois vosotros los que nos ayudaréis a alcanzar ese objetivo.” (Ambas citas en Joseph Fontana, “Por el bien del imperio”, pp. 12 y 13). El mismo historiador añade: “Estos objetivos, y esta doctrina, siguen vigentes hoy (2011).

En pleno reflujo de las guerras de Irak y Afganistán, el Pentágono se está preparando para la campaña contra el próximo rival, China, con el propósito de obstaculizar su pretensión de dominar el mar del Sur de China, una zona de una extraordinaria riqueza en recursos naturales.” El objetivo de dominio mundial absoluto y su vigencia actual quedan perfectamente claros y demostrados en estas citas del historiador catalán.

Es una idea muy difundida que la guerra fría comenzó al final de la segunda guerra mundial.

Esto no es verdad. Aunque el periodista Walter Lippmann inventó el nombre en estas fechas, el hecho mismo comenzó mucho antes, casi al mismo tiempo que la Revolución de Octubre de 1917, y sus verdaderos creadores fueron el presidente Thomas Woodrow Wilson y su secretario de Estado Robert Lansing.

Ambos feroces anticomunistas, se negaron rotundamente a reconocer al gobierno de Lenin e iniciaron la política de aislamiento diplomático, comercial, financiero y tecnológico de Rusia. Aunque con fingidas reticencias y maniobras dilatorias, Wilson financió la contrarrevolución de los “blancos”, apoyó la invasión de los aliados en el lejano norte ruso y, finalmente, desembarcó sus tropas en Siberia.

El historiador norteamericano Ronald E. Powaski lo cuenta así: “No cabe duda de que la decisión de Wilson de intervenir en la guerra civil rusa agudizó las suspicacias de Stalin sobre los objetivos últimos de Estados Unidos. Por esta razón, podemos considerar que los orígenes de la guerra fría se remontan a este periodo.” (Powaski, La guerra fría, p. 49).

Las verdades complejas no se deciden por mayoría

Ciertamente la condena mundial contra la “invasión” de Ucrania por la Federación Rusa es aplastantemente mayoritaria, pero eso no es prueba concluyente de que las cosas sean como esa prensa dice y difunde. Los problemas complejos en general, y muchos políticos en particular, no se pueden resolver por mayoría de votos.

En mi opinión, la guerra entre Ucrania y Rusia era inevitable y estaba decidida desde bastante tiempo atrás. No es, por tanto, simple culpa de la prepotencia y del abuso del “dictador populista” que gobierna Rusia, como aseguran los medios.

Esa guerra, que ni el presidente Putin ni su país deseaban, como lo demuestran todos sus esfuerzos y paciencia para entenderse con el gobierno ucraniano y con sus manipuladores, los así llamados líderes del “mundo libre”, es el último eslabón de un conflicto irresuelto que nació junto con la fase imperialista del capitalismo a finales del siglo XIX y principios del XX. Me refiero al problema que comenzó como una disputa por el reparto del mundo entre las distintas potencias que alcanzaron simultáneamente la fase imperialista de su desarrollo y que, en su evolución natural, ha acabado convirtiéndose en una lucha por la hegemonía mundial.

Es un hecho reconocido que la primera guerra mundial (1914-1918) se originó por la exigencia de Alemania de volver a repartir el mundo, reparto que ya estaba totalmente concluido cuando ella hizo su entrada como nueva potencia económica.

Esa primera división en la que ella no participó, la dejaba sin mercados para su producción industrial creciente y sin fuentes seguras de materias primas y recursos energéticos.

La derrota de Alemania propició que el problema, lejos de resolverse, se agravara con las drásticas sanciones y las desproporcionadas reparaciones de guerra que le impusieron los vencedores en el Tratado de Versalles.


Esta fue la causa del arribo de los nazis al poder y de que, apenas 20 años después de la primera, Alemania desencadenara la segunda guerra mundial, mucho más destructiva y sangrienta que la anterior. Pero esta vez, la pretensión de Hitler y su pandilla ya no era un nuevo reparto del mundo, sino el dominio absoluto del planeta entero.


Tal pretensión implicaba necesariamente la eliminación física o la esclavización total de los pobladores autóctonos, de las “razas inferiores”, para sustituirlos con miembros de la raza superior, de la raza aria de pura sangre.


Esta fue la causa del refinamiento teórico que los ideólogos nazis le imprimieron a la teoría de la superioridad racial y también de los peores crímenes cometidos contra las poblaciones de los territorios tomados o conquistados.


El plan de Hitler estaba bien trazado: Alemania se apoderaría de Europa entera (oriental y occidental); conseguido esto, se lanzaría sobre la URSS para adueñarse de la parte europea del país, eliminar a todos los “perros eslavos” que pudiera y empujar al resto más allá de los Urales, donde crearía una república de esclavos al servicio de Alemania.


Japón, por su lado conquistaría el Pacífico Oriental y los países del Lejano Oriente, logrado lo cual, Inglaterra sería el último y débil obstáculo entre Hitler y América. África, movida por el temor o la conveniencia, caería en sus manos como fruta madura.


El último zarpazo de la bestia nazi sería, pues, América y los Estados Unidos, cuya conquista le otorgaría el dominio mundial indisputado. De hecho, fue la comprensión de las líneas generales del plan nazi por el presidente Roosevelt lo que lo decidió a preparar a su país para entrar en la guerra, lo que ocurrió el 7 de diciembre de 1941 tras el ataque japonés a Pearl Harbor.


La coalición de facto (nunca se celebró un pacto formal) entre Occidente y la URSS logró derrotar a Hitler, pero no resolvió el problema de un nuevo reparto del mundo negociado entre los vencedores.


Esto se aplazó para mejor ocasión. Sin embargo, la segunda guerra mundial trajo consigo cambios profundos, como no podía ser menos. Francia y Gran Bretaña perdieron la mayor parte de sus “posesiones de ultramar” y contrajeron enormes deudas con EE.UU. para financiar la guerra; la URSS, por su parte, sufrió grandes pérdidas materiales y humanas, su economía quedó muy debilitada e impotente para jugar un rol decisivo en la ordenación del mundo de posguerra.


Los EE. UU. fueron el único país entre los beligerantes cuyo territorio no fue tocado por la guerra, las bajas de su ejército no rebasaron el 0.3% de su población y, en cambio, obtuvo cuantiosos intereses por los créditos concedidos e hizo grandes negocios con la venta de armas y otras vituallas a los aliados europeos.


Esta situación de clara superioridad frente a todo el mundo de la posguerra fue la que le permitió declararse el verdadero vencedor de Hitler y, por tanto, el único con derecho a reorganizar y gobernar al planeta entero.


De inmediato, sus ideólogos y políticos comenzaron a elaborar un plan para hacer realidad la reconfiguración de la sociedad de la posguerra, seguros de que su “triunfo” les daba la autoridad suficiente para rehacer el mundo a su imagen y semejanza.


Fue así como se forjó y se echó a circular la doctrina del “destino manifiesto”. Casi sin sentirlo, pues, los norteamericanos hicieron suya la herencia de Hitler sobre la hegemonía mundial y comenzaron a actuar para hacerla realidad.


A partir de ese momento, el objetivo central y casi único de la política exterior norteamericana fue asegurar y extender su poderío sobre el resto de países, utilizando como pretexto la “preservación de la paz” y la difusión de la democracia al estilo americano hasta el último rincón del planeta. Sin embargo, la realidad era otra.


En febrero de 1948, George Kennan, destacado diplomático e historiador y uno de los creadores de la guerra fría, escribió: “Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero solo el 6.3 por ciento de su población (…). En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento.


Nuestra tarea real en el periodo que se aproxima es la de diseñar una pauta de relación que nos permita mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional”.


Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano, en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 2001 ante las tripulaciones de un grupo de bombarderos, dijo lo siguiente: “Tenemos dos opciones.


O cambiamos la forma en que vivimos o cambiamos la forma en que viven los otros. Hemos escogido esta última opción. Y sois vosotros los que nos ayudaréis a alcanzar ese objetivo.” (Ambas citas en Joseph Fontana, “Por el bien del imperio”, pp. 12 y 13). El mismo historiador añade: “Estos objetivos, y esta doctrina, siguen vigentes hoy (2011).

En pleno reflujo de las guerras de Irak y Afganistán, el Pentágono se está preparando para la campaña contra el próximo rival, China, con el propósito de obstaculizar su pretensión de dominar el mar del Sur de China, una zona de una extraordinaria riqueza en recursos naturales.” El objetivo de dominio mundial absoluto y su vigencia actual quedan perfectamente claros y demostrados en estas citas del historiador catalán.

Es una idea muy difundida que la guerra fría comenzó al final de la segunda guerra mundial.

Esto no es verdad. Aunque el periodista Walter Lippmann inventó el nombre en estas fechas, el hecho mismo comenzó mucho antes, casi al mismo tiempo que la Revolución de Octubre de 1917, y sus verdaderos creadores fueron el presidente Thomas Woodrow Wilson y su secretario de Estado Robert Lansing.

Ambos feroces anticomunistas, se negaron rotundamente a reconocer al gobierno de Lenin e iniciaron la política de aislamiento diplomático, comercial, financiero y tecnológico de Rusia. Aunque con fingidas reticencias y maniobras dilatorias, Wilson financió la contrarrevolución de los “blancos”, apoyó la invasión de los aliados en el lejano norte ruso y, finalmente, desembarcó sus tropas en Siberia.

El historiador norteamericano Ronald E. Powaski lo cuenta así: “No cabe duda de que la decisión de Wilson de intervenir en la guerra civil rusa agudizó las suspicacias de Stalin sobre los objetivos últimos de Estados Unidos. Por esta razón, podemos considerar que los orígenes de la guerra fría se remontan a este periodo.” (Powaski, La guerra fría, p. 49).