/ domingo 8 de septiembre de 2019

Adivina, adivinador

Ésta era la cuadragésima octava vez que la señora de la Meza cumplía años. La idea le desagradó, y dijo: “¡Qué vida tan monótona, la mía!”. Pero lo dijo de modo tan callado que nadie la escuchó. Cuarenta y ocho años. A su edad, su madre ya había muerto; y, ahora que lo pensaba, su padre también. “¡Dios mío!”, gimió. Y como nadie estaba cerca para escucharla, volvió a gemir, pero ahora con voz más ronca: “¡Dios mío!”.

Se dirigió al espejo, intentó arreglarse el pelo –una maraña de mechones rojizos en la punta y blancuzcos en la raíz-, bostezó dos veces seguidas y se puso a pensar en lo que había sido su vida hasta el día de hoy. “Un fracaso. Un total y rotundo fracaso”.

Pero el día de hoy era su cumpleaños y no iba a permitir que pensamientos desoladores le robaran la poca alegría de que aún podía hacer gala…

Su marido, sin embargo, no le había dicho nada al despedirse de ella. Para ser sinceros, ni siquiera ella misma, al levantarse, recordaba qué día era hoy, pero le indignó mucho el descuido de su esposo. ¿Cómo había podido olvidar que hoy era 8 de agosto de mayo, y que el 8 de agosto era su cumpleaños? Pero no, no se había acordado. Como siempre. ¡Si por lo menos le hubiera cantado las mañanitas mientras se ponía los calcetines! Pero así era él: de ese hombre no cabía esperar nada. “¿Y si me llevara a cenar para reparar su falta?”, pensó. “Y también para consolarme de estar tan vieja…”.

Se apartó del espejo y se dirigió al armario, del que extrajo un vestido largo que era una orgía de colores verdes, rojos, amarillos y violetas. “Pero, ¿me quedará todavía?”. Se lo midió. Y, para su sorpresa, todavía le quedaba. Sonrió, satisfecha de sí misma, y extendió la prenda sobre la cama. Un cierto olor a naftalina inundó el ambiente.

-Con este vestido, que no me había vuelto a poner desde hace diez años, no, quince, saldré esta noche para celebrar mi cumpleaños.

La idea la hizo sonreír. ¡No había engordado desde entonces! Su marido, en cambio… Cuando se casó con él usaba pantalones talla 32, y ahora la 36 apenas le cerraba.

Dejó de sonreír cuando recordó que era el cumpleaños número cuarenta y ocho de su vida. Y se sentó en un sillón, vencida por los golpes del tiempo, a esperar a su marido. ¡Por supuesto que no pensaba decirle nada! Esperaría a que él recordara. Pues si ella le dijera: “¿Adivina qué celebramos hoy, cariño?”, la cosa no tendría chiste.

El marido llegó a casa hacia las seis de la tarde pidiendo un poco de comer, ya que, dijo, se moría de hambre. “Mala cosa”, pensó la mujer, “porque si come a esta hora, luego ya no querrá cenar”.

-¿Qué tal te fue hoy? –preguntó.

-Más o menos. El tráfico se ha vuelto insoportable, como sabes.

-También a mí me duele la cabeza con el tráfico –dijo ella-. Es espantoso.

No sabía, en realidad, cómo abordar el asunto.

-Y luego está el sol –siguió diciendo ella-. ¡Y pensar que ya estamos a 8 de agosto!

Al pronunciar estas palabras reveladoras, esperaba algún tipo de reacción; en fin, algo. Pero él se limitó a decir, mientras daba un largo sorbo a su café:

-Si así está el verano, no sé cómo se pondrá el invierno.

La mujer sintió que perdía piso. No podía creerlo: él no reaccionaba; el día de su cumpleaños le pasaba inadvertido. Y quiso morirse en ese mismo instante.

-Hoy –dijo ella, aunque más que decir amenazaba- me acostaré temprano. Ha vuelto a atacarme la migraña. ¿Necesitas algo de mí?

-No, nada –dijo él-. Mejor dicho, sí, necesito una cosa: que descanses, amor. Duérmete ya. Yo me quedo un rato viendo la tele.

“Maldito”, pesó ella. “No sé cómo te soporto. Nunca te acuerdas de nada”. Y se fue a su cuarto. Tomó la falda que había extendido sobre la cama y lo arrojó al piso. Mañana sabría él quién era ella. Pero sólo hasta mañana, es decir, cuando ya no fuera posible reparar el daño.

Al día siguiente le reclamó su descuido. Él se defendió diciendo que, en realidad, había pensado invitarla a cenar, pero como le dolía tanto la cabeza no quiso obligarla a salir en semejantes condiciones. Y a partir de entonces se dejaron de hablar. De hecho, hasta el día de hoy permanecen enojados y sin quererse ver…

¡Ah, se le pide tanto al amor! Se le piden sacrificios, y está bien. Pero también se le pide que adivine, lo cual llega a ser, con mucha frecuencia, catastrófico.

“Me pregunto –escribía hace poco la psicóloga chilena Eugenia Weinstein- de dónde viene esta extraña costumbre de creer que vale más ser adivinados que ser escuchados. La respuesta es simple: de la nostalgia de nuestro primer amor, la madre. Cuando éramos bebés y no sabíamos hablar, ella percibía si llorábamos de hambre, cólicos, frío o ganas de estar en sus brazos. Con rapidez nos calmaba y nos sentíamos queridos. Incluso aquellos que no tuvieron una madre muy solícita padecen esta añoranza. Y les quedó en la memoria la desazón y falta de amor que sintieron cuando sus deseos fueron ignorados. En esta etapa del desarrollo puede fijarse la ecuación entre ser adivinado y ser querido, pero en la edad adulta… La gran diferencia entre el niño y el adulto está en que mientras que para el primero amar es adivinar, en el amor maduro amar es aprender a hablar” (El amor en los tiempos del cambio).

¡Muy bien dicho, señora Weinstein! Y es una pena que la señora de la Meza no haya leído su libro antes de echar todo por la borda, como en realidad lo hizo.


Ésta era la cuadragésima octava vez que la señora de la Meza cumplía años. La idea le desagradó, y dijo: “¡Qué vida tan monótona, la mía!”. Pero lo dijo de modo tan callado que nadie la escuchó. Cuarenta y ocho años. A su edad, su madre ya había muerto; y, ahora que lo pensaba, su padre también. “¡Dios mío!”, gimió. Y como nadie estaba cerca para escucharla, volvió a gemir, pero ahora con voz más ronca: “¡Dios mío!”.

Se dirigió al espejo, intentó arreglarse el pelo –una maraña de mechones rojizos en la punta y blancuzcos en la raíz-, bostezó dos veces seguidas y se puso a pensar en lo que había sido su vida hasta el día de hoy. “Un fracaso. Un total y rotundo fracaso”.

Pero el día de hoy era su cumpleaños y no iba a permitir que pensamientos desoladores le robaran la poca alegría de que aún podía hacer gala…

Su marido, sin embargo, no le había dicho nada al despedirse de ella. Para ser sinceros, ni siquiera ella misma, al levantarse, recordaba qué día era hoy, pero le indignó mucho el descuido de su esposo. ¿Cómo había podido olvidar que hoy era 8 de agosto de mayo, y que el 8 de agosto era su cumpleaños? Pero no, no se había acordado. Como siempre. ¡Si por lo menos le hubiera cantado las mañanitas mientras se ponía los calcetines! Pero así era él: de ese hombre no cabía esperar nada. “¿Y si me llevara a cenar para reparar su falta?”, pensó. “Y también para consolarme de estar tan vieja…”.

Se apartó del espejo y se dirigió al armario, del que extrajo un vestido largo que era una orgía de colores verdes, rojos, amarillos y violetas. “Pero, ¿me quedará todavía?”. Se lo midió. Y, para su sorpresa, todavía le quedaba. Sonrió, satisfecha de sí misma, y extendió la prenda sobre la cama. Un cierto olor a naftalina inundó el ambiente.

-Con este vestido, que no me había vuelto a poner desde hace diez años, no, quince, saldré esta noche para celebrar mi cumpleaños.

La idea la hizo sonreír. ¡No había engordado desde entonces! Su marido, en cambio… Cuando se casó con él usaba pantalones talla 32, y ahora la 36 apenas le cerraba.

Dejó de sonreír cuando recordó que era el cumpleaños número cuarenta y ocho de su vida. Y se sentó en un sillón, vencida por los golpes del tiempo, a esperar a su marido. ¡Por supuesto que no pensaba decirle nada! Esperaría a que él recordara. Pues si ella le dijera: “¿Adivina qué celebramos hoy, cariño?”, la cosa no tendría chiste.

El marido llegó a casa hacia las seis de la tarde pidiendo un poco de comer, ya que, dijo, se moría de hambre. “Mala cosa”, pensó la mujer, “porque si come a esta hora, luego ya no querrá cenar”.

-¿Qué tal te fue hoy? –preguntó.

-Más o menos. El tráfico se ha vuelto insoportable, como sabes.

-También a mí me duele la cabeza con el tráfico –dijo ella-. Es espantoso.

No sabía, en realidad, cómo abordar el asunto.

-Y luego está el sol –siguió diciendo ella-. ¡Y pensar que ya estamos a 8 de agosto!

Al pronunciar estas palabras reveladoras, esperaba algún tipo de reacción; en fin, algo. Pero él se limitó a decir, mientras daba un largo sorbo a su café:

-Si así está el verano, no sé cómo se pondrá el invierno.

La mujer sintió que perdía piso. No podía creerlo: él no reaccionaba; el día de su cumpleaños le pasaba inadvertido. Y quiso morirse en ese mismo instante.

-Hoy –dijo ella, aunque más que decir amenazaba- me acostaré temprano. Ha vuelto a atacarme la migraña. ¿Necesitas algo de mí?

-No, nada –dijo él-. Mejor dicho, sí, necesito una cosa: que descanses, amor. Duérmete ya. Yo me quedo un rato viendo la tele.

“Maldito”, pesó ella. “No sé cómo te soporto. Nunca te acuerdas de nada”. Y se fue a su cuarto. Tomó la falda que había extendido sobre la cama y lo arrojó al piso. Mañana sabría él quién era ella. Pero sólo hasta mañana, es decir, cuando ya no fuera posible reparar el daño.

Al día siguiente le reclamó su descuido. Él se defendió diciendo que, en realidad, había pensado invitarla a cenar, pero como le dolía tanto la cabeza no quiso obligarla a salir en semejantes condiciones. Y a partir de entonces se dejaron de hablar. De hecho, hasta el día de hoy permanecen enojados y sin quererse ver…

¡Ah, se le pide tanto al amor! Se le piden sacrificios, y está bien. Pero también se le pide que adivine, lo cual llega a ser, con mucha frecuencia, catastrófico.

“Me pregunto –escribía hace poco la psicóloga chilena Eugenia Weinstein- de dónde viene esta extraña costumbre de creer que vale más ser adivinados que ser escuchados. La respuesta es simple: de la nostalgia de nuestro primer amor, la madre. Cuando éramos bebés y no sabíamos hablar, ella percibía si llorábamos de hambre, cólicos, frío o ganas de estar en sus brazos. Con rapidez nos calmaba y nos sentíamos queridos. Incluso aquellos que no tuvieron una madre muy solícita padecen esta añoranza. Y les quedó en la memoria la desazón y falta de amor que sintieron cuando sus deseos fueron ignorados. En esta etapa del desarrollo puede fijarse la ecuación entre ser adivinado y ser querido, pero en la edad adulta… La gran diferencia entre el niño y el adulto está en que mientras que para el primero amar es adivinar, en el amor maduro amar es aprender a hablar” (El amor en los tiempos del cambio).

¡Muy bien dicho, señora Weinstein! Y es una pena que la señora de la Meza no haya leído su libro antes de echar todo por la borda, como en realidad lo hizo.